Marcas de fuego
Lumbrera Chico
Puebla, 21 de abril. Esta puede ser toda una sorpresa
para los aficionados a los toros: con la invasión europea de la
tierra firme de América, encabezada por Hernán Cortés,
el hierro llegó no sólo para marcar a los indios ?antes que
fray Bartolomé de Las Casas venciera a López de Gómara
en la polémica acerca de si los naturales de este continente eran
recipiendarios de un alma humana?, sino también al ganado y, créase
o no, a los libros.
Bueno, que los libros hayan sido herrados todavía
está por aclararse. Un científico de la UNAM trabaja actualmente
en la construcción de un acelerador de partículas que, entre
otras cosas, podrá tal vez concluir sin asomo de duda cuál
era el metal que se empleaba para marcar libros. Pero no nos adelantemos.
Durante la segunda mitad del siglo XVI ?ese periodo tan
caro a los historiadores porque había tantas cosas que hoy resulta
imposible descubrir y, a falta de datos concretos, pueden ser inventadas?,
los primeros libros que vinieron a dar a nuestro suelo llegaron, como es
de suponerse, no en las alforjas de los soldados sino en los baúles
de los frailes. Una pieza imprescindible para ellos, por ejemplo, era la
Gramática de Nebrija, por supuesto en latín, así
como obras de teología y geografía, por aludir a lo obvio.
Una vez establecidos aquí, organizados en conventos
y escuelas para los naturales del lugar, los frailes diéronse a
la labor de formar bibliotecas, trabajando en la imprenta en forma artesanal,
con papel de algodón y cosiendo los pliegos a mano. Pero antes de
echar a circular el fruto de estos empeños, para protegerse de la
Inquisición y de las trapacerías de los falsificadores, quemaban
el canto de cada volumen para estamparle una marca propia de su orden,
congregación, monasterio o sitio de procedencia.
Estas "marcas de fuego", según se les conocía
entonces, guardaban un parecido asombroso con los jeroglíficos de
los hierros ganaderos que hoy en día distinguen a las reses de cada
dehesa del campo bravo. Pero esta práctica no fue importada de Iberia,
donde jamás existió, sino que nació en América
y proliferó en la capitanía general de Guatemala, en Nicaragua
y en Brasil, de donde más tarde pasó a Portugal.
En la portentosa biblioteca La Fragua, perteneciente a
la Universidad Autónoma de Puebla, coexisten en la actualidad alrededor
de 90 mil volúmenes antiguos, en su mayoría incunables, que
ostentan las diversas marcas de fuego de sus propietarios originales. Hay,
asimismo, un catálogo de estas señas de identidad, que a
la postre no son tantas. Los científicos de nuestros días,
sin embargo, han concluido que tales cicatrices no pudieron haber sido
fijadas en el papel con un hierro al rojo vivo, como en el caso de los
pueblos avasallados y de las reses, porque la quemadura habría provocado
la destrucción del ejemplar completo. Sin embargo, hasta que el
acelerador de partículas no resuelva el misterio, no tendremos otro
remedio que permanecer boquiabiertos, asidos a la perplejidad.