TERREMOTO POLITICO EN FRANCIA
Las
imágenes de los simpatizantes de Lionel Jospin, actual primer ministro
socialista francés y candidato a suceder al derechista Jacques Chirac,
son más que elocuentes. El llanto, el estupor, condensan la magnitud
del desastre electoral del centroizquierda francés a manos de la
derecha-ultraderecha, encarnada por Chirac y por el neofascista Jean-Marie
Le Pen, el gran triunfador de la primera vuelta electoral gala.
Otro gran dato, por preocupante, es el golpe sufrido por
el histórico Partido Comunista, que ni siquiera llegó a 5
por ciento de los sufragios. Tampoco deja de sorprender --los pronósticos
decían otra cosa-- el magro resultado obtenido por Jean-Pierre Chevènement,
quien puso el acento de su campaña en criticar por igual a Chirac
y a Jospin.
Los resultados electorales franceses --la segunda vuelta
se celebrará en dos semanas-- parecen indicar el punto final de
la cohabitación entre la derecha y la socialdemocracia. Los votantes
galos, por razones que van desde el cambio de escenario interno producido
al calor de su integración a la Unión Europea, de los problemas
de la inmigración y del agro, hasta la crisis de identidad en Europa
provocada tras el 11 de septiembre, optaron, casi 30 por ciento del electorado,
por abstenerse ?cifra histórica?, y el resto, en gran mayoría,
por las opciones de derecha y neofascista.
A sus 73 años, el ultraderechista Le Pen provocó
un terremoto político en un país que parecía acostumbrado
al equilibrio entre derecha y centroizquierda. De hecho, es la primera
vez desde la instauración de la Quinta República --en 1958--
que una opción de extrema derecha alcanza semejante cota. Apenas
tres puntos porcentuales separan al actual presidente Chirac de su contendiente
neofascista.
La otra lectura obligada es el gran declive de la izquierda
francesa, sobre todo de los comunistas. El voto de castigo --inteligente
y consciente por antonomasia-- golpeó con rudeza a ese abanico ideológico.
Por algo será. No en vano de los 14 candidatos a la presidencia
francesa siete eran de izquierda, tres de ultraderecha y el resto de la
derecha ilustrada y la ecologista. Con razón el general Charles
de Gaulle decía que era prácticamente imposible gobernar
un país donde hay 258 clases de queso.
Más allá del humor gaullista, la derrota
de la izquierda francesa tiene correlatura con el repliegue electoral de
la izquierda en Europa. De hecho, el sur del viejo continente --Francia,
España, Italia y Portugal-- está ya regido por gobiernos
de derecha. Si a eso le sumamos al primer ministro británico, Tony
Blair --que siendo socialdemócrata gobierna como si fuera primo
hermano de Margaret Teacher--, encontramos que en Europa la izquierda se
quedó sin propuestas ni discurso convincente. No venden nada porque
su pragmatismo los confundió, en términos de paisaje político-ideológico,
con la derecha. Por lo tanto su clientela los castiga, los indecisos votan
por propuestas no vergonzantes y los de derecha y ultraderecha, como es
de rigor, se encaraman en medio de la decepción.
La derrota de la izquierda francesa refuerza la necesidad
de abordar un debate de largo aliento en ese sector del quehacer político.
El sistema democrático no puede darse el lujo, expresado vía
electoral, de reducir a mínimos una opción que, más
allá de lo que dicen las urnas, tiene una nada despreciable representación
social. Pero al mismo tiempo ni las urnas, ni la democracia representativa,
tienen la responsabilidad de semejante desaguisado.
La solución pasa por afrontar un debate que clarifique
posiciones y objetivos en un contexto mundial marcado por una globalización
económico-financiera que, nos guste o no, está marcando la
agenda político-ideológica. Si no hay propuestas alternativas
que la sociedad respalde, la izquierda será cada vez menos de masas
y más de salón.