TORPEZA, MALA FE O AMBAS
El
allanamiento de la embajada de México en La Habana por una veintena
de personas, ocurrido la noche de anteayer, es, hasta ahora, el incidente
diplomático más grave de los que ha logrado provocar Jorge
G. Castañeda en el tiempo que lleva al frente de la Secretaría
de Relaciones Exteriores.
La crisis ha dado lugar a desmentidos, cotejos y reacomodos
de lo que ese funcionario dijo el pasado martes 26 al inaugurar la sede
del Instituto Cultural de México en Miami. El hecho es que Castañeda
afirmó ante la comunidad cubano-estadunidense y sus medios de información
y propaganda que la representación diplomática de nuestro
país en Cuba tenía "las puertas abiertas a cualquier ciudadano
que tenga interés en visitar México", y con esas palabras,
dichas en ese contexto, realmente abrió las puertas a toda suerte
de rumores y provocaciones, e incluso a que se tomara la sede por asalto,
como efectivamente lo hizo el grupo de individuos que aún permanece
en la embajada, a bordo de un autobús que derribó la cerca
de la legación.
Si hubiese sido un hecho aislado, el dislate del canciller,
con todo y sus lamentables consecuencias, podría explicarse en función
de una deplorable e inadmisible ignorancia de la compleja dinámica
que existe entre la isla y el exilio cubano en Florida. Pero, si se consideran
como antecedentes de esta crisis los empeños de Castañeda
por desvirtuar y socavar las tradicionales relaciones bilaterales que unen
a nuestro país con Cuba, así como su manifiesta animadversión
hacia el régimen de Fidel Castro, su declaración en Miami
parece más bien un acto de mala fe, orientado a crear un problema
--como efectivamente lo generó-- entre ambos gobiernos.
Ciertamente, el titular de la diplomacia mexicana tiene
derecho a pensar y a decir lo que quiera, en tanto que ciudadano, y a albergar
las pasiones políticas personales que le vengan en gana. Pero es
inaceptable y escandaloso que la política exterior de México
esté sujeta a la visceralidad de su principal responsable, como
parece estarlo desde que Castañeda ocupa la Secretaría de
Relaciones Exteriores.
Lo más alarmante del caso es que los humores, las
simpatías y las antipatías del canciller coinciden, objetivamente,
con los deseos e intereses del actual presidente de Estados Unidos y con
los viejos empeños del Departamento de Estado por uncir a México
a los lineamientos económicos, políticos y hasta militares
de Washington para el mundo.
Desde esta perspectiva, la crisis de nuestra embajada
en La Habana es sólo un episodio más de una actividad regular
de desmantelamiento de los valores, tradiciones y estrategias de la política
exterior mexicana, de la que el padre del actual canciller fue, paradójicamente,
un exponente memorable. En lugar de esa política exterior en la
que se reconocían y confluían el Estado y la sociedad mexicanos,
Castañeda hijo pretende implantar una mezcla de pragmatismo, entreguismo,
mal humor, torpeza y patanería. Con ello no sólo hace un
flaco favor a su jefe, el presidente Vicente Fox, sino que causa un daño
inmenso al país en su conjunto.
No puede omitirse, finalmente, la parte de responsabilidad
del Senado de la República en el extravío de nuestra diplomacia,
toda vez que esa instancia legislativa se ha desentendido en lo que va
del actual sexenio de su obligación constitucional de supervisar
y convalidar la política externa de la nación. Hoy más
que nunca, los senadores de todas las fracciones deben colocarse a la altura
de sus deberes y emprender la restauración de los valiosos principios
rectores del Estado mexicano en su relación con la comunidad internacional.