Luis González Souza
Antiutopía destripada
Cada vez se aclara más la (anti)utopía de los centros imperiales de nuestro tiempo y de sus pajecillos periféricos o tercermundistas. Antihistórico metafísico y bien mariguaneado, su mayor deseo es un mundo congelado, una humanidad abúlica y paralítica. Ya no es un problema sobre las "vías del cambio", sino del cambio mismo. La divisa del imperio contemporáneo, con los halcones estadunidenses (e israelíes) a la cabeza, es "que nada cambie, que nada se mueva", sea por cauces revolucionarios o inclusive reformistas. Y si de plano el cambio se muestra imparable, entonces que sólo pasen los cambios regresivos, cangrejeros. Ello anuda las dos grandes noticias de esta quincena anterior: 1) la nueva travesura golpista de Estados Unidos contra el legítimo (y ahora revigorizado) gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, y 2) la nueva embestida contra Cuba so pretexto de los derechos humanos, ahora con una hueste de porros y golpeadores que increíblemente incluye al gobierno de México.
La utopía desarmada, pontificialmente se intituló el pretencioso libro escrito hace unos 10 años por el entonces candidato a canciller (y mucho más) en México, Jorge Castañeda Jr. Su tesis central era el fin de las revoluciones o de los grandes cambios impulsados por la vía de las luchas armadas; la obsolescencia de procesos de cambio como los registrados en Cuba (1959) y en Nicaragua (1979), destacadamente. Más tardó en secarse la rojiazul tinta de tan pomposo libro, que en globalizarse el impacto de la insurrección zapatista en Chiapas. El mensaje, aunque falsificado a las primeras de cambio, era claro: el imperio y sus acólitos sólo aceptarían cambios institucionales, sólo avalarían la vía del reformismo. "Reforma o reforma" remplazó a la vieja (y siempre falaz) disyuntiva "reforma o revolución". De ahí, por cierto, una de las más ruidosas y vergonzantes perlas de la (anti)política exterior foxiana: "de ahora en adelante México tendrá relaciones con la República, y no con la Revolución de Cuba". Las armas de la semántica cantinflesca y de la (anti)diplomacia servil volcadas, pues, a verificar el "desarme de la utopía" castrista-guevarista, martiana-bolivarista. Si no se puede, peor para la realidad, porque la sentencia reaganauta-castañedista está dictada desde hace más de una década.
Vengativos y canijos, los jueces del mundo actual ya confeccionan una sentencia aún más grotesca. Aferrados a su antiutopía de un mundo congelado, tampoco se toleran ya los cambios impulsados vía reformismo. Aunque haya fracasado, ésa es la sentencia-mensaje o el epílogo que deja la más reciente (no necesariamente la última) aventura golpista en Venezuela.
Tanto se apegó el gobierno de Hugo Chávez a los cauces del reformismo, que entre sus primeros actos descollaron la aprobación de una nueva Constitución y la ratificación electoral de su mandato. Pero ni eso resultó suficiente para los promotores de un mundo vegetativo, o de plano un mundo muerto. El nuevo proyecto de Cuba sí es expresa y orgullosamente socialista, no así el de la nueva Venezuela. La nueva Constitución promovida por Chávez simplemente es "bolivariana". Aun así, el imperio y sus lacayos se sienten con la autoridad de derrocarlo. Ni Dios se atreve a tanto, porque el libre albedrío es premisa clave en todas, o casi, las profesiones religiosas. Hoy, sin embargo, el dios Sam insiste en su antiutopía de un mundo sin cambios, para no debatir ya las vías del mismo. Reformista o revolucionario, en Venezuela o en Cuba, el nuevo Señor de los Cielos, de los cielos globales y libres de "terrorismo", simplemente no tolera cambio alguno.
Y el resto del mundo que se dedique a callar y a obedecer, o los más audaces, como el México foxiano-castañedista, a competir por el Oscar del servilismo y del porrismo. Porque el dios de los halcones sí tolera algunos cambios: exclusivamente aquellos que regresan a la humanidad a épocas superadas. Por ejemplo, a la época medieval, donde aún no había espacio para los estados nacionales.
La votación de ayer en Ginebra contra Cuba, incluido el vergonzoso papel del gobierno mexicano, no es un problema de derechos humanos, porque la universalidad de estos derechos ya ni se discute. Es un problema de intervencionismo hipócrita, que usa cualquiera pretexto para reciclar la obsesiva y arbitraria guerra que los halcones estadunidenses mantienen contra la Cuba digna y revolucionaria, la indoblegable Cuba de Fidel. Una guerra que busca hacer pedazos los dos principios angulares de un mundo digno y de una política exterior mexicana otrora digna: la libre autodeterminación de los pueblos y la no intervención en los asuntos soberanos de cada nación. No intervención ni con el pétalo de la diplomacia, ni con el truco de reconocer o no a los gobiernos de otros países. Esa es la esencia de la Doctrina Estrada y el pilar de todo proyecto nacional en México: históricamente y hacia el futuro.
El derrumbe de esos principios equivale al derrumbe de la torre de Tlatelolco, donde se hacía la política exterior de México, ahora simple antipolítica o no-política. Si ayer esos principios fueron pisoteados en contra de Cuba, más temprano que tarde será contra México y otros pedazos del nuevo y creciente traspatio del dios Sam, el único que puede autorizar o reprobar los cambios y sus vías. El único que puede dejar a naciones enteras, como México, sin piso, sin dignidad y sin futuro, lo que ayer en Ginebra volvió a avanzar, porque nuestro país debió votar abierta y enérgicamente en contra de la resolución-puñal contra Cuba.
No queda sino volver a armar y armarnos de muchas utopías, aunque luego los lacayos y los Cantinflas se empeñen en desarmarlas. No queda sino cuestionar y poner un alto a las pretensiones de parálisis mundial a cargo del dios Sam, por cierto jamás elegido por nadie salvo los halcones.
El mundo debe seguir su curso y mejorar una y otra vez. Y en ello México debe ser pivote y no estorbo. Mucho menos un estorbo servil y lacayuno de Sam, el más impostor de todos los dioses.
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