Horacio Labastida
Tiene razón el rector De la Fuente
El rector Juan Ramón de la Fuente aseveró en la sala de sesiones del Consejo Universitario, ante la titular de la Sedeso, Josefina Vázquez Mota, que la discrecionalidad que maneja el gobierno sobre los montos del subsidio que año tras año otorga a las universidades causa gravísimos daños a la docencia, la investigación y la difusión cultural, ta-reas éstas centrales de la institución fundada por Justo Sierra durante las Fiestas del Centenario (1910). Como nunca se sabe el tamaño de la partida que se otorgará a la educación superior, resulta prácticamente imposible planearla de manera óptima a favor del cultivo de las ciencias y las humanidades, esto al margen de los graves obstáculos que se enfrentan en el propósito de abrir amplias puertas a un mayor número de estudiantes, porque los presupuestos no permiten financiar el aumento de cupos, aulas, laboratorios y publicaciones. El ejemplo está a la mano. Informó el rector que la semana pasada se registraron 75 mil aspirantes a las licenciaturas, y sólo hay alrededor de 7 mil plazas disponibles: una por cada diez solicitantes, situación que empeorará de acuerdo con estimaciones existentes: en adición a lo acumulado hasta 2001, en los próximos cinco años la demanda tendrá, mínimo, un millón 200 mil plazas más en el nivel profesional y cerca de un millón para bachillerato.
Ahora bien, el terreno vuélvese aún más pantanoso que la mera discrecionalidad en los subsidios universitarios, puesto que su notoria insuficiencia exhibe una censurable infracción de los mandamientos constitucionales. Este punto lo discutí en varias ocasiones con el distinguido secretario de Educación, Agustín Yánez, siempre conforme con mis tesis, y con el propio presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien me escuchó con atención, nada replicó y jamás hizo caso, en los hechos, a las argumentaciones que formulé durante las entrevistas que me concedió en aquellos años (1964-70). Debo aclarar que mi intervención en el problema se debió a solicitud del rector Nabor Carrillo, y también que la nobleza y sabiduría del entonces titular de Educación siempre apoyó los desesperados aumentos al subsidio que la universidad ha solicitado desde tiempo atrás, por cierto nunca logrados en términos reales durante las administraciones de Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz, sin exceptuar las comprendidas en los siguientes tres decenios, incluido el del actual presidente Vicente Fox. La batalla para obtener recursos que facilitaran el traslado de las facultades desde sus antiguas sedes a la flamante Ciudad Universitaria (1954-55) fue escabrosa y milagrosa. Ante el riesgo de que los edificios concluidos en las postrimerías del alemanismo se vieran ocupados en menesteres ajenos a la UNAM, el rector Nabor Carrillo acordó el cambio, y se hizo así entre sábado y domingo, amaneciendo un lunes con las aulas de los primeros años debidamente arregladas. Esto sucedía en una atmósfera de escasez en la tesorería universitaria y de muchas protestas de gentes incómodas por la supuesta lejanía de CU. Era necesario comunicar lo ocurrido al presidente por obvias urgencias presupuestales. La entrevista fue alentadora: el rector recibió las felicitaciones de Ruiz Cortines por haber ocupado Ciudad Universitaria, y al tratarse de los gastos emergentes se logró un apretado 50 por ciento de lo pedido con anterioridad. Este revelador instante fue punto de partida de lo que ahora es la Universidad Nacional Autónoma de México en su actual campus, cuya grandiosidad no fue angostada por el diminuto incremento gubernamental a los enormes gastos materiales exigidos por la entonces casi utópica Ciudad Universitaria.
Pero volvamos la mirada al problema jurídico. Cuando en 1929 el gobierno concedió autonomía a la universidad, lo que hizo en el fondo fue trasladar la suprema función estatal de educación superior a una institución que garantiza plena libertad en la enseñanza y un íntimo e indisoluble enhebramiento de ciencia y moral, a fin de formar generaciones comprometidas con la verdad y el bien, o sea responsables de elevar los valores espirituales del hombre, su dignidad, y disminuir la abyección del homo homini lupus. La conclusión salta de inmediato. Si la universidad cumple una función esencial del Estado, la educativa superior, el gobierno, simple aparato del Estado para ejecutar las funciones de éste, obligado está a dotarla de todos los recursos necesarios al cumplimiento de sus finalidades. Al no hacerlo, usa una discrecionalidad claramente transgresora de la letra y la teoría del artículo 3Ɔ constitucional, especialmente en sus fracciones vii y viii.
El rector De la Fuente tiene razón. La discrecionalidad que maneja el gobierno al asignar el subsidio universitario es arbitraria e inconstitucional y daña del mismo modo a la educación y al país en sus más altos intereses.