Robert Fisk
La verdadera resistencia palestina
La noche del domingo se ordenó a los periodistas
salir de Ramallah. Es un viejo truco: siempre que el ejército israelí
quiere que dejemos de ver lo que se trae ente manos, pone en práctica
el más ridículo ejercicio de la ley marcial: la "zona militar
cerrada".
Por consiguiente, ayer lunes fue un buen día para
hacer lo contrario: ver en qué anda el ejército israelí.
Y bien que puedo ver por qué no quiere periodistas cerca.
Un
trabajoso descenso por una ladera cubierta de grava, no lejos de un retén
israelí; una ascensión sobre rocas y lodo y un aventón
al campo de refugiados palestinos de Al-Amari me han contado su propia
historia: una historia de civiles aterrorizados, de tanques rugientes y
niños que arrojan piedras a jeeps israelíes, como lo hacían
antes de Oslo y de todas las demás esperanzas falsas que los israelíes
y Yasser Arafat llevaron a la región.
Más que emprender una "guerra contra el terror",
los soldados israelíes parecían haber entrado en el terreno
de la ocupación, como hicieron en Líbano en 1982, cuando
las "zonas militares cerradas" eran tan comunes -e inútiles- como
el confeti. Los palestinos se ocultaban en sus hogares, con las cortinas
cerradas, y detrás de ellas miraban al exterior, aventurándose
de cuando en cuando a salir a un balcón para hacer señas
si avistaban a algún occidental. A veces se veía a un chico
correr de una casa a otra. ¿A qué edad, me pregunto, la guerra
se transforma de juego en tragedia?
Era un día gris, frío y húmedo para
una "guerra contra el terror", y la primera parte del viaje siguió
la pauta acostumbrada de farsa y miedo. Había buen número
de palestinos caminando por el sendero de grava hacia la vieja cantera,
al sur de Ramallah. Los israelíes conocen bien este atajo, por supuesto,
pero por lo general no se molestan en controlarlo. A decir verdad, fue
un oficial israelí del retén cercano de Kalandia quien el
domingo de Pascua me aconsejó con una sonrisa entrar a Ramallah
por esta vereda. Y más allá de un montón de piedras,
polvo y bloques de concreto -formado hace mucho tiempo por los israelíes-
encontré al chofer de un minibús, quien se ofreció
a llevarme al hotel Ramallah.
Por supuesto, era demasiado bueno para ser verdad. No
bien habíamos llegado al campo de refugiados de Al-Amari -que alberga
desde 1948 a los palestinos que huyeron de sus casas en lo que hoy es Israel,
y a sus descendientes-, el valor de los conductores se desvaneció.
Una mujer llamada Nadia y su hijo me ofrecieron una visita guiada por el
campamento. Había en las calles jóvenes de aspecto rudo,
vestidos con parkas y jeans, que observaban a todos lados del camino
y el callejón. Había niños que aullaban de emoción
y temor cada vez que un jeep de la policía fronteriza israelí
se acercaba hacia donde estaban. Todo el mundo aguardaba el inicio de la
incursión israelí.
Fue un médico quien se ofreció a llevarme
al centro de Ramallah, trayecto que realizamos con considerable ansiedad,
avanzando con lentitud por calles secundarias, y deteniéndonos de
prisa cuando divisábamos el cañón de un tanque que
sobresalía detrás de unos edificios de departamentos, apuntando
todo el tiempo hacia el cielo, hacia los helicópteros Apache
que cual avispas revolotean en parejas sobre la ciudad. Nuestro vehículo
brincoteó sobre las huellas que la oruga del tanque dejó
en el chapopote. Mientras más nos acercábamos al centro,
menos gente veíamos. El centro de Ramallah es una ciudad fantasma.
En esto, pues, ha venido a desembocar el acuerdo de Oslo.
Hubo las acostumbradas acusaciones de vandalismo en las casas y otras más
perturbadoras de robos cometidos por las fuerzas de ocupación -"provocaciones
sin fundamento difundidas por la Autoridad Nacional Palestina" es la respuesta
de Tel Aviv, que causaría mejor impresión si no fuera porque
los soldados israelíes robaron automóviles y cometieron actos
de vandalismo en casas durante la invasión del sur de Líbano
en 1982. Luego llegó, para los pocos periodistas que nos encontrábamos
en el hotel Ramallah -y para un puñado de "activistas", franceses
e italianos en su mayoría, entre los que había profusión
de aretes y bufandas palestinas, y uno llevaba un anillo en la nariz-,
el momento que aunó intenso drama y comedia extrema.
Un tanque Merkava, rugiendo como león, se
acercó lentamente al frente del hotel y allí, poco a poco,
dirigió su cañón hacia la puerta principal. Los pacifistas
se retiraron hacia la recepción, gritando a los reporteros que salieran
al camino levantando sus pasaportes por arriba de la cabeza.
Supongo
que en eso consiste la ocupación de Ramallah. Todo el día
las calles vibraron con el ruido del armamento pesado. Entre conjuntos
habitacionales y villas veíamos los Merkavas avanzar estruendosamente
entre los árboles o salir del camino para entrar en los campos.
En una colina, arriba de la ciudad, otro tanque estaba estacionado sobre
el lodo, apuntando con el cañón hacia el incendiado cuartel
donde Arafat se encuentra prisionero. De cuando en cuando el chasquido
de un rifle era seguido por el bramido de una granada o el tableteo de
una ametralladora. Y luego un mundo vacío volvía al canto
de los pájaros y al débil zumbido de los Apaches en
las alturas.
Como quedaba poco tiempo para el anochecer, salir de Ramallah
resultaba más tragicómico que entrar. Con un pequeño
grupo de periodistas franceses e italianos caminamos trabajosamente por
más de una hora antes de que nos diéramos cuenta de que estábamos
perdidos. Conforme a su naturaleza, la guerra puede ser una criatura surrealista:
allí estábamos, casi de noche, avanzando todos sonrisas hacia
dos tanques israelíes cuyos atemorizados tripulantes se apretujaban
entre sus vehículos y abrían sus raciones de comida lista
para consumir. Menos surrealista -mucho más real, de hecho- era
el tanque Merkava que llegó una hora después por una
vereda. Muchos pasaportes euro-peos salieron a relucir y muchas señas
tímidas se hicieron antes de que la escotilla volviera a bajar y
la bestia se alejara a 30 kilómetros por hora, envuelta en una niebla
azul de piedras que salían disparadas.
Y pese a todo ello, durante nuestro viaje de diez kilómetros
hacia las afueras de la ciudad, familias palestinas salían a hurtadillas
de sus casas para hacernos señas y ofrecernos café. Un niño
corrió por un baldío, persiguiendo un caballo, y un grupo
de familias caminaba con cautela entre las casas, atento al menor indicio
de los israelíes. Un anciano, con amplia sonrisa, conducía
una mula por un camino secundario. Y me di cuenta de que ellos, esas personas
comunes y corrientes, las familias, el anciano y el niño del caballo,
son la verdadera resistencia palestina a los israelíes: los que
se niegan a ser intimidados y siguen con su vida cotidiana.
Así que si esto es una "guerra contra el terror",
resulta difícil saber quiénes eran ayer en Ramallah los más
aterrorizados: los palestinos, o los soldados israelíes que han
ido a la guerra por órdenes de Sharon.
Traducción: Jorge Anaya
© The Independent