Guillermo Almeyra
Argentina, de frente y de perfil (I)
Argentina es uno de los grandes países "emergentes" (dependientes), y en él, desde los años 30 del siglo pasado, se combinan todas las lacras del capitalismo moderno con las de su posición semicolonial. Es así, sin duda, un país de gobiernos y políticos corruptos (conservadores desde 1930 hasta 1943, peronistas hasta 1955, militares hasta 1974, de nuevo peronistas hasta 1976, militares desde esa fecha hasta 1983, radicales y peronistas desde entonces).
Es también un país que, políticamente, siempre optó, votándolas mayoritariamente de modo aplastante, por variantes capitalistas liberales -la Unión Cívica Radical y el Partido Peronista, después Justicialista-, las cuales tenían en común la idea de la unidad nacional, o sea, de la alianza entre sectores de las clases dominantes y los sectores obreros y populares. Es un país donde los más ricos de las llamadas clases medias se sentían (para decirlo con palabras de Borges) "europeos exiliados en América". Si bien entre los trabajadores el nacionalismo tenía un fuerte matiz antimperialista, en las otras capas era conservador y potencialmente racista, pues diferenciaba al país "blanco" del resto del continente, y Perón llevaba a aspirar a ser potencia o, por lo menos, el primero de los lacayos del imperio. La doctrina de seguridad nacional tocó así la tecla de la lucha contra lo "antiargentino" y la dictadura militar volvió a tocar esa tecla nacionalista durante el Mundial de Futbol e hizo su aventura de las Malvinas (consiguiendo momentánea popularidad).
La izquierda tradicional (socialistas y comunistas), incapaz de entender el problema nacional y de diferenciar el nacionalismo de los trabajadores del de las clases dominantes, jamás tuvo influencia en la nueva Argentina, que nace en los 40 del siglo pasado, de la emigración interior y la industrialización. La izquierda no tradicional (trotskistas) logró influencia sindical y social, pero no cultural, debido a la combinación entre, por un lado, su dogmatismo y sectarismo (que trataba de hacer encajar la realidad argentina en los escritos de los clásicos marxistas y el ejemplo de la Revolución Rusa) y, por otro, el nacionalismo de los trabajadores y su confianza en el peronismo (o sea, el verticalismo del aparato estatal protector), con la promesa del ascenso social dentro del sistema. La confianza en éste se expresó en la popularidad de Menem en el momento mismo en que destruía el país y en su relección, así como en la confianza en la falsa imagen de poder, seguridad y prosperidad que daba la ficción de la paridad peso-dólar.
Esa Argentina, sin embargo, más que ningún otro país latinoamericano o dependiente, estuvo marcada desde fines de la Primera Guerra Mundial por la autorganización de los trabajadores en poderosos y combativos sindicatos, por la Semana Trágica en 1918 (una huelga transformada en insurrección que costó miles de muertos obreros); por la democratización de las universidades y del país mediante la lucha por la reforma universitaria de 1918, ejemplo para toda América; por la rebelión armada de los peones de la Patagonia; por las huelgas de los forestales; por la creación de grandes sindicatos unitarios de masas en 1935; por la huelga general y la ocupación de Buenos Aires el 17 de octubre de 1945, que devolvió el gobierno al derrocado, preso y claudicante Perón; por la lucha estudiantil-obrera en defensa de la educación laica, que impidió que el gobierno de Frondizi diera la enseñanza pública a la Iglesia.
Por la resistencia obrera antidictatorial después de 1955, con sindicatos clandestinos y a golpes de huelgas generales, la insurrección obrera popular del cordobazo, el rosariazo, el tucumanazo, que llevó a la dictadura militar a traer de regreso a Perón como bombero; por el rodrigazo, que hundió la política de ajuste del último gobierno peronista e hizo que el mismo llamase a los militares en 1976; por la resistencia armada y popular contra la dictadura genocida que costó al país más de 30 mil muertos y desaparecidos y cientos de miles de exiliados.
Eso es lo que caracteriza a la Argentina moderna, incluso en el periodo que acaba de hundirse en diciembre del año pasado. Es una Argentina con la intervención constante de amplios sectores populares, cuya fuerte lucha de clases por la democracia social y cuya combatividad no correspondían, sin embargo, a una conciencia política anticapitalista. Es una Argentina diferente a otros países (salvo Bolivia, donde los mineros y los estudiantes forjaron el programa anticapitalista de Pulacayo) porque los movimientos sociales produjeron programas de un doble poder, como los programas sindicales revolucionarios de Huerta Grande y La Falda en 1956, o los Cuadernos Técnicos de obreros y estudiantes, peronistas y no peronistas, durante el gobierno peronista de Héctor Cámpora (defenestrado por Perón).
En Argentina ha existido por decenios la tendencia a crear órganos de poder dual y a buscar soluciones alternativas sobre la base de las movilizaciones, sin depender de las instituciones (a pesar de que se creía en el régimen y en el Estado).
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