Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 1 de marzo de 2002
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Editorial
 
TORPEZA, MALA FE O AMBAS

SOLEl allanamiento de la embajada de México en La Habana por una veintena de personas, ocurrido la noche de anteayer, es, hasta ahora, el incidente diplomático más grave de los que ha logrado provocar Jorge G. Castañeda en el tiempo que lleva al frente de la Secretaría de Relaciones Exteriores.

La crisis ha dado lugar a desmentidos, cotejos y reacomodos de lo que ese funcionario dijo el pasado martes 26 al inaugurar la sede del Instituto Cultural de México en Miami. El hecho es que Castañeda afirmó ante la comunidad cubano-estadunidense y sus medios de información y propaganda que la representación diplomática de nuestro país en Cuba tenía "las puertas abiertas a cualquier ciudadano que tenga interés en visitar México", y con esas palabras, dichas en ese contexto, realmente abrió las puertas a toda suerte de rumores y provocaciones, e incluso a que se tomara la sede por asalto, como efectivamente lo hizo el grupo de individuos que aún permanece en la embajada, a bordo de un autobús que derribó la cerca de la legación.

Si hubiese sido un hecho aislado, el dislate del canciller, con todo y sus lamentables consecuencias, podría explicarse en función de una deplorable e inadmisible ignorancia de la compleja dinámica que existe entre la isla y el exilio cubano en Florida. Pero, si se consideran como antecedentes de esta crisis los empeños de Castañeda por desvirtuar y socavar las tradicionales relaciones bilaterales que unen a nuestro país con Cuba, así como su manifiesta animadversión hacia el régimen de Fidel Castro, su declaración en Miami parece más bien un acto de mala fe, orientado a crear un problema --como efectivamente lo generó-- entre ambos gobiernos.

Ciertamente, el titular de la diplomacia mexicana tiene derecho a pensar y a decir lo que quiera, en tanto que ciudadano, y a albergar las pasiones políticas personales que le vengan en gana. Pero es inaceptable y escandaloso que la política exterior de México esté sujeta a la visceralidad de su principal responsable, como parece estarlo desde que Castañeda ocupa la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Lo más alarmante del caso es que los humores, las simpatías y las antipatías del canciller coinciden, objetivamente, con los deseos e intereses del actual presidente de Estados Unidos y con los viejos empeños del Departamento de Estado por uncir a México a los lineamientos económicos, políticos y hasta militares de Washington para el mundo.

Desde esta perspectiva, la crisis de nuestra embajada en La Habana es sólo un episodio más de una actividad regular de desmantelamiento de los valores, tradiciones y estrategias de la política exterior mexicana, de la que el padre del actual canciller fue, paradójicamente, un exponente memorable. En lugar de esa política exterior en la que se reconocían y confluían el Estado y la sociedad mexicanos, Castañeda hijo pretende implantar una mezcla de pragmatismo, entreguismo, mal humor, torpeza y patanería. Con ello no sólo hace un flaco favor a su jefe, el presidente Vicente Fox, sino que causa un daño inmenso al país en su conjunto.

No puede omitirse, finalmente, la parte de responsabilidad del Senado de la República en el extravío de nuestra diplomacia, toda vez que esa instancia legislativa se ha desentendido en lo que va del actual sexenio de su obligación constitucional de supervisar y convalidar la política externa de la nación. Hoy más que nunca, los senadores de todas las fracciones deben colocarse a la altura de sus deberes y emprender la restauración de los valiosos principios rectores del Estado mexicano en su relación con la comunidad internacional.
 

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