Eric Hobsbawn (1)
La guerra y la paz en el siglo XX
El siglo xx fue el más sanguinario del que la historia
tenga registro. El número total de muertes causadas por o asociadas
a sus guerras se estima en 187 millones, el equivalente a más de
10 por ciento de la población mundial en 1913. Si situamos su inicio
en 1914, fue un siglo de guerra casi ininterrumpida, y hubo pocos y breves
periodos en los que no hubiera algún conflicto armado organizado
en alguna parte.
Estuvo dominado por guerras mundiales; es decir, por guerras
entre estados territoriales o entre alianzas de estados. El periodo transcurrido
de 1914 a 1945 puede considerarse como "una sola guerra de treinta años",
interrumpida únicamente por la pausa de los años 20 ?entre
la retirada final de los japoneses del lejano Oriente soviético
en 1922 y el ataque a Manchuria en 1931.
A este periodo le siguieron, casi inmediatamente, unos
40 años de guerra fría, que se apegan a la definición
que Hobbes hace de la guerra: "No sólo batallas o acciones de lucha,
sino un trecho temporal en el que el deseo de contender en batalla es lo
suficientemente conocido".
Es motivo de debate dilucidar si las acciones en que se
han involucrado las fuerzas armadas estadunidenses desde el final de la
guerra fría, en varias partes del globo, constituyen una
continuación de la era de guerra mundial. Sin embargo, no hay duda
de que los años 90 estuvieron plenos de conflictos militares, formales
e informales, en Europa, Africa, Occidente y centro de Asia. El mundo,
en su totalidad, no ha tenido paz desde 1914, y no hay paz ahora.
No obstante, el siglo no puede ser tratado como un solo
bloque, ni cronológica ni geográficamente. Cronológicamente
se ajusta a tres periodos: la era de la guerra mundial centrada en Alemania
(de 1914 a 1945), la de confrontación entre dos superpotencias (de
1945 a 1989) y la que siguió al término del sistema clásico
de poderes internacionales. Llamaré a estos tres periodos Uno, Dos
y Tres. Geográficamente, el impacto de las operaciones militares
ha sido muy desigual. A excepción de la Guerra del Chaco (1932-1935),
durante el siglo XX, no hubo en el hemisferio occidental (o continente
americano) guerras significativas entre estados (caso aparte son las guerras
civiles). Casi no ha habido operaciones militares entre enemigos que hayan
tocado estos territorios, de ahí el azoro ante los atentados contra
el World Trade Center y el Pentágono, el 11 de septiembre.
A partir de 1945 las guerras entre estados han desaparecido
de Europa, región que hasta entonces fue el campo de batalla más
importante. Aunque en el periodo Tres la guerra retornó al sureste
europeo, parece poco probable que haya alguna recurrencia en el resto del
continente. Por otra parte, durante el periodo Dos, las guerras entre estados,
no necesariamente desconectadas de la confrontación global, fueron
endémicas en Medio Oriente y en el sur de Asia. En Corea e Indochina
(al oriente y en el sureste asiático) ocurrieron guerras importantes,
surgidas directamente de la confrontación global.
Al mismo tiempo, áreas como la Africa subsahariana,
que habían permanecido poco afectadas por la guerra del periodo
Uno (a excepción de Etiopía, sujeta a una conquista colonial
por parte de Italia en 1935-1936), comenzaron a ser escenarios de conflicto
durante el periodo Dos y atestiguaron escenas de tremenda carnicería
y sufrimiento en el periodo Tres.
Hay otras dos características de la guerra en el
siglo XX que resaltan. La primera es menos obvia que la segunda. Al inicio
del siglo XXI nos encontramos en un mundo en el que las operaciones armadas
ya no están esencialmente en manos de los gobiernos o sus agentes
autorizados, y en el que las partes contendientes no guardan características,
status u objetivos comunes, excepto la voluntad de ejercer la violencia.
Las guerras entre estados dominaron tanto la imagen de la guerra en los
periodos Uno y Dos, que las guerras civiles u otros conflictos armados
al interior de los territorios de estados o imperios existentes quedaron
algo oscurecidos. Incluso las guerras civiles acaecidas en los territorios
del imperio ruso, después de la revolución de octubre y aquellas
ocurridas tras el colapso del imperio chino, podrían ajustarse al
marco de los conflictos internacionales, en tanto fueron inseparables de
éstos.
Por otra parte, América Latina puede no haber visto
ejércitos cruzar las fronteras nacionales durante el siglo XX, pero
ha sido el escenario de importantes conflictos civiles: en México,
en 1911; por ejemplo, en Colombia desde 1948, y en varios países
centroamericanos durante el periodo Dos. No es ampliamente aceptada la
idea de que el número de guerras internacionales disminuyó
con razonable fluidez desde mediados de los años 60, cuando los
conflictos internos comenzaron a ser más comunes que las luchas
entre estados. El número de conflictos ocurridos al interior de
las fronteras de los estados continuó aumentando, hasta estabilizarse
en los años 90.
Nos es más familiar el hecho de que la distinción
entre combatientes y no combatientes se ha erosionado. Las dos guerras
mundiales de la primera mitad del siglo implicaban a toda la población
de los países beligerantes; combatientes y no combatientes sufrían
por igual. En el curso del siglo, sin embargo, la carga de la guerra se
desplazó de las fuerzas armadas a los civiles, quienes no sólo
son víctimas, sino el objetivo de las operaciones militares o político-militares.
Es dramático el contraste entre la Primera Guerra
Mundial y la Segunda. Sólo 5 por ciento de quienes murieron en la
primera eran civiles. En la segunda la cifra aumentó a 66 por ciento.
Hoy, se supone que entre 80 y 90 por ciento de los afectados son civiles.
La proporción ha aumentado desde el final de la guerra fría,
ya que la mayor parte de las operaciones militares, desde entonces, es
efectuada no por ejércitos conscriptos, sino por cuerpos bastante
reducidos de tropas regulares o irregulares que en muchos casos hacen uso
de armas muy sofisticadas y cuentan con protección que reduce los
riesgos de tener bajas. Si bien es cierto que el armamento de alta tecnología
hace posible, en algunos casos, restablecer la diferenciación entre
lo que constituye un objetivo militar y uno civil, y como tal entre combatientes
y no combatientes, no hay razones para dudar que las principales víctimas
de la guerra continúan siendo civiles.
Es más, el sufrimiento de los civiles no guarda
proporción alguna con la escala o intensidad de las operaciones
militares. En términos estrictamente militares, la guerra entre
India y Pakistán ?que duró dos semanas?, en torno a la independencia
de Bangladesh, fue un asunto "modesto", pero produjo 10 millones de refugiados
en 1971. La lucha entre unidades armadas en el Africa de los años
90 contó, a lo sumo, con unos cuantos miles de combatientes mal
armados; sin embargo, produjo en su clímax casi 7 millones de refugiados
?cifra mucho mayor que en cualquier lugar durante la guerra fría,
cuando el continente fue el escenario de guerras sustitutas entre las superpotencias.
Este fenómeno no se encuentra confinado a las áreas
pobres o remotas. En algunos aspectos, el efecto de la guerra sobre la
vida civil se ve magnificado por la globalización, que hace depender
al mundo de un flujo ininterrumpido de comunicaciones, servicios técnicos,
entregas y abasto. Incluso una breve interrupción de este flujo
?por ejemplo, pocos días después del 11 de septiembre? puede
tener efectos considerables, quizá duraderos, sobre la economía
global.
Sería más fácil escribir del asunto
de la guerra y la paz en el siglo XX si la diferencia entre ambas fuera
tan tajante como se suponía a principios de ese siglo, en los días
en los que las convenciones de La Haya de 1899 y 1907 codificaron las reglas
de la guerra. Entonces se suponía que los conflictos ocurrían
entre estados soberanos. O, si sucedían en el territorio de un Estado
particular, los escenificaban partidos lo suficientemente organizados como
para que otros Estados soberanos les reconocieran su status beligerante.
Se suponía que podíamos distinguir tajantemente la guerra
de la paz: por la declaración de guerra o por un tratado de paz.
Se suponía que las operaciones militares distinguían con
claridad quiénes eran combatientes ?identificados por los uniformes
que llevaban o por otras señales de pertenencia a una fuerza armada
organizada? y quiénes civiles no combatientes. Era de esperarse
que, en lo posible, en tiempos de guerra se brindara protección
a estos civiles no combatientes. Siempre se entendió que estas convenciones
no cubrían todos los conflictos internacionales o civiles. Cabe
resaltar que no aplicaban en los casos de la expansión imperial
de los estados occidentales a regiones fuera de la jurisdicción
de los estados soberanos reconocidos internacionalmente, pese a que algunos
de estos conflictos (por supuesto, no todos) fueron conocidos como "guerras".
Tampoco eran aplicables en los casos de vastas rebeliones contra los estados
establecidos, como el denominado motín de la India, ni en las recurrentes
acciones armadas que acaecían en regiones situadas más allá
del control efectivo de los estados o de las autoridades imperiales que
nominalmente las gobernaban. Tal es el caso de los ataques y disputas entre
clanes en las montañas de Afganistán y Marruecos. No obstante,
la convenciones de La Haya continuaron sirviendo a modo de líneas
generales en la Primera Guerra Mundial. En el curso del siglo XX esta claridad
dio paso a la confusión.
Primero, la línea entre los conflictos interestatales
y aquellos ocurridos al interior de los estados ?es decir, entre guerras
internacionales y civiles? se tornó borrosa, porque el siglo XX
no sólo se caracterizó por sus guerras, sino por revoluciones
y por el desmembramiento de los imperios. Las revoluciones o las luchas
de liberación al interior de un Estado tuvieron implicaciones para
la situación internacional, particularmente durante la guerra
fría. En sentido opuesto, después de la revolución
rusa se hizo común que algunos estados intervinieran (como acto
de reprobación) en los asuntos internos de otros estados, por lo
menos en los casos en los que parecían no correr demasiados riesgos.
Así sigue siendo hoy.
Segundo, la clara distinción entre guerra y paz
se oscureció. Excepto en una que otra parte, la Segunda Guerra Mundial
no empezó con una declaración de guerra ni finalizó
con tratados de paz. A esto siguió un periodo tan difícil
de clasificar como guerra o paz en el viejo sentido, que tuvo que inventarse
el neologismo guerra fría para describirlo. La absoluta oscuridad
de las posturas a partir de la guerra fría puede ilustrarse
con el estado actual de las relaciones en Medio Oriente. Ni "guerra" ni
"paz" describen con exactitud la situación de Irak, desde la terminación
formal de la guerra del Golfo ?el país continúa siendo bombardeado
casi a diario por potencias extranjeras. Estos términos tampoco
definen las relaciones entre los palestinos y los israelíes o aquellas
de Israel con sus vecinos: Líbano y Siria. Todo esto es el legado
de infortunio que produjeron las guerras mundiales del siglo XX, pero también
la maquinaria propagandística de masas que adquiere más y
más poder, y el periodo de confrontación entre ideologías
incompatibles y apasionadas que introdujeron en la guerra el elemento de
la cruzada, comparable a lo visto en los conflictos religiosos del pasado.
Estos conflictos, a diferencia de las guerras tradicionales entre las potencias
del sistema internacional, se emprendieron en pos de fines no negociables,
tales como "la rendición incondicional". Definir la guerra y la
victoria como totales llevó a un rechazo de cualquier limitación
de la capacidad bélica que pudieran imponer las convenciones aceptadas
para las contiendas en los siglos XVIII y XIX ?incluida la declaración
formal de hostilidades. Los vencedores tampoco aceptaron que se limitara
su potestad de imponer su voluntad. La experiencia les había enseñado
que los acuerdos de paz suelen romperse.
En años pasados se complicó todavía
más la situación, debido a la tendencia a usar el término
"guerra" en la retórica pública para referirse a cualquier
despliegue de una fuerza organizada en contra de variadas actividades nacionales
e internacionales consideradas antisociales ?"la guerra contra la mafia",
por ejemplo, o "la guerra contra los cárteles de la droga".
La lucha por controlar e incluso eliminar tales redes u organizaciones
?incluidos los terroristas en pequeña escala? no es sólo
algo diferente de las grandes operaciones militares: se confunden también
las acciones de dos tipos de fuerza armada. Una ?llamémosle "soldados"?
se dirige contra otras fuerzas armadas, con el propósito de derrotarlas.
La otra ?llamémosle "policía"? se centra en mantener o establecer
los grados requeridos de legalidad u orden público al interior de
una entidad política existente, por lo común un Estado. El
fin de la primera fuerza es la victoria, algo que no necesariamente entraña
connotaciones morales. La segunda fuerza tiene el objetivo de entregar
ante la justicia a los transgresores de la ley, lo cual sí tiene
una connotación moral. Sin embargo, es más fácil establecer
dicha distinción en la teoría que en la práctica.
El homicidio perpetrado por un soldado en combate no constituye, en sí
mismo, un quebrantamiento de la ley. Pero, ¿qué pasa si un
miembro del ERI se considera parte de una fuerza beligerante, aunque la
ley del Reino Unido lo considere un asesino? ¿Fueron las operaciones
en Irlanda del Norte una guerra, como sostiene el ERI, o un intento por
mantener el orden del gobierno en una provincia del Reino Unido, ante la
amenaza de los transgresores? Dado que no sólo se lanzó durante
30 años o más una formidable fuerza policiaca, sino que se
movilizó contra el ERI a todo un ejército nacional, debemos
concluir que sí fue una guerra, pero administrada sistemáticamente,
como si fuera una operación policiaca, de tal suerte que se minimizaron
las bajas y la disrrupción de la vida en la provincia. Al final
hubo un acuerdo negociado; uno que, como es costumbre, no ha logrado traer
paz, sino a lo sumo una ausencia prolongada de enfrentamientos. Tales son
las complejidades y confusiones de la relación entre la guerra y
la paz al inicio del nuevo siglo. Las operaciones militares (y otras) en
las que Estados Unidos y sus aliados se hallan involucrados, ilustran muy
bien el punto.
Hoy, al igual que en todo el siglo XX, hay una total ausencia
de alguna autoridad global efectiva que sea capaz de controlar o resolver
disputas armadas. La globalización ha avanzado en casi todos los
aspectos ?en lo económico, tecnológico, cultural e incluso
lingüístico?, excepto en uno: política y militarmente.
Los estados territoriales continúan siendo las únicas autoridades
efectivas. Oficialmente existen unos 400 estados, pero en la práctica
sólo un puñado cuenta, y Estados Unidos es apabullantemente
el más poderoso. Sin embargo, ningún Estado o imperio ha
sido lo suficientemente vasto, rico o poderoso como para mantener su hegemonía
sobre el mundo político, no digamos establecer una supremacía
política y militar sobre el planeta. El mundo es enorme, complejo
y plural. No hay probabilidad de que Estados Unidos o alguna otra potencia
uniestatal concebible pueda establecer un control duradero, aunque así
lo deseara.
Una superpotencia única no puede compensar la ausencia
de autoridades globales, sobre todo porque faltan convenciones ?relativas
al desarme internacional, por ejemplo, o al control armamentista? lo suficientemente
fuertes como para que los principales estados las acepten voluntariamente
y se comprometan con ellas. Existen algunas autoridades, notablemente Naciones
Unidas, varios organismos técnicos y financieros como el Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio,
así como algunos tribunales internacionales. Pero ninguna tiene
otro poder efectivo que el que les confieren los acuerdos entre los estados,
o el apoyo de estados poderosos, o la voluntad particular de los gobiernos.
Por desgracia, no parece avizorarse cambio alguno en el futuro próximo.
Siendo que sólo los estados ejercen un poder real,
existe el riesgo de que tales instituciones internacionales se tornen ineficaces
o carezcan de legitimidad universal al intentar lidiar con ofensas tales
como los "crímenes de guerra". Pese a que las cortes internacionales
se establecen por acuerdo general (por ejemplo la Corte Internacional,
establecida el 17 de julio de 1998 por el Estatuto de Roma de Naciones
Unidas), sus fallos no necesariamente son aceptados como legítimos
o vinculantes, debido a que los estados poderosos están en posición
de desacatarlos. Un consorcio de estados poderosos podría tener
la fuerza suficiente como para traer a juicio a transgresores provenientes
de estados más débiles, y con esto quizá limitar la
crueldad de los conflictos armados en ciertas áreas. Sin embargo,
esto ejemplifica el ejercicio tradicional del poder y las influencias al
interior del sistema internacional, no el ejercicio de una ley internacional.
No obstante, existe una diferencia fundamental entre los
siglos XIX y XX. Ya no funciona la idea de que la guerra ocurre en un mundo
dividido en áreas territoriales que están bajo la autoridad
y competencia de gobiernos que poseen el monopolio de los medios para ejercer
un poder y una coerción de orden público. Nunca fue aplicable
en los países que atravesaban una revolución, ni en los fragmentos
de un imperio desintegrado, pero hasta hace poco la mayoría de los
regímenes poscoloniales o revolucionarios ?China fue la excepción,
entre 1911 y 1949? emergieron con suficiente rapidez como estados o regímenes
más o menos organizados y en funcionamiento.
Durante los pasados 30 años, sin embargo, el Estado
territorial ha perdido ?por diferentes razones? su tradicional monopolio
de fuerza armada, mucha de su anterior estabilidad y poder, y cada vez
más el fundamental sentido de legitimidad, o por lo menos de permanencia
aceptada, que permite a los gobiernos imponerle a ciudadanos dispuestos
cargas tributarias y conscripción. Hoy cualquier organismo privado
tiene a su disposición el equipo material para emprender hostilidades,
al igual que los medios para financiar una guerra particular. Es así
que ha cambiado el balance entre el Estado y las organizaciones particulares.
Los conflictos armados al interior de los estados se han
vuelto más serios y pueden continuar por décadas sin prospecto
alguno de victoria o arreglo: Cachemira, Angola, Sri Lanka, Chechenia y
Colombia. En casos extremos, como ocurre en algunas regiones de Africa,
prácticamente ha dejado de existir el Estado. O puede, como en el
caso de Colombia, ya no ejercer su poder en partes de su territorio. Incluso
en estados fuertes y estables ha sido difícil eliminar a los pequeños
grupos armados no oficiales, tales como el ERI en Gran Bretaña o
ETA en España. Lo novedoso de la situación está en
el hecho de que el más poderoso Estado sobre la Tierra, habiendo
sufrido un ataque terrorista, se siente obligado a lanzar una operación
formal contra una pequeña organización o red internacional
que carece de territorio y de un ejército reconocible.
¿Cómo afectan estos cambios el balance entre
la guerra y la paz en el siglo que comienza? Preferiría no hacer
predicciones en torno a guerras que tienen probabilidad de ocurrir, ni
acerca de sus posibles resultados. Sin embargo, tanto la estructura del
conflicto armado como los métodos para llegar a algún arreglo
han cambiado profundamente, por la transformación del sistema mundial
de estados soberanos. La disolución de la Unión Soviética
significa que el sistema de superpotencias ?que gobernó las relaciones
internacionales por casi dos siglos y, con contadas excepciones, ejerció
algún control sobre los conflictos entre estados? ya no existe.
Su desaparición removió la restricción principal que
tenían las hostilidades interestatales y la intervención
de los estados en los asuntos internos ajenos. Durante la guerra fría,
casi ninguna fuerza armada cruzó fronteras territoriales extranjeras.
Ya entonces el sistema internacional era potencialmente inestable, debido,
en gran medida, a la multiplicación de estados pequeños,
en ocasiones bastante débiles, que no obstante eran miembros "soberanos"
de Naciones Unidas. Llanamente, la desintegración de la Unión
Soviética y de los regímenes comunistas de Europa incrementaron
esta inestabilidad. Las tendencias separatistas de variada fuerza en supuestas
naciones-Estado, como Gran Bretaña, España, Bélgica
e Italia, bien podrían incrementar la inestabilidad. Bajo estas
circunstancias, no es sorpresa que a partir del fin de la guerra fría
haya aumentado el número de guerras transfronterizas y las intervenciones
armadas.
¿Qué mecanismos existen para controlar
estos conflictos o llegar a arreglos? Los datos registrados no son promisorios.
Ninguno de los conflictos armados de los años 90 terminó
con un arreglo estable. Que las instituciones, los supuestos y la retórica
de la guerra fría hayan logrado sobrevivir, ha mantenido
vivas las viejas suspicacias, lo que exacerba la desintegración
poscomunista del sureste de Europa y torna más difícil arribar
a soluciones duraderas en la región alguna vez conocida como Yugoslavia.
Estos supuestos de la guerra fría, tanto
ideológicos como de política del poder, tendrán que
ser abandonados si hemos de desarrollar algunas formas de controlar los
conflictos armados. Es también evidente que Estados Unidos ha fracasado
e inevitablemente fracasará en su intento por imponer un nuevo orden
mundial (del tipo que sea) mediante la fuerza unilateral. No importa que
en el presente haya tantas relaciones de poder alineadas en su favor, como
tampoco importa que tenga el respaldo de una alianza (inevitablemente cortoplacista).
El sistema internacional permanecerá multilateral
y su regulación dependerá de la capacidad de varias unidades
importantes para llegar a acuerdos, pese a que una goce de predominancia
militar. Ya quedó claro que el alcance de las acciones militares
emprendidas por Estados Unidos depende del acuerdo negociado con otros
estados. También es claro que el arreglo político de las
guerras, incluso de aquellas en las que está involucrado Estados
Unidos, no podrá derivar de la imposición unilateral, sino
de la negociación. En el futuro próximo no parece que haya
un retorno hacia la era en la que las guerras terminaban con la rendición
incondicional del enemigo.
Debemos repensar el papel de los organismos internacionales,
particularmente el de Naciones Unidas. Siempre presente, y llamándosele
con frecuencia, no tiene un papel definido en la resolución de las
disputas. Su estrategia y su operación están siempre a merced
de los cambiantes poderes políticos. La ausencia de un intermediario
internacional genuinamente neutral, que fuera capaz de emprender acciones
sin la previa autorización del Consejo de Seguridad, es el hueco
más evidente en el sistema de manejo de disputas.
Desde el final de la guerra fría la administración
de la guerra y la paz es algo que se improvisa. En los Balcanes, los conflictos
armados se frenaron por la intervención armada del exterior, y al
término de las hostilidades el sistema estatuido pudo mantenerse
gracias a los ejércitos de terceras partes. Esta suerte de intervención
de largo plazo la han aplicado por años algunos estados fuertes
en sus esferas de influencia (Siria y Líbano, por ejemplo). Sin
embargo, como forma de acción colectiva sólo la han utilizado
Estados Unidos y sus aliados (algunas veces con el auspicio de Naciones
Unidas, otras no). Hasta ahora, los resultados son insatisfactorios para
todas las partes. Compromete a quienes intervienen a mantener tropas indefinidamente,
a un costo desproporcionado, en áreas sobre las cuáles no
tienen particular interés y de las que no deriva beneficio alguno.
Los hace dependientes de la pasividad de la población ocupada, la
cual no puede garantizarse ?y si surge una resistencia armada, los pequeños
grupos de "pacificadores" tienen que ser remplazados por fuerzas más
numerosas. Los países pobres y débiles pueden resentir la
ocupación como recordatorio de los días de las colonias y
los protectorados, especialmente cuando buena parte de la economía
local se torna parasitaria de las necesidades de las fuerzas de ocupación.
No queda nada claro que de tales intervenciones pueda surgir en el futuro
un modelo general para controlar conflictos.
En el siglo XXI, el balance entre la guerra y la paz dependerá
no de diseñar mecanismos más efectivos de negociación
y manejo de conflictos, sino de la estabilidad interna y de la renuencia
a incurrir en acciones militares. Con pocas excepciones, no parece probable
que las rivalidades y fricciones entre estados ?que condujeron en el pasado
a conflictos armados? sigan el mismo camino. Comparativamente, hoy existen
menos disputas candentes entre los gobiernos en torno a sus fronteras internacionales.
Por otro lado, los conflictos internos se tornan violentos fácilmente:
el peligro de convertirse en una guerra deviene de la intervención
externa de algún otro Estado o de otros actores militares.
Aquellos estados con economías estables y florecientes,
con una distribución relativamente equitativa de sus bienes entre
los habitantes, tienen menos probabilidad de ser endebles ?social y políticamente?
que aquellos países pobres, inequitativos y económicamente
inestables. Un incremento dramático en la desigualdad económica
y social en un país o entre naciones reduce las posibilidades de
alcanzar la paz. Poner límites a la violencia armada interna o renunciar
a ella depende cada vez más, en lo inmediato, del poder y el desempeño
eficaz de los gobiernos nacionales y de su legitimidad a los ojos de la
mayoría de sus habitantes. Ningún gobierno actual puede dar
por hecho la existencia de una población civil desarmada o el grado
de orden público que priva hace mucho en grandes partes de Europa.
Ningún gobierno actual está en posición de menospreciar
o eliminar a las minorías internas armadas. No obstante, el mundo
se divide, cada vez más, en estados que son capaces de administrar
sus territorios y sus ciudadanos eficazmente ?incluso teniendo que encarar,
como lo hizo el Reino Unido por décadas, las acciones armadas de
un enemigo interno? y en un creciente número de territorios cercados
por fronteras internacionales reconocidas oficialmente, que tienen gobiernos
que van de la debilidad y la corrupción a la inexistencia. Estas
zonas producen luchas intestinas sangrientas, así como conflictos
internacionales como los que hemos visto en Africa central. No hay, sin
embargo, prospecto alguno que nos haga suponer una mejoría duradera
en tales regiones, pero un debilitamiento mayor del gobierno central de
países inestables, o una balcanización agudizada del mapa
mundial, sin duda aumentarán los riesgos de un conflicto armado.
Un pronóstico tentativo: la guerra en el siglo
XXI será menos sanguinaria que en el XX. Pero la violencia armada,
que produce pérdidas y sufrimientos desproporcionados, será
omnipresente y endémica ?ocasionalmente epidémica? en vastas
zonas del mundo. El prospecto de un siglo de paz es remoto.
Traducción: Ramón Vera Herrera.
(1) Historiador y economista inglés. Autor de Historia
del siglo XX, La era del capital y rebeldes primitivos. La primera
versión de este trabajo apareció en el London Review of
Books. Este texto se publica con la autorización del autor.
Este es el caso, por definición, en el que algunos
estados, a título individual, aceptan las leyes humanitarias internacionales
y unilateralmente ejercen el derecho de aplicarlas, en sus tribunales nacionales,
a ciudadanos de otros países ?como hicieron las cortes españolas
con el apoyo de la Cámara de los Lores británica, en el caso
del general Pinochet.