Adolfo Sánchez Rebolledo
Encuentros cercanos
El presidente Vicente Fox se reunió en privado con los nuevos dirigentes del Partido Revolucionario Institucional, Roberto y Elba Esther. El encuentro, en casa de "un amigo mutuo", fue cordial, pero intrascendente, según la crónica oficial. Madrazo, más avezado en el arte de sacar raja a todo, transformó ese "acto social" en el primer hecho político de su presidencia. Los malintencionados, que nunca faltan, comprobaron que en verdad existe una línea de entendimiento más profunda entre el mandatario y los jefes recién electos del PRI.
Claro está que en una democracia que se precie de serlo, tales reuniones deberían ser frecuentes, pues nada sustituye el trato personal para aceitar las líneas de comunicación, incluso entre adversarios políticos que, sin embargo, deben coexistir en un ambiente de civilidad.
En este caso, no obstante, sorprende la absoluta falta de formalidad y la discreción excesiva para llevar a cabo un encuentro que debió realizarse a plena luz del día, en los recintos protocolarios del caso y con la información que la opinión pública merece para no levantar sospechas. Una vez más nuestros políticos demostraron su capacidad de pasar en un instante de las solemnidades más vacías al cuatachismo que iguala y minimiza diferencias o problemas.
Sin embargo, el tema de fondo es que ni el Presidente de la República ni el PRI son capaces de poner sobre el tapete las bases para un entendimiento democrático que no sea vergonzosa abdicación de sus respectivas propuestas.
El panismo llegó al gobierno declarando la guerra santa al pasado histórico de México, negando cualquier avance o progreso a lo largo del conflictivo siglo xx nacional. Al negar la continuidad histórica de las instituciones exigió una restauración, borrón y cuenta, un mundo virgen para desplegar sus innovaciones. Pero el foxismo comienza a aprender la lección de su propia experiencia y al cabo ciertas facetas del pasado comienzan a revaluarse con un dejo de envidiosa nostalgia. Fox echa de menos la facilidad con que el gobierno priísta enfrentó los duros años de la crisis y la modernización prácticamente sin tropiezos, sacando adelante las más profundas reformas que cambiaron al Estado mexicano sin graves dificultades.
Extraña, sin duda, la capacidad de sus antecesores para crear una coalición de fuerzas civiles y políticas dispuestas a apoyar la reforma modernizadora y la apertura sin grandes contratiempos y, sobre todo, sin poner en riesgo la gobernabilidad, a pesar de la estridencia de una oposición enérgica, pero sin alternativas.
Ahora Fox ve la gran oportunidad de tejer un compromiso que le dé la mayoría necesaria para sacar adelante las reformas pendientes y tiende puentes con sus adversarios. Puede ser que al final no consiga todo, como es natural, pero su posición habrá mejorado sustancialmente en un escenario que no parece sujetarse a ninguna regla. No es a Fox a quien perjudicará en definitiva un acercamiento estrecho con sus antiguos enemigos, pues al final se descubrirá que no lo son tanto.
El problema es del PRI, que no ha sabido o no ha podido hacer un balance crítico de su historia reciente, a menos que por tal se entiendan los pataleos de ahogado de sus últimas campañas. El priísmo tiene que admitir que el desplazamiento de los valores y principios de la Revolución Mexicana, el apartamiento de la justicia social, ya se habían dado mucho antes de que Salinas o Zedillo ocuparan la silla presidencial y que el proyecto neoliberal, al que ahora muchos se resisten, fue sostenido y defendido como la última palabra por varias camadas de altos dirigentes que ahora se rasgan las vestiduras. Mientras ese ajuste de cuentas no se produzca, el PRI seguirá hundido en una profunda crisis que no se resuelve ni siquiera ganando votos: es una crisis de identidad que afecta a su propio proyecto histórico.