Ilán Semo
La norteamericanización de Europa
A lo largo del siglo XX, Estados Unidos, casi sin descanso, promueve y capitaliza las contradicciones, los conflictos y las guerras entre los países europeos, siempre de manera inédita e imprevisible. En 1917, Washington ingresa tardíamente a la Primera Guerra Mundial. Comparada con la devastación europea, la proporción de sus pérdidas es mínima. Primero financia la polarización y ahonda las diferencias, después es la única potencia capaz de cobrar los saldos vencidos. Más tarde, cuando el fascismo alemán desconoce los tratados de Versalles, la Casa Blanca se regocija. Una Europa dividida es una Europa débil. En el periodo que separa las dos guerras, la expansión estadunidense emplaza y desplaza al imperio colonial británico, que decae. No sin razón, Lorenzo Meyer ha visto en ese reordenamiento político y económico una de las múltiples circunstancias (internacionales) que hicieron posible la expropiación petrolera en México en 1938.
En la Segunda Guerra Mundial, Roosevelt muestra que el pragmatismo es algo más que una visión circunstancial de una cultura política que a veces, a primera vista, se antoja provincial. A diferencia de Alemania, en ningún momento se lanza a un frente de batalla de alto riesgo. Cierto, las tropas del tío Sam combaten con dificultades a los japoneses, pero sólo ingresan al viejo continente cuando los estados europeos están en ruinas. La historia anglosajona llama a este tardío despliegue un acto de liberación. También fue un ejercicio de ocupación. Lo único nuevo en el Plan Marshall en materia de "políticas de financiamiento" consistió en una versión primaria del "crédito a la palabra". De él provinieron los fondos para la reconstrucción europea, pero sobre todo para el renacimiento de la industria alemana. Europa liquidó con creces cada uno de los préstamos, y Estados Unidos hizo, probablemente, el mayor negocio del siglo XX. A cambio, Alemania quedó exonerada del pago de reparaciones de guerra a los países que devastó (con excepción, en cierta medida, de Israel). Cierto, en los acuerdos de Potsdam flota el amargo recuerdo de los tratados de Versalles.
Hoy sabemos que el acercamiento entre Estados Unidos y Europa durante la era de la guerra fría fue un fenómeno más esencial y complejo que el de una alianza circunstancial provocada por la partición bipolar de la geopolítica mundial. En las profundidades de ese encuentro se halla la fábrica económica, institucional y cultural del mundo unipolar que emergió gradual aunque aceleradamente después de la desaparición de la Unión Soviética. Eso que Negri ha llamado cinematográficamente el "Imperio".
Lo que asombra en la Europa de hoy es que la mayor promesa (fallida y patética) de una nueva política de centro-izquierda, Tony Blair, se comporte exactamente igual que la extrema derecha de Berlusconi en Italia o que el centro-derecha de Aznar en España. Más que primeros ministros de sus respectivos estados, cada día se asemejan más a los miembros de un gabinete informal que se extiende desde Washington hasta las entrañas de Europa. Sería absurdo afirmar que se trata de simples subalternos. Cada uno representa un poder político y económico que, junto con el de Francia y Alemania, podría imaginar una Europa que piensa por sí misma. O tal vez, y a manera de hipótesis, ese nuevo centro unipolar ha empezado a constituir un poder ejecutivo informal, sin instituciones claras, que a falta de otra definición podría llamarse simplemente atlántico (parafraseando a la OTAN).
La norteamericanización de Europa, y ello denota no sólo la expansión de la hegemonía estadunidense, sino la reproducción del tipo de relaciones que Estados Unidos sostiene en la geopolítica de América del Norte, frente a México y Canadá, es un proceso que ha alcanzado terrenos más sensibles y esenciales que los de la convergencia política.
Imposible entender, por ejemplo, la actitud europea hacia la guerra en Afganistán sin recordar que el racismo interno de los europeos hacia las comunidades árabes y musulmanas que habitan en sus ciudades es tan radical o más que el que se profesa en Estados Unidos contra negros y latinos. Las sociedades europeas se asemejan, por sus desgarramientos étnicos, cada día más al american way of life.
Entre Europa Occidental y Europa Oriental ha empezado a desarrollarse una "frontera mexicana". Dos mundos separados por la diferencia de pasados, economías y percepciones del futuro.
De Tocqueville, Marx, Bakunin creyeron, en el siglo XIX, que la esperanza de una nueva sociedad se hallaba de este lado del Atlántico. Jamás se imaginaron que la "cultura" estadunidense habría de ingresar por el lado más desgarrador a ejercer sus paradigmas sobre el imaginario europeo.