Arnoldo Kraus
Salud y medio ambiente
Pensar que el medio ambiente nos pertenece a todos es pensar bien. Pensar que el medio ambiente debería ser compromiso y obligación de todos es cierto, pero no real. Lo mismo sucede con la salud. Es la propia persona la que debe encargarse de su bienestar y de las vías para mantenerse tan sana como sea posible. Eso dicta la lógica, pero no la carga de la cotidianidad. Sólo individuos económicamente estables pueden preocuparse por su salud; el resto, los pobres y los demasiado pobres, se encuentra atrapado entre las tenazas de su miseria y la degradación del medio ambiente.
Salud y medio ambiente conforman un binomio natural. Cuando el segundo es dañado por el ser humano, las repercusiones sobre la salud individual o comunitaria son múltiples y, por supuesto, más profundas en quienes carecen de medios para proteger su salud. Cuando algunos eticistas, librepensadores, economistas o sujetos no enlistados ni casados con la mundialización se preocupan por tópicos como la clonación, la contaminación de aires y ríos, los alimentos transgénicos, las pruebas nucleares o el calentamiento de la Tierra lo hacen conscientes de que salud y medio ambiente son inseparables.
Se sabe, por ejemplo, que el deterioro de la naturaleza contribuye e incrementa la prevalencia de las enfermedades contagiosas, que cada año producen entre 20 y 25 por ciento de las defunciones a nivel mundial. Se calcula que anualmente mueren 12 millones de personas por el consumo de aguas sucias, mientras la contaminación del aire ocasiona 3 millones de defunciones. Aunque no se conocen con exactitud las cifras, las enfermedades infecciosas y parasitarias están vinculadas con alteraciones del medio ambiente y, en buena medida, son características del Tercer Mundo. Se dice, incluso, que ponen en peligro el desarrollo de estos países.
Los estudiosos calculan que aproximadamente 40 por ciento de las infecciones respiratorias agudas -causa frecuente de decesos en infantes y ancianos-, 90 por ciento de las enfermedades diarreicas y 90 por ciento de los casos de paludismo, podrían evitarse cuidando el medio ambiente. Sirva un ejemplo: la tala de bosques tropicales, propiciada por las grandes compañías trasnacionales y que llevan a cabo los aborígenes para sobrevivir, sobre todo en Africa, propicia el estancamiento del agua de lluvia, la cual se convierte en excelente caldo de cultivo para mosquitos. El paludismo, transmitido por un mosco, produce la muerte de un millón de personas anualmente e infecta a otros 300 millones. Esto, por supuesto, no sucede en los países ricos. No porque carezcan de bosques, sino por su interés desmedido en la productividad, su inconsciencia por el desmedro del medio ambiente y por quienes habitan esas áreas. Recuérdese la tragedia del Amazonas, la lucha de los ecologistas guerrerenses y los asesinatos o encarcelamientos de quienes protestaban contra la tala inmoderada de sus bosques.
Ese tipo de muertes, en las que el hacinamiento -tuberculosis-, la marginación -cólera, tifoidea-, los fenómenos migratorios -los desterrados diseminan en las nuevas poblaciones las infecciones propias de sus lugares de origen-, el incremento del transporte -los traileros a su paso dejan una estela de enfermedades de transmisión sexual incluyendo el VIH/sida-, así como los problemas de las familias numerosas -los menores de un año tienen al menos cuatro posibilidades más de morir que los vástagos de familias de clases medias- conforman un entramado en el cual los daños en el binomio salud y medio ambiente actúan bidireccionalmente. Los pobres, debido a su necesidad de sobrevivir, contaminan aguas, aires, bosques y el entorno cercano. De la destrucción del entorno lejano se ocupan las naciones interesadas en usufructuar las riquezas de los países pobres.
No hay rincón de la Tierra que no haya sido modificado por la actividad humana. La extracción de recursos crece sin cesar, pero no el manejo adecuado de desperdicios o contaminantes. Entre 1960 y 2000 la población se duplicó. Decir que las tierras se agotan, que los alimentos y el agua son insuficientes, es retratar la realidad. No basta hacer caso omiso del mandato divino que predica las bondades de la reproducción ilimitada. Además de reducir drásticamente la natalidad entre los más pobres, las preguntas esenciales competen a las naciones industrializadas. El siglo xx, modelo de riqueza intelectual y creativa, y ejemplo de deterioro social, odio y destrucción de la naturaleza, debe releerse y ser visto como una balanza en la que pesa la amenaza sobre la continuación de nuestra especie y esto no es un mero ejercicio de escepticismo.
El medio ambiente no es extensión de lo humano. En cambio, lo inverso es cierto. Aunque no existen modelos para saber "cuánto más nos puede soportar el globo terráqueo", la realidad es que los recursos se agotan, a la par que la contaminación aumenta y la salud de muchas comunidades sigue deteriorándose.