Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 28 de febrero de 2002
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Política

Adolfo Sánchez Rebolledo

La violencia (en los estadios) no es lo que era

México tenía, a falta de otras virtudes deportivas, el honor de vivir el futbol sin demasiada violencia en las tribunas. Un público apasionado y localista se desbordaba en los estadios apoyando a sus equipos que también jugaban por "amor a la camiseta". Era la prehistoria del futbol-industria. Esa época de romanticismo, cuando el aficionado se quedaba sin garganta de tanto echar el chi qui ti bun famoso (de seguro la porra más larga del orbe) o se complacía entonando sonoras mentadas de madre si los de la cancha, en vez de sudar, se tendían en la hamaca y el silbante se tragaba los penales. El futbol no era la guerra, así fuera en calzoncillos (Seyde dixit), sino un juego vibrante, cuya función básica era entretener a los adultos, divertir a los jóvenes llaneros y hacer soñar a los niños con la magia de la pelota.

Los "porristas" de corazón solían ser aficionados singulares muy fieles a sus clubes, siempre dispuestos con sus vestimentas y abalorios emblemáticos, pero no existían los "grupos de animación", ahora tan comunes, que se consideraban propios de otros deportes, no del futbol soccer. El aficionado serio sabía qué buscaba en cada partido y juzgaba con mirada de águila desde su atalaya. Los más mataban el tedio solar de un domingo veraniego bebiendo cerveza en las gradas desiertas, pero la gallera siempre encontraba la forma de sacarle el precio a la entrada. Menudeaban las broncas, pero se daban de uno en uno, como en el box, y se calmaban rápidamente entre insultos a la autoridad si ésta pretendía aplacar a los rijosos poniéndolos en la calle.

Por supuesto, aquellos estadios, antes del Azteca con sus palcos a salvo, no eran el oasis "familiar" de urbanidad y buenas maneras que se dice, pero, salvo ciertos episodios excepcionales y lamentables de leperismo, como aquel Marte-Vasco da Gama que terminó en trifulca campal entre agresivos espectadores y futbolistas brasileiros que huían para caer bajo la macana del policía, o mucho antes el famoso incendio del viejo parque Asturias, en protesta contra el árbitro, que quién sabe si pitaba con los pies, o los excesos de patrioterismo tan frecuentes, nuestro futbol cruzó casi todo el siglo xx alentado por el chispazo de sus glorias y no pocas veces sumido en el aburrimiento inapelable del futbol ratonero que tantas decepciones dio a la sufrida afición local.

De cualquier forma, la violencia en los estadios nacionales nada tenía que ver con los desmanes de los hooligans ingleses, a cuyas conductas deben abonarse varias de las grandes tragedias del futbol moderno. Aquí era otra cosa, pues en verdad nos sentíamos próximos a la batucada que acompaña con su alegría a la verde amarelha, pero absolutamente ajenos a la furia de los tifosi o la innecesaria rudeza de los ultras españoles: ese no era nuestro estilo, afirmaban las vacas sagradas del micrófono. Y, en efecto, la violencia parecía que era una enfermedad propia del proletariado desclasado del viejo continente, a la cual por razones de "carácter" seríamos por siempre inmunes.

Sin embargo, en un parpadeo, y siempre de la mano del negocio, nuestro futbol dejó de ser un simple deporte subdesarrollado de masas para transformarse en un espectáculo vinculado a la tv, que nulifica al conocedor, pero masifica al fanático y le invita a vivir el futbol de otra manera. El público abandona el estadio para refugiarse en el universo ficticio de la pantalla y participa del show de manera que pronto los estadios aparecen vacíos, sin un alma. Y de nuevo surgió la necesidad de atraer al público-consumidor a lugar de los hechos ofreciéndole algo más que buen futbol. En vez del chi qui ti bun espontáneo, los aficionados comenzaron entonces a cantar cantilenas europeas o argentinas, pero recitadas con acento pachuqueño o simplemente chilango. En vez de imitar el juego del Boca o del Real Madrid nos trajimos las "barras", la manipulación de masas con fines mediáticos.

Pero el experimento acaba enrareciendo el ambiente. La violencia ocasional, difícil de evitar en una multitud, se convirtió en asunto de grandes grupos organizados, cada vez más intolerantes y ajenos al gozo del juego. Es verdad que la violencia responde siempre a una multiplicidad de causas sociales y extradeportivas, pues requiere de cierto tipo de individuos con determinadas necesidades, pero difícilmente se daría con tanta frecuencia si no estuviera vinculada a los grupos de animación que sostienen los clubes, llámense América, Universidad, Pachuca, o cualquiera otro que estimule desde la tribuna el espectáculo...

Los comentaristas de los espacios deportivos ahora se rompen las vestiduras y claman contra la "argentinización" que crea situaciones fuera de control dentro y fuera de los recintos deportivos. A su vez, los dueños de los clubes exigen a las autoridades sobrevigilancia en los escenarios, mano dura con los jóvenes que sean capturados in fraganti lanzando objetos a la cancha o estallando cohetones, así como leyes estrictas que permitan encarcelar a los gamberros que rompen con violencia la placidez familiar de los estadios.

Y eso está bien. Pero la solicitud de aplicar la ley no puede hacerse desde la hipocresía de quienes fomentan y premian a la "locura" futbolística y costean bandas multitudinarias de las que al final nadie responde. Los propietarios de los equipos, a quienes desde luego pertenece la Federación Mexicana de Futbol, tienen en su mano el remedio: cortar por lo sano cualquier patrocinio a las llamadas barras e impedir la entrada a los vándalos reconocibles, gastando un poco más en la seguridad de los espectadores. Lo demás, en efecto, es asunto de policía. ƑLo harán pronto o, como dice un comentarista de Televisa, a lo mejor hace falta un muerto para que comiencen a moverse?

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