Soledad Loaeza
Mi casa no es su casa
Uno de los mexicanismos con mayor éxito internacional ha sido el saludo con que recibimos a nuestros invitados: "Está usted en su casa". A los americanos esta expresión les resulta tan inusual y conmovedora que la traducen siempre con un dejo de admiración como: "mi casa es su casa". En los así llamados nuevos tiempos mexicanos nos hemos colocado en una obvia contradicción: por una parte queremos proyectar a México al estrellato del liderazgo internacional, pero por la otra nos empeñamos en renunciar a la imagen de país hospitalario y generoso, dispuesto a compartir con amigos y desconocidos el pan y la sal, y hasta el techo si es necesario, sin importarnos demasiado su fortuna o su credo.
Ahora hemos abandonado los buenos modales del pasado, sin por lo tanto haber abandonado los malos modos, para decirle al presidente Fidel Castro en Monterrey: "mi casa no es su casa". Así lo invitamos implícitamente a regresarse por donde vino, algo que no podíamos hacer porque la fiesta de Monterrey no era nuestra, sino de Naciones Unidas, un foro que es por naturaleza universal. Es posible que si los organizadores hubieran sabido que íbamos a condicionar la entrada de los participantes en la conferencia a los distintos actos oficiales no habríamos obtenido la sede para la reunión.
El inesperado cambio en las reglas de la cortesía mexicana se podría justificar si el gobierno dijera que la fórmula aquella ha perdido validez porque mi casa ya no es mía, y no puedo andarla ofreciendo como si lo fuera. Si así lo ve la cancillería, entonces la situación que creó en Monterrey en torno a la presencia del comandante Castro sería apropiadamente descrita con la siguiente explicación: "mi casa ya no es mi casa, ni la de usted. Es de otros. Aquí estoy yo en calidad de huésped y por eso no me puedo permitir invitarlo a que se quede". Claro que tampoco podía desinvitarlo. Eso habría tenido que hacerlo el dueño de la casa o el de la fiesta. No obstante, estuvimos bien dispuestos a ahorrarle momentos incómodos al presidente Bush y a sus funcionarios. Como subordinado solícito que para distinguirse corre a prenderle el cigarro al patrón, apenas adivina el gesto con que busca la cajetilla, así nosotros acudimos atentísimos a garantizar el confort del jefe. Ni siquiera nos importó demasiado que se dejara atender distraídamente, mientras seguía platicando con sus amigos, a los que ve más o menos como sus iguales, de sus asuntos que además no son los del subordinado.
Una y otra vez el gobierno del presidente Fox se ha escudado en su legitimidad democrática para defender iniciativas diplomáticas que, nos dice, nos colocan en una posición de liderazgo internacional. No obstante, nada indica que la descortesía sea un instrumento de influencia diplomática. El tratamiento que recibió el presidente de la República de Cuba y líder de la revolución cubana, comandante Fidel Castro, puede ser aplaudido por algunos, pero es muy probable que ahora todos miren a México con cierta reticencia, si no es que con franca desconfianza, simplemente porque es un país que no respeta las reglas del juego diplomático. Difícilmente nos verán como líderes.
Si acaso el gobierno mexicano ha decidido involucrarse directamente en la transición cubana, la estrategia de confrontación que ha elegido es la contraindicada para desempeñar un papel constructivo en ese proceso. Identificados como acérrimos enemigos del castrismo los mexicanos no podremos servir de puente entre los interlocutores cubanos, no seremos escuchados como testigos imparciales y tampoco seremos una referencia interesante. Si la estrategia mexicana para participar en la transición cubana consiste en atacar al comandante Castro, tampoco podemos prever resultados positivos. Nada sugiere que la democracia cubana haya avanzado un milímetro gracias a la descortesía mexicana; tampoco hay señales de que haya disminuido la estatura histórica de Fidel Castro, que haya puesto al descubierto la responsabilidad del dictador o que haya restado alcance a la dimensión heroica de una figura que para muchos latinoamericanos y europeos encarna el comandante Castro, el único de los presentes en la reunión de Monterrey que tiene asegurado su paso a la historia.
Para bien y para mal, Fidel estará presente en los libros de historia del siglo xx, será un personaje central en la explicación de la trayectoria internacional y nacional de los países de América Latina después de 1959; algunos de sus discursos serán materia de análisis; algunas de sus frases han entrado ya en el glosario del imaginario político de la época. En cambio, nadie recordará a muchos de los que han querido medirse con él dejándolo con la mano tendida o dándole la espalda. Lo peor de todo es que este comportamiento pueril en muchos ha sido más un esfuerzo por quedar bien con los americanos que un acto de convicción o de dignidad. Es muy probable que cuando se reconstruya la historia del unilateralismo estadunidense estos gestos, si son registrados, lo serán como una muestra de la consolidación del imperio que merecerá tal vez una nota de pie de página.
Al igual que Winston Churchill, Mahatma Gandhi, Charles de Gaulle, y otros grandes líderes, Fidel ha conjugado con maestría el verbo resistir, que parece ser el único que deja una huella en la historia. El verbo resistir que, por cierto, parece que nosotros ya ni siquiera sabemos cómo se escribe.