"Cuando se fue Tláloc llegó la de malas"
El 16 de abril se cumplen 38 años de su traslado; aún hay pesar en Coatlinchán
MARIA RIVERA
San Miguel Coatlinchán está habitado por los recuerdos y la culpa. Es la viva imagen de la desesperanza. Todas las pláticas comienzan y terminan sobre el 16 de abril de 1964, cuando un enorme camión se llevó a Tláloc, el dios de la lluvia, al Distrito Federal. De nada sirvió que se rebelaran todos, los del pueblo y los de las comunidades de la sierra, para impedir su salida. No hubo modo. No era época para rebeliones. La candidatura de Gustavo Díaz Ordaz presagiaba tiempos duros. El Ejército entró y puso fin a la revuelta.
Luego las autoridades negociaron con el gobierno la piedra de los tecomates, como llamaban a la escultura, a cambio de escuelas, fuentes de trabajo y hasta un museo para resguardar las piezas que surgen a cada paso en lo que fuera la sede de los acolhuas, una de las principales culturas de Mesoamérica.
Llenos de promesas y de impotencia vieron cómo aquella fría madrugada los soldados acordonaron la carretera para que saliera el vehículo con "El que yace sobre la tierra", que es lo que significa en náhuatl la palabra tláloc. "Fue una ocupación militar", aceptó en Excélsior el comandante de aquellas tropas.
Muchos no lo aceptaron. Viejas fotografías muestran a hombres, mujeres y niños corriendo detrás del camión hasta que se perdió en el horizonte. Regresaron al pueblo sin aliento, sintiéndose más desamparados que nunca. Por la noche se arremolinaron frente a las pocas televisiones que había para ver el apoteósico recibimiento al dios en la capital. Desde entonces, aseguran, llegó la de malas. Dejó de llover. "Nomás se cargan las nubes šy para México! Ha de ser porque lo dejamos ir", susurran. Muestran pequeñas semillas de maíz y de frijol como prueba de la falta de agua. "En cambio, allá hasta se les inundan las calles..."
Casi cuatro décadas después es obvio que la mayoría de aquellas promesas quedaron incumplidas. Aunque apenas median dos kilómetros entre el pueblo y la carretera Texcoco-Lechería, es como si una distancia interminable lo separara del mundo. La mirada de los visitantes sólo se detiene en la iglesia del siglo XVIII, el resto no tiene comienzo ni fin. Unos escuálidos pinos y unas cuantas bancas hacen las veces de parque. Tiendas de forrajes, depósitos de cerveza y puestos de raspados rodean el centro. Las paredes anuncian como próximo gran evento a unos imitadores de los personajes de El Chavo del Ocho y una casa de cambio de dólares y money orders de Texcoco.
Hay una creciente migración. Los hombres jóvenes se empezaron a ir de uno en uno "al otro lado" y hoy sólo se ven por las calles mujeres, niños y ancianos. El pasado es la única realidad que le queda a este pueblo que, según la versión oficial, "donó generosamente" su más querida posesión al Museo Nacional de Antropología.
Además, advierten, ahora se cierne sobre ellos una nueva amenaza: la construcción del nuevo aeropuerto de la ciudad de México. Aunque sus tierras no se verán afectadas directamente sienten que su cultura terminará arrasada. No sólo pasarán a su lado enormes vialidades, sino que llegará "gente de afuera", personas que no recuerdan las épocas en que lo verde estaba ahí, nomás al salir del pueblo, ni vio la sierra cercana poblada de árboles, antes de que los acabaran los taladores.
Es gente que no observó cómo por la cañada de Santa Clara, donde yacía la figura teotihuacana, corría tanta agua que era una de las principales fuentes de alimentación del lago de Texcoco. Que no sabrá que en torno al dios de la lluvia se congregaban todos, familias que iban a pasar el rato, enamorados que se le encomendaban y los campesinos que le pedían protección para sus cosechas.
La "gente de afuera" no entenderá por qué esta comunidad tiene tan presente al dios en la memoria. No sólo porque era una fuente de ingresos para el pueblo, ya que nunca faltaban turistas que lo visitaran, sino que además aquel interés hacía sentir importantes a los pobladores, únicos, dueños de una identidad. Pero esos recién llegados los verán como son ahora, pobres y sin horizontes, y no como herederos de una gran cultura. Pero qué le van a hacer si ya no hay quien los ampare ni vea por ellos.
El monolito simbólico
Desde siempre la escultura construida entre los siglos IV y VI dC, el monolito más grande de América, de 165 toneladas, atrajo la atención no sólo de los pobladores del rumbo sino de los investigadores. Hasta inicios del siglo pasado en que Leopoldo Batres, durante una expedición lo identificó como Tláloc, dios de la lluvia y el trueno, se consideró que representaba a Chalchiuhtlicue, diosa del agua.
Por entonces el gobierno de Porfirio Díaz también trató de sacarlo por ferrocarril, pero desistió por las dificultades que implicaba. Sesenta años más tarde no hubo poder humano que impidiera su traslado. Y ahora surgen voces que no se resignan. Una de ellas es la de la profesora Guadalupe Villarreal. Desde niña tuvo un especial apego al dios. Sus mayores le enseñaron a respetarlo.
Un día, cuando estaba en la secundaria, escuchó por primera vez que la querían trasladar a la capital. Tiene presente la reacción de los adultos. "ƑCómo que se la van a llevar? šNo vamos a dejar! Si mueven esa piedra se va a acabar el pueblo". En ese entonces corría la versión de que era un tapón del mar y que al quitarla todo se inundaría.
La profesora recuerda que desecharon aquel comentario hasta que a finales de 1963 vieron cómo empezó a llegar maquinaria. Esta vez sí venía "el gobierno" por la piedra. En los últimos días de febrero de 1964 tuvieron que enfrentar la verdad. Tras una compleja maniobra, grúas especiales elevaron la escultura, dejándola lista para la mudanza. Entonces, San Miguel Coatlinchán se rebeló.
"Aquí, cuando se toca la campana, es que hay una urgencia. Y una noche la campana no dejó de sonar -continúa GuadalupeVillarreal. El pueblo se volteó. Cerraron los caminos. Sólo los vecinos podían entrar o salir. Y entre todos destrozaron los tráileres que transportarían la escultura.
"Allá, en la cañada, la cosa estaba peor. La gente de la montaña llegó con hachas, machetes o con lo que pudo, y se dieron a la tarea de romper los cables de acero que suspendían a Tláloc. Hasta que lo bajaron. De paso robaron cargas de dinamita, por si se llegaban a necesitar."
Al día siguiente el Ejército tomó el pueblo. Y ahí se quedaron hasta que se lo llevaron. Pese a los interrogatorios, la dinamita nunca fue devuelta. Como seguía la resistencia, en unos cuantos días les construyeron una escuela y un centro de salud.
Uno de los medios que consignó aquella rebelión fue la revista Siempre. "Tláloc desató la tormenta", tituló. El testimonio de Andrés Reyes, poblador de San Miguel, era implacable: "Puede ser que por las venas de muchos de nosotros todavía corra sangre de los antepasados que hicieron la escultura. Está bien la arqueología y todo lo que quieran, pero el Tláloc es del pueblo. Somos tan pobres que no queremos perder esa riqueza. No le sacamos dinero, pero nos sentimos menos pobres con él".
El Universal relata que el día anterior al traslado hubo gran movimiento en el poblado. "Los moradores permanecieron todo el día ante el enorme monolito, contemplándolo. Mujeres, especialmente ancianas, lloraban y suplicaban, como último intento para que no lo sacaran de ahí."
El 16 de abril se consumaron los hechos.
"Como a las ocho de la mañana salieron los camiones con él -recuerda Villarreal. No pudimos acercarnos, porque los soldados nos encañonaron. Cuando los camiones llegaron a la carretera le metieron a todo lo que daban, que no era mucho porque la piedra pesa bastante. Lo seguimos corre y corre por entre los montes gritando: šNo se lo lleven! šEs nuestro!
"Alcanzamos a llegar hasta Cuautlalpan, pero ya no era posible hacer nada. ƑQuién se iba a poner con el gobierno? Nos regresamos con las cabezas gachas. En la noche vimos por la televisión cómo llegaba al Distrito Federal. Era de nosotros, pero ya no estaba en nuestras manos. Al otro día Coatlinchán se murió. Ya no era el pueblo famoso al que venía gente del extranjero. Ya no era nada."
Recuerdo del saqueo
Lo que pasó aquí fue un saqueo, resume el ingeniero Miguel Rivera, otro de los personajes del pueblo que trata de mantener viva la memoria. "El lugar de la deidad es éste". Señala a su alrededor, a la cañada de Santa Clara, donde permaneció durante siglos la escultura. "Hemos hecho intentos por recuperar la roca -enfatiza-, porque además allá, en el DF, está abandonada, degradándose. También hemos pedido que se construya un museo que albergue las piezas que hay por aquí, y nada. Incluso hubo un proyecto para realizar un centro ceremonial en este lugar, pero también fue olvidado".
Inaugurado en 1964, el Museo Nacional de Antropología, como suprema concesión, se otorgó a los habitantes de San Miguel la entrada gratis a las instalaciones. A veces van a ver a su Tláloc, pero no ganan para tristezas, comentan. Lo ven desmejorado, creen que la contaminación no le sienta bien. Incluso aseguran que se está haciendo chiquito, que ya no tiene la imponente presencia de antaño, cuando yacía recostado en el lecho del río.
Pero no todo está perdido. Coatlinchán tienen un secreto que no pretenden ocultar, que, por el contrario, es como si quisieran que todos lo supieran. Cuentan que hay otro monolito oculto en sus tierras, pero esta vez no dirán a nadie de fuera dónde está. No lo han visto directamente. Pero su padre les contó cómo lo encontró en el monte, un tío sabe dónde se encuentra, un amigo conoce su ubicación, un conocido les dijo cómo era. Pero seguro que ahí está.
Hay dos versiones sobre el asunto. Una dice que a quien tienen escondida es a la diosa Chalchiuhtlicue, esposa de Tláloc. Otra, que es ni más ni menos el dios de la lluvia con el que se quedaron.
La socióloga Patricia Muñoz, de la Universidad de Chapingo, explica que ante el despojo material y cultural que sufrió el pueblo, se tuvo que construir el mito de que no era una deidad, sino dos. "Lo que pretenden decir es que nuestra comunidad no perdió. Nos quitaron uno, pero nos quedamos con otro. A través de la construcción mitológica es como ellos recuperan lo perdido. La gente está proveyéndose de elementos de identidad que quieran o no con el monolito se fueron".
La versión de que en realidad les quitaron a la diosa del agua y no a Tláloc, Patricia Muñoz la explica así: "Se llevaron la equivocada. Tenemos al verdadero dios. Nos despojaron, pero nomás tantito".
El arqueólogo Luis Morett, director del museo de la Universidad de Chapingo, lo resume de este modo: "Con esta construcción lo que la gente de Coatlinchán quiere decir es algo muy importante: nos despojaron, pero no por completo. Nos jodieron, pero no por completo".