ARROGANCIA Y AUTORITARISMO
Ayer la embajada
de Estados Unidos organizó una conferencia de prensa del
subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, Otto Reich, y
excluyó a este diario de ese encuentro. Más tarde, el
empleado que se encarga de la prensa en esa legación
diplomática, Arturo Montaño, interrogado por una
reportera de La Jornada sobre los motivos de la exclusión,
respondió literalmente: "por sus editoriales", en referencia a
lo que se publica en este espacio de análisis.
En una primera aproximación, la decisión de la
fuente informativa de marginar a La Jornada podría entenderse
como una deplorable incapacidad para comprender el sentido mismo de
los medios informativos y de las instituciones oficiales que, a
través de ellos, dan a conocer sus actividades al
público: entre ambos se establecen relaciones de trabajo que no
obligan, ni mucho menos, a estar de acuerdo; el deber de los primeros
consiste en no tergiversar ni adulterar las intervenciones que recojan
de las segundas; éstas, por su parte, tienen la elemental
responsabilidad de ofrecer a los medios, independientemente de sus
tendencias y sin exclusiones, la información que pertenece al
dominio público. Los desacuerdos y las diferencias de criterio
entre unos y otras --inevitables y hasta consustanciales al acontecer
informativo en un entorno democrático-- no tienen por
qué obstaculizar las relaciones de trabajo definidas en los
términos señalados.
Las
dependencias gubernamentales de Estados Unidos, incluso ahora que
están encabezadas por un hombre de luces tan escasas como
George W. Bush, conocen perfectamente bien esas reglas del juego. Por
ello, en las circunstancias políticas actuales, la Casa Blanca
o el Departamento de Estado no se atreverían a impedir el
acceso de los reporteros de The Washington Post, The New York Times o
The Boston Globe, por ejemplo, a una conferencia de prensa, por
más que el sentido de los editoriales de tales publicaciones
disgustaran --y con frecuencia disgustan-- a los miembros del grupo en
el poder. El intento por escamotear a segmentos de la opinión
pública información, que es asimismo pública,
sería un disparate y un contrasentido, y evidenciaría un
ejercicio faccioso y patrimonialista del gobierno.
Sin embargo, desde los atentados terroristas del 11 de
septiembre, el gobierno del país vecino se empeñó
en una ofensiva contra las libertades civiles, los derechos humanos y,
en general, la vigencia de la legalidad; es una ofensiva que corre
paralela a los confusos, sangrientos y criminales esfuerzos
bélicos contra lo que Bush llama el "terrorismo internacional"
y que puede no ser menos peligrosa y devastadora que las aventuras
militares: establecimiento de tribunales militares para juzgar a
sospechosos, eliminación discrecional de las garantías
individuales básicas --arrestos por tiempo indefinido por meras
sospechas, aislamiento de los cautivos, prohibición de contar
con un abogado, entre otras disposiciones-- e imposición de
medidas de censura. Varios altos funcionarios de Washington afirmaron
públicamente, y sin ningún pudor, que en lo sucesivo el
poder público estadunidense recurriría, en su "lucha
contra el terrorismo", a acciones de desinformación tales
como la divulgación de mentiras y datos adulterados y el
ocultamiento de hechos.
Esa embestida contra
la legalidad difícilmente podría explicarse como parte
de una estrategia antiterrorista; parece, más bien --y
así lo han señalado destacados intelectuales y
líderes civiles estadunidenses--, el aprovechamiento, por parte
del gobierno de Bush, de los condenables atentados del 11 de
septiembre para materializar sus designios y orientaciones
autoritarias, oscurantistas y totalitarias.
Con esos antecedentes en consideración, es
lógico suponer que el veto de la embajada estadunidense en
México no es sólo una reacción arrogante e
infantil contra los editoriales de La Jornada, sino también una
manifestación de las acentuadas tendencias totalitarias e
intolerantes del gobierno de Bush. Tal vez, para infortunio de la
sociedad estadunidense, no esté lejano el momento en que los
medios de prensa críticos empiecen a ser excluidos de las
conferencias de prensa oficiales de un gobierno que aún tiene
la cara tan dura como para proclamarse guardián mundial de la
libertad y la democracia.