Luis Linares Zapata
Democracia recoleta
El PAN fue fiel a sus pulsaciones íntimas y resolvió la elección de sus dirigentes, según ha hecho desde su fundación: como un asunto entre familias. En esta ocasión triunfó el grupo que ha mantenido siempre el control de lo básico, aquel que responde a los intereses y posturas de los descendientes de los fundadores del partido y de un grupito adicional de aliados influyentes. Una vez más en esta cerrada ínsula partidista, que más parece una cofradía de allegados, se impusieron a la otra y más pequeña fracción de iniciados, que trata de incrementar su parcela de poder en el diseño y orientación del quehacer público de ese organismo de cuadros. Los ganadores, por ahora y dentro de los límites temporales que les da el pe-ríodo de su mandato, amarran una buena parte de los mandos y las oportunidades para decidir el asunto medular que los cohesiona: la designación de su próximo candidato a la Presidencia. Perpetúan así la continuidad de un clan que tiene conspicuos representantes (Diego) que accionan como voceros calificados, infantes prometedores (Calderón), celosos guardianes de las tradiciones (Alvarez) y otros más (Castro), que son intérpretes de la ética jurídica que debe guiar su conducta.
Pero esos ganadores de la recoleta contienda interna no han podido trascender el porcentaje histórico que les ha dado el elector mexicano (15 a 20 por ciento). Sólo sus alianzas con personajes externos son las que los han llevado al poder. Sólo Fox, considerado por ellos un arribista pragmático, largamente desdeñado, los introdujo, aunque a medias según sus propias apreciaciones, en Los Pinos. Mas no lo quieren ni le perdonan habérseles impuesto como candidato y conducido su campaña con la agrupación de sus amigos. Y no podrán, por tanto, amoldarse a las vicisitudes que la actual Presidencia les impondría de optar por mayor cercanía y sin las cortapisas que a cada rato anticipa Diego, y secundan algunos más para justificar sus resistencias. De esto los votantes se han ido enterando y ya lo han confirmado en las urnas intermedias (2001) que tan esquivas han sido con los panistas. Son ellos los únicos que han perdido tanto número de votos como porcentajes relativos respecto de los otros dos grandes partidos, el PRD y el PRI.
El PAN es, y así lo muestra a las claras su método interno de elecciones, un agrupamiento de cuadros. Los menos de 300 dirigentes que conforman su Consejo Político y, por tanto, deciden sobre los asuntos importantes del partido, poco, si no es que nada, tienen en común con las tribulaciones de las mayorías del país. Durante décadas, sus planteamientos y acciones estuvieron por completo separados de la realidad política de la nación. Esa tarea de acercamiento, comprensión, control, formación de la cultura política y hasta la rampante manipulación, corrieron a cargo de los priístas y de la izquierda mexicana. Fueron estos militantes los que establecieron puentes de entendimiento e intercambios continuos con las masas. De ahí sus distintas maneras de dirimir sus pasiones y divergencias internas.
A los panistas les preocupaba el deber ser de la política, su apego a los alcances y límites de la democracia formal, las buenas costumbres, la difusión de su evangelio particular del bien común, creencias y reflejos de una parte menor del electorado. Aun así, obtuvieron premios a su constancia y posturas muy por encima de las reales simpatías de la gente por ellos. Por eso y por años, el priísmo los acusó, con bastante razón, de ser el contra-PRI, el cacha votos de oposición. De esa inveterada práctica adquirió el grupo dirigente del PAN el método y el condicionamiento, para decidir sin tomar en cuenta a los votantes y menos aún sus necesidades, angustias y esperanzas. Hicieron y deshicieron de acuerdo con sus muy particulares intereses, mensajes a difundir y posturas, la mayoría de las veces arropados en valoraciones éticas y morales que copiaban a las sociales de la Iglesia Romana. Sin embargo, pudieron amasar una gran porción de lealtades y simpatías que los han situado como uno de los tres partidos importantes del panorama político nacional. Y, con seguridad, ahí quedarán hasta que sus métodos y normas establecidas los obliguen a mayor apertura. Hasta que el cambio en la sociedad les fuerce a tender efectivos y comprometidos puentes con grupos más vastos de los que tienen con la clase media urbana, los cristianos, medio informados y clasistas, que por ahora componen su voto duro.
Hasta que puedan procesar sus defectos, tropezones y hasta delitos que han ido dejando sembrados, sobre todo ahora que ya son gobierno. Tienen que absorber sus complicidades con el salinato, las experiencias de administraciones mediocres en gubernaturas y municipios, el sainete recurrente de sus mojigaterías, los abusos salariales de sus ediles y, lo que parece peor, los crímenes que se asoman en Atizapán. Realidades que obligan a otros métodos más participativos, menos controlados, para obtener su cacho de legitimidad.