José Cueli
La feria de Sevilla
De un pueblo andaluz de labradores salió un día un joven llamado Curro Romero, cuyo toreo había de ser lo inasible. Diose a torear y toreó sin aturdirse con la técnica y el oficio. Ligó la vida con el toreo y sus inquietudes las tradujo en el redondel en un quehacer que, de tan natural y devoto, lo volvió único.
Curro Romero es un caso especial. No imitó a nadie ni tuvo preferencias hacia una escuela determinada. Toreaba como le salía del cuerpo y en algún momento, no siempre, como quería.
Curro Romero toreó en busca de la captación del espíritu, al palpitar en él un fino sentido receptivo, de receptividad estética que le dio su Sevilla natal, derivada de su profundo amor por esa tierra. En ese exceso de gravedad, ligó todo lo ingrávido, para que el espíritu no le pesara, no se palpara, no estorbara y poder expresar lo que de sus propias fuentes manaba con generosidad.
Tal fue a grandes rasgos en la opinión del que escribe la estética personal íntima del artista. Mas tal estética, al ser formulada en relación con los toros, ofrecía dificultades, al ser estos materia rebelde y presentar tenaces resistencias a la transparencia y la incorporeidad. Pero cuando las vencía, el toreo se volvía sutil, se esfumaba y aparecía la pureza con el sentido hondo -profundidad vital- de su torear callado, salpicado de la inquieta, brisa del Guadalquivir, saturado de aire a romero Semana Santa.
Ese aire que correrá como el símbolo de la plaza sevillana, cuando el próximo domingo, día de resurrección, Curro ya no esté y partan plaza José Tomás y El Juli, a disputarse el "trono" de la torería actual.