Sergio Ramírez
El que nunca deja de crecer
Para los escritores de mi generación en América Latina, la década de los sesenta abrió más de una perspectiva, porque fue un decenio de retos, desafíos e interrogantes como ningún otro del siglo XX. Entrar en el universo de la escritura precisaba de héroes literarios, como siempre ha ocurrido, y de iconos envejecidos a los que había que destronar, como siempre ha ocurrido también. Pero más allá de ese ámbito de preferencias y rechazos en la literatura, campeaba la rebeldía frente al orden establecido y frente a los modos imperantes de vida, y el hecho de escribir no se separaba de la idea de acción para trastocar el mundo.
Los años sesenta fueron vertiginosos. Los roaring twenties se quedaron cortos. Un resplandor ético, que no volvió a repetirse, iluminó la ansiedad por un mundo nuevo que debía levantarse sobre los escombros del otro que se desvanecía, y al que los Beatles le habían puesto la primera carga de dinamita con la aparición de su primer álbum en 1962. Julio Cortázar vendría a darle a ese mundo nuevo las reglas del juego con la publicación de Rayuela un año después, en 1963. Esa reglas consistían, antes que nada, en no aceptar ninguno de los preceptos de lo establecido y poner al mundo patas arriba de la manera más irreverente posible, sin ninguna clase de escrúpulos o concesiones.
Hablando con la nostalgia de toda edad pasada que siempre fue mejor, diría que entonces las causas, aquellas por las que había que manifestarse y luchar, eran reales, podían tocarse con la mano. Se vivía en una atmósfera radical, en el mejor sentido de la palabra, un radicalismo implacable que compartían viejos como Bertrand Russell y del que es heredero hoy día José Saramago. Los principios eran entonces letra viva y no como hoy, reliquias a exhumar. La palabra causa tenía un aura sagrada.
No es que no existan hoy las causas. Pero siento que tienen un carácter más virtual y son representaciones un tanto más abstractas, como la globalización, por ejemplo. No es tan fácil luchar contra los ajustes monetarios y los dogmas de la privatización, porque se trata de blancos demasiado borrosos. En los años sesenta estaba de por medio el fin de los últimos regímenes coloniales, los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, la guerra de Vietnam, las dictaduras en Grecia, en América Latina o en España y Portugal. Un solo gran concierto de rock como el de Woodstock podía interpretar todo esa rebeldía espiritual. Y aun el envejecimiento de las universidades, que se habían vuelto momias crepusculares, era una causa para salir en protesta a las calles.
Las jornadas de rebeldía en las calles de París en la primavera de 1968 y la matanza de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco en México, ese mismo año, tuvieron como detonante la obsolescencia académica para transformarse después en reclamos por el cambio a fondo de la sociedad anquilosada y mentirosa. El espíritu de Julio Cortázar flotaba sobre esas aguas revueltas de la historia que los cronopios querían tomar por asalto, porque los seres humanos quedaban implacablemente divididos en cronopios, esperanzas y famas. Y las crónicas de esos hechos las conocimos por escritores que actuaban como testigos de cargo: Carlos Fuentes, que nos hablaba del París del 68 en un reportaje memorable, y Elena Poniatowska que historiaba la masacre de México, en La noche de Tlatelolco.
La rebeldía juvenil se encarnizaba contra los modos de ser y también contra los modos de andar por la vida, porque se trataba de un cuestionamiento a fondo, no de doble fondo. El mundo anterior no servía, se había agotado. Sistemas arcaicos, verdades inmutables. Patria, familia, orden, la buena conducta, los buenos modales, las maneras de vestir. En Rayuela, Cortázar seguía colocando cargas de dinamita a toda aquella armazón. Y no era solamente un asunto de melenas largas, alpargatas, y boinas de fieltro con una estrella solitaria. Todos queríamos ser cronopios, nos burlábamos de los esperanzas y repudiábamos a los famas.
Eran ésas, al fin y al cabo, categorías éticas que iban más allá de la patafísica y que llegarían a tener consecuencias políticas. Cortázar, el desterrado, se volvió un autor que leían los revolucionarios clandestinos en las catacumbas, porque planteaba las maneras de no ser, frente a las descaradas maneras de ser que ofrecían sociedades como las de América Latina, donde no bastaría abolir las injusticias sino también las formas de conducta personal. Al fin y al cabo, se estaba en rebeldía no sólo en contra de la sociedad, sino en contra de uno mismo o de lo que habían hecho de nosotros.
Quizá fue siempre una quimera tratar de sacar lecciones políticas de un libro que como Rayuela planteaba antes de nada la destrucción sistemática de todo el catálogo de valores de occidente, pero no contenía propuestas para un nuevo sistema de poder. Se quedaba en una operación de demolición y no aspiraba a más, porque en las respuestas estaba ya el error. Pero era una propuesta ética, palabra hoy tan extraña en el paisaje desolado del nuevo siglo.
La osadía más valiosa de Rayuela fue su terrorismo verbal, que conducía de la mano a la inconformidad perpetua, algo con lo que al fin y al cabo no podían compadecerse las revoluciones una vez en el poder, porque de todas maneras terminaban buscando un orden institucional que desde el primer día empieza, por ley inexorable, a conspirar contra la rebeldía que le dio vida a ese poder; y de eso tengo demasiadas pruebas.
Los iconos de los años sesenta de que hablo se quedaron jóvenes en la memoria, inmunes ante la vejez, según las más estricta de las reglas de canonización del héroe establecidas por Joseph Campbell. No hay héroes decrépitos. Los Beatles, ya se sabe que nunca envejecieron y siempre los veremos iguales en las carátulas de sus discos, sobre todo después del asesinato de John Lennon, que lo arrebató a esa categoría imperecedera del olimpo juvenil. Los dioses, que siempre mueren jóvenes. Las diosas, como Marilyn Monroe. El Che, mirando en lontananza, el héroe al que el poder ya no puede nunca contaminar, ni disminuir, porque entró en el mito, estampado en camisetas y afiches.
Viéndolo bien, la rebeldía perpetua del Che, huyendo de todo aparato de poder terrenal y buscando siempre un teatro nuevo de lucha, venía a parecerse mucho a la persecución que de sí mismo hace con todo virtuosismo Horacio Oliveira en Rayuela. La rebeldía inagotable como propuesta ontológica.
Por eso Cortázar es también un joven que nunca envejece, como tampoco, según la leyenda, dejó nunca de crecer. Y es que, en realidad, no ha dejado nunca de crecer. Ni de hacerse más joven. Viene de atrás hacia delante, botando años por el camino hasta quedarse en una figura de adolescente que se va haciendo niño, como aquel personaje Isaac McCaslin de William Faulkner.
Masatepe, junio de 2002.