Augusto Monterroso
Julio Cortázar
I
Recibo un recordatorio de la Editorial Nueva Nicaragua
acerca del libro-homenaje que prepara con el título de Queremos
tanto a Julio, dedicado a Julio Cortázar y con testimonios de
muchos escritores amigos a quienes se les ha pedido lo mismo. He enviado
sólo media cuartilla, aduciendo que el afecto no es cosa de muchas
explicaciones. Otra cosa sería -señalo en ella- si el libro
llevara por título Admiramos tanto a Julio o algo así,
caso en el cual el número de páginas de mi contribución
sería muy alto.
Ya para mi obra, recuerdo el alboroto que en los años
sesenta armó su novela Rayuela, cuando las jóvenes
inquietas de ese tiempo se identificaron con el principal personaje femenino,
la desconcertante Maga, y comenzaron a imitarla y a bañarse lo menos
posible y a no doblar por la parte de abajo los tubos de dentífrico,
como símbolo de rebeldía y liberación; y luego los
cuentos de Julio, que eran espléndidos y que existían desde
antes pero que gracias a Rayuela alcanzaron un público mucho
mayor, y más tarde sus vueltas al día en ochenta mundos y,
como si esto fuera poco, sus cronopios y sus famas; y uno observaba cómo,
fascinados por las cosas que se veían en estos seres de una mitología
que suponían al alcance de sus mentes, los políticos y hasta
los economistas querían parecer cronopios y no solemnes, y lo único
que lograban era parecer ridículos. De todo esto, y de sus hallazgos
de estilo y del entusiasmo que despertó entre los escritores jóvenes,
quienes a su vez se fueron con la finta y empezaron a escribir cuentos
con mucho jazz y fiestas con mariguana y a creer que todo consistía
en soltar las comas por aquí y por allá, sin advertir que
detrás de la soltura y la aparente facilidad de la escritura de
Cortázar había años de búsqueda y ejercicio
literario, hasta llegar al hallazgo de esas apostasías julianas
que provisionalmente llamaré contemporáneas mejor que modernas;
y sus encuentros de algo con que creó un modo y ?hélas--
una moda Cortázar, con su inevitable cauda de imitadores. Los años
han pasado y bastante de la moda también, pero lo real cortazariano
permanece como una de las grandes contribuciones a la modernidad, ahora
sí, la modernidad, de nuestra literatura. La modernidad, ese espejismo
de dos caras que sólo se hace realidad cuando ha quedado atrás
y siendo antiguo permanece.
II
Leo el Cuaderno de bitácora de "Rayuela"
de Ana María Barrenechea, en el que se reproduce el manuscrito del
plan original de Rayuela que Julio Cortázar obsequió
a Anita, investigadora y crítica argentina y una de las primeras
que se ocuparon (junto con Emma Susana Esperatti) de la literatura fantástica
en Hispanoamérica. Pero el libro no es sólo eso. Trae además
un estudio de crítica genética que me siento incapaz de resumir
sin enredarme, por lo que prefiero copiar el primer párrafo de la
introducción: Los pretextos de Rayuela:
Se ha dado la circunstancia de que Julio Cortázar
me regaló el Cuaderno de bitácora de "Rayuela" (log-book
como él mismo lo llamó en una ocasión). No es
en realidad un verdadero borrador o sea una primera redacción de
la historia novelesca. Es un conjunto heterogéneo de bosquejos de
varias escenas, de dibujos, de planes de ordenación de los capítulos
(como índices), de listas de personajes, algunos con acotaciones
(predicados), que los definen, de propuestas de juegos con el lenguaje,
de citas de otros autores (en parte para los capítulos prescindibles);
rasgos positivos y negativos de los argentinos, meditaciones sobre el destino
del hombre, la relación literatura-vida, lenguaje-experiencia, y
aun fragmentos no muy extensos que parecen escritos "de un tirón"
y que luego pasarán a la novela ampliados o con escasas modificaciones.
En resumen el diario que registra el proceso de construcción de
Rayuela con ciertas lagunas.
Es consolador y estimulante ver en la parte facsimilar
del manuscrito los avances y retrocesos, las vacilaciones ante los temas,
la caracterización de las personas, los adjetivos corregidos o suprimidos,
los diagramas, las "rayuelas" con sus números y lo supuestos pies
de un jugador imaginario dibujados por el autor, los planos de edificios
que después serán descritos, todo ese proceso que hace sufrir
(según vayan las cosas) o gozar (según vayan las cosas) a
los cuentistas, los novelistas o los poetas. Recuerdo ahora la edición
facsimilar, y he ido por ella, de The Waste Land (Harcourt Brace
Jovanovich, N. York, 1971). Con las correcciones y cambios de éste
que traduzco porque viene al caso:
Entre más cosas conozcamos de Eliot, mejor. Agradezco
que las cuartillas perdidas hayan sido desenterradas. El ocultamiento del
manuscrito de The Waste Land (años de tiempo perdido, exasperantes
para el autor) es puro Henry James. "El misterio del manuscrito desaparecido"
está resuelto. Valerie Eliot ha hecho un trabajo erudito que le
hubiera encantado a su esposo. Por esto y por su paciencia con mis intentos
de elucidar mis propias notas al margen, y por la amabilidad que la distingue,
le doy las Gracias. Ezra Pound.
T. S. Eliot. Julio Cortázar. Dos autores auténticamente
modernos, en estas dos publicaciones de sus manuscritos que se llevan apenas
algo más de una década y en las que se puede ver algo (nunca
puede verse todo) de su forma de encarar eso que algunos llaman creación
y que tal vez no sea sino un simple ordenamiento, su respeto, o su irrespeto,
qué diablos, por la palabra escrita; o su humildad, finalmente,
ante la inmensidad de un sí o de un no que a nadie le importa pero
que al artista le importa; de un párrafo que se conserva o que se
suprime, las enormes minucias que diría Chesterton y que el lector,
ese último beneficiario o perdedor invisible, apenas sospecha.
III
Visita a la tumba de Julio Cortázar en el cementerio
de Montparnasse.
Después del sinnúmero de veces que se lo
habrán preguntado, el encargado de guardia sabe muy bien de quién
se trata y nos indica el camino en el plano que los visitantes pueden estudiar
en la pared, al lado de la puerta de entrada; y así, marchamos por
la avenida principal en busca de Allée Lenoir tratando de llegar
a la 3ª División, 2ª Sección, 3 Norte, 17 Oeste;
pero en este primer intento uno se pierde en el laberinto de pequeños
mausoleos y tumbas y, después de breves homenajes ante las de Baudelaire
y Sartre, vuelve a la oficina de la entrada con Edgar Quinet sólo
para confirmar que la información estaba bien pero que uno no había
tomado la Allée Lenoir y regresa para ahora sí encontrar
lo que busca; y ahí está, blanca, plana, dividida en dos
partes iguales y con los nombres de Carol Dunlop arriba y Julio Cortázar
abajo, más fechas.
Durante unos minutos recuerdo la última vez que
vi a Carol, en Managua, mostrándonos sonriente sus fotografías
de niños nicaragüenses; y a Cortázar aquí, en
este departamento (4 rue Martel, C., 4º derecha) que él habitó
y en el que por azares dignos de su imaginación vivo yo ahora y
escribo estas líneas, cuando con B. y Aurora Bernárdez, en
diciembre de 1983, acabado de regresar de las Naciones Unidas en Nueva
York, a donde había ido a dar una de sus últimas batallas
a favor del régimen sandinista, hablamos de literatura, de traducciones,
de poesía, particularmente del autor de La ciudad sin Laura,
Francisco Luis Bernárdez ("tan unidas están nuestras cabezas/
y tan atados nuestros corazones"), hermano de Aurora a quien casi le digo
de memoria todo el soneto que tanta influencia tuvo en nuestra generación
de aprendices de escritor:
Si el mar que por el mundo se derrama tuviera tanto amor
como agua fría se llamaría por amor María y
no tan sólo mar como se llama; a y de Italo Calvino y de la vez que cenamos con éste
en esta ciudad en casa de Víctor Flores Olea hace tres años,
y yo no hallaba de qué hablar con Calvino hasta que él, en
las mismas, se animó por fin a decirme que conocía Guatemala
y de ahí no pasamos, pues a mí se me hacía ridículo
revelarle que yo conocía Italia.
Me despido en silencio y, otra vez sobre la alameda Lenoir
y la avenida, regreso y cuento cincuenta y cinco pasos desde ésta
al lugar en que se halla la tumba, en un acto de signo absurdo pero así
fue. De salida, el guardia nos hace adiós con un gesto de inteligencia
y complicidad que significaba que era donde él decía.
Diez minutos después, sobre la avenida Montparnasse,
en el arroyo, vemos a decenas, cientos de miles de hombres y mujeres sudorosos
que también cuentan sus pasos: jóvenes y viejos, rubios,
morenos, negros, vestidos de pantalón corto y camiseta y con números
visibles sobre el pecho, que han pasado, pasan y vienen corriendo con los
rostros angustiados de quien huye de algo o, me entero, van tras algo:
el final de una carrera de maratón, final que para algunos está
llegando antes de lo previsto. Por la noche, en la televisión, todo
ese esfuerzo ocupa en la pantalla cinco segundos y veinte palabras, casi
un epitafio.
IV
Esos días en que B. y yo estuvimos en Managua se
llenaron sin remedio del recuerdo, allí, de Julio Cortázar
y su mujer Carol, Carol Dunlop, novelista (Mélanie dans le miror,
por aparecer en la editorial Nueva Imagen traducido por Fabianne Bradu)
y fotógrafa. Era lo normal. Allí, dos años antes habíamos
recorrido las mismas calles, encontrado a los mismos amigos y discutido,
o simplemente hablado, de los mismos problemas, lejanos o cercanos.
Y allí nos despedimos de Carol, sin saberlo para
siempre, en casa de los Flakoll, admirando juntos las fotografías
originales de lo que más tarde sería su libro Llenos de
niños los árboles (con texto también suyo), que
Cortázar nos mostró más tarde en su casa, en París,
ya Carol muerta y Julio llamado a morir menos de dos meses después.
Pero en esta presencia-ausencia había también la parte alegre,
como esa tarde calurosa en que en la calle le dijimos, o B. le dijo: "Tío,
cómpranos helado", y él nos lo compró con su caballerosidad,
ceremoniosa a pesar de todo.
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Texto generosamente cedido por su autor para los lectores
de La Jornada. Forma parte de Pájaros de Hispanoamérica
(Alfaguara), que ya circula en librerías