Pedro Miguel
Más sobre paredes
En la mañana tórrida del domingo, en un
paisaje de colinas arboladas, varias máquinas excavadoras se empeñaban
en el despeje de un terreno en Kafr Salem, localidad poblada mayoritariamente
por palestinos, pero situada en tierras que oficial y aceptadamente pertenecen
a Israel. Desde allí ha de levantarse un gallinero electrificado
que rodeará las localidades cisjordanas de Tulkarem, Jenin y Kalkiliya.
La obra tendrá una extensión final de 350 kilómetros,
costará cerca de 100 millones de dólares y los trabajos tomarán
un año. El propósito declarado es impedir que los terroristas
palestinos se internen en territorio israelí y hagan explotar la
dinamita, que llevan pegada a las costillas, en sitios públicos
concurridos.
La parte palestina teme que la cerca constituya un hecho
consumado que le permita a Tel Aviv robarse más tierras árabes
de las que ya se ha robado. Por su parte, los sectores de extrema derecha
de la Knesset, como el Partido Nacional Religioso, critica la construcción
porque deja fuera de Israel a unos 200 mil de los colonos judíos
asentados en Cisjordania y podría convertirse en una frontera definitiva
entre el Estado hebreo y un futuro Estado palestino; como alternativa proponen
el establecimiento de las "zonas de contención" originalmente anunciadas
(en febrero) por Ariel Sharon, y que consistirían en confinar pueblos
y ciudades palestinas en corrales de alta tecnología.
La fórmula aplicada por el premier israelí
implica el establecimiento de algo semejante a los bantustanes ideados
por el régimen racista de Sudáfrica para enjaular a la población
negra del país en una suerte de municipios enrejados, en los cuales
los habitantes tenían el derecho a escoger la pintura de sus barrotes.
La propuesta de la ultraderecha desembocaría, más bien, en
la conformación de una diversidad de guetos como el de Varsovia.
En una u otra perspectiva, la reivindicación de
los palestinos de construir su propio Estado ha sido vetada por Washington
y por Tel Aviv. De esa forma, ambos gobiernos han extendido un certificado,
si no de legitimidad, sí al menos de lógica a la violencia
de los ocupados. Al parecer, los palestinos no se consideran a sí
mismos aves de corral; no quieren, en consecuencia, vivir en gallineros,
y están dispuestos a hacer todo lo que esté en sus manos
para cambiar esa condición, incluso reventar en lugares públicos
repletos de israelíes.
Tel Aviv sabe que la bestialidad de esos atentados es
la otra cara de la moneda de la ocupación israelí, que el
muro que está erigiendo establece una espiral perpetua de destrucción,
en la que el ataque primigenio carece de importancia: me permito destripar
a tus hijos porque tu destripaste a los míos.
Ese círculo de odios no augura nada bueno. Israelíes
y palestinos se proyectan mutuamente -como personas, como instituciones,
como liderazgos- imágenes de máxima maldad. Eso mismo ocurre
entre el gobierno de Sharon y varios regímenes árabes e islámicos
que cada vez se sienten más reivindicados y justificados en su deseo,
obligadamente genocida, de quitar del mapa al Estado judío.
Tal vez por eso Israel adquirió, según chisme
dominical de The Washington Post, un trío de submarinos con
capacidad de llevar misiles nucleares, medida que reforzará los
empeños de Irán e Irak por hacerse ellos también de
armas atómicas. Hasta ahora esos esfuerzos han sido ineficaces,
y acaso sigan siéndolo por un tiempo. Pero a la larga, y a juzgar
por los ejemplos de Pakistán, la India y el propio Israel, la proliferación
es inevitable. Por eso los tiempos actuales en Oriente Cercano no son sólo
de construcción de gallineros, sino también, parece ser,
de siembra de esporas para el florecimiento de champiñones nucleares.