Hermann Bellinghausen
Su obra maestra
Una mezcla rara. A palos y palmadas los educaron en escuelas
y hogares que ya no existen, bajo olvidadas reglas se supone hechas para
perdurar. Arrojados a la geografía abrupta de la ciudad donde crecieron
desde la etapa de huevo, un día cualquiera de su juventud se encontraron
a solas con la intemperie, una mano adelante y otra detrás, y echaron
a caminar en alguna dirección de las varias disponibles.
Al principio iban solos, pero por grande que fuera la
ciudad, gentes así acaban encontrándose en una especie de
red de pescar de agujeros muy grandes en la que ellos y ellas -hay de los
dos- hacen de hilos.
Podemos llamarlos artistas, aunque en rigor la mayoría
no lo sean. Se trata más de una actitud, un modo de permitir las
movientes mamparas de la fantasía real en la vida diaria. Para ciertas
capas de la sociedad, son más bien unos farsantes, vagos, adictos,
malvivientes, vividores, etcétera.
Una cosa comparte su naturaleza: todo les divierte, el
espectáculo de nosotros, los demás, los humanos más
normales que transitamos nuestras tareas, pasiones y obligaciones, somos
su pan de cada día.
Pobres diablos, pobres diablas, greñudos, en fachas,
tatuados unos, hablan en voz alta entre ellos, con frecuencia de nosotros,
como si estuviéramos pintados en la pared. Bailan y beben sobre
las banquetas, si ser agresivos, nunca pasan desapercibidos para la policía.
Están tan desprovistos, y tan a gusto así,
que resultan prácticamente incorruptibles. Se identifican horizontalmente
con cualquier plebe, y a su manera saturada y delirante, acompañan
las aguas populares, al menos con el ánimo y las vibras.
Lo que los hace incómodos, no obstante, es otra
cosa. Que ven por sí mismos, oyen a través de sus propios
oídos, y si han de hablar, no se equivocan de palabras. Son ese
borracho incómodo y suicida, esa mujer que no se deja ya impresionar
por cualquiera y no cesa su taloneo, ese otro que en una esquina vende
grabados o libros robados, no faltan un consejero de los astros, un perspicaz
carterista de microbús, y el de a tiro ido, contemplativo, no se
sabe si descerebrado, genial o payaso.
Sin conformar ninguna hermandad o gremio o espacio socialmente
delimitado, son también un barco que no deja de perder tripulantes.
Unos porque se mueren (no llevan vida fácil). Otros porque, digamos,
desertan. Se pasan al lado de acá, donde se porta licencia de manejar
y pueden darse el gusto de pagar impuestos y decir miren, yo si pago, miren,
yo sí puedo. Se pegan a los big shots y arreglan su decadencia.
Estos son los verdaderos vividores, pero se les considera entrados en razón.
Pueden seguir haciéndose los "artistas", de manera ornamental, total
qué, como si en las esferas donde se mueven hubiera gente capaz
de distinguir.
En cambio los "quedados", no mueven el trasero en función
de otros, permanecen rijosos, marginales, a veces patéticos y trágicos,
muy de a ver pégame güey, se convierten en un problema si de
veras les pega, por ejemplo, la policía. No así como así
se chinga un hilo de la red, eso mueve demasiadas fibras, porque no tienen
nada que perder.
"O sea que para colmo sin son intocables. Con un carajo",
exclama el hombre del saco fino, atusándose la punta del bigote
que no tiene y dando una fuerte chupada a su puro de 500 pesos. "Quiénes
se creen, si no valen ni lo que este puro". Cuánta razón
le asiste, oh sí.
Ceros son a la izquierda, diletantes, teporochos de la
inteligencia, sanguijuelas, bufones, anarquistas, irresponsables. "¿Quién
los estará financiando?" llega a preguntarse el no-bigotón
del puro, quesque malicioso. Como si para pertenecer a esa calaña
se necesitara financiamiento, ni con el salario mínimo cuentan,
de milagro se salvan de la beneficencia pública y no obstante mírenlos,
tan quitados de la pena, riéndose de nosotros y del señor
del puro. Esa risa inútil, gratuita, es, aunque efímera,
su obra maestra. Pero nadie les aplaude. Sólo entre ellos se caen
en gracia.