CATASTROFE POLITICA
De
acuerdo con los pronósticos más pesimistas, en el ejercicio
de renovación de dirigencia que ha venido realizando el Partido
Revolucionario Institucional (PRI) sucumbió a sus peores lacras
históricas: la delincuencia electoral, el populismo demagógico
más ramplón, el manejo clientelar y patrimonialista de huestes
sobornadas para sufragar y la utilización descarada de recursos
públicos y posiciones de poder político para distorsionar
la voluntad popular. Desde un inicio fue claro que la disputa entre las
fórmulas presididas por Beatriz Paredes Rangel y Roberto Madrazo
Pintado no era por convencer a la militancia priísta y a la ciudadanía
en general de la pertinencia de sus respectivas propuestas, sino por determinar
cuál de los equipos era capaz de realizar los desaseos más
determinantes y numerosos. Los recursos de manipulación que los
priístas emplearon de manera proverbial contra sus oponentes fueron
utilizados, el 24 de febrero y los días subsecuentes, contra el
propio partido, el cual aparece ahora secuestrado por sus sectores más
inescrupulosos, corruptos y pragmáticos, agrupados en torno al ex
gobernador de Tabasco.
Con sus comicios internos, el PRI no sólo ofrece
al electorado un espectáculo lamentable y desalentador, sino que
se ha colocado en un grave dilema: si el aparato y la burocracia del partido,
mayoritariamente representados por la fórmula Paredes-Guerrero,
desistieran de impugnar los resultados --al menos, los de Oaxaca y Tabasco,
que son los resultados más evidentes de inmundicias electorales--
y entregaran a Madrazo el control del instituto político, éste
perdería rápidamente sus últimos remanentes de principios
históricos y se convertiría en una fuerza golpeadora y oportunista,
sin más lineamientos que la recuperación, por los medios
que sea y a toda costa, de la Presidencia de la República. Si, por
el contrario, se decidiera resistir al megafraude de Madrazo, éste
no vacilaría en dividir al partido y, si estuviera a su alcance,
destruirlo; de cualquier forma, en ese escenario quedaría la sospecha
generalizada de que el PRI habría realizado una elección
simulada para imponer en la dirección una candidatura oficial.
Tal pérdida de legitimidad --como consecuencia
de lo que pretendió ser un ejercicio de legitimación democrática--
y semejante catástrofe para la institución partidaria podrían
ser vistas, incluso con regocijo, como un desenlace inevitable y hasta
saludable, de no ser porque tras las siglas del PRI confluyen todavía
vastas fuerzas sociales, grandes y abundantes posiciones de poder --el
mayor número de gubernaturas y presidencias municipales, así
como las bancadas legislativas más numerosas--; para el país
en su conjunto habría sido más deseable un PRI democratizado
y saneado que el Revolucionario Institucional envilecido, confundido y
dividido que queda tras la elección del pasado día 24 y luego
del resultado dado a conocer ayer.