León Bendesky
Fraudes
En el principio fue el carnicero. La persecución de su interés individual, es decir, obtener una ganancia, podía generar el beneficio colectivo mediante la provisión de carne. El egoísmo, derivado de una predisposición natural para intercambiar, provocaba la división del trabajo y se erigía en la base de un ordenamiento social sustentado en las acciones económicas de cada uno de los individuos. La armonía de este esquema se garantizaba por el mecanismo de la competencia, que prevenía las ventajas atribuibles al control de los recursos, y para evitar excesos estaban las leyes y las instituciones. Desde 1776 cuando Adam Smith propusiera el cimiento de la teoría social del mercado, ésta sigue siendo la esencia del entendimiento convencional del proceso económico.
Ha habido, por supuesto, muchas mejoras conceptuales y avances técnicos de suma elegancia sobre la propuesta original del filósofo escocés, pero en el fondo esa línea de pensamiento no admite grandes desviaciones dentro de la concepción ortodoxa de la Economía. Pero esta condición es una limitante seria al entendimiento. Hoy la economía, que es el prototipo del capitalismo y el único modelo a seguir en un entorno global, está asolada por los fraudes de sus grandes corporaciones. A la sorpresa de Enron y su fraude billonario han seguido otros como Dynegy, Adelphia, WorldCom y, más recientemente Xerox, y se está creando un patrón de conducta ilícita de las grandes corporaciones en un entramado de complicidad con las firmas de auditores como Arthur Andersen, de entidades reglamentarias del gobierno y de legisladores beneficiados por las contribuciones a sus campañas electorales que han ido construyendo un marco institucional sumamente permisivo. Estos casos no tienen por qué ser los únicos, sino que pueden más bien ser la muestra de cuál es la práctica común de los grandes negocios. En España, por ejemplo, no lo hacen tan mal, como indican los casos de los bancos BBVA y Santander.
El egoísmo del carnicero parece a la distancia una ingenua alegoría moral y, sin embargo, 226 años después sigue el eco de esa misma concepción. El reputado economista Paul Krugman usa para explicar los recientes grandes fraudes corporativos nada menos que a un heladero. Este es, sin duda, más sofisticado que el simple carnicero, puesto que tiene a la mano más instrumentos para participar en el mercado y expresar mejor su egoísmo, aunque tenga que ver cada vez menos con el bienestar general. Entre esos instrumentos están: contratos de promesa de entrega de productos o servicios, operaciones de compra-venta ficticios, la valuación del negocio por medio de operaciones que se realizarán en el futuro y no por la medida de su rentabilidad real, o la contabilidad de los gastos como si fueran inversiones. Todo ello crea una imagen falsa de la situación del negocio, cuenta con la connivencia de otras partes que lo permiten infringiendo las normas a las que deben someterse y, finalmente, embaucan a los inversionistas en esquemas especulativos de ganancia que, todos saben bien, no podrán materializarse. Ese es el fraude.
El heladero no nos sirve para nada. Igual que el carnicero de hace más de dos siglos se queda anclado en el ámbito de lo individual y, con ello, se mantiene el asunto en un entorno ajeno al conjunto de la sociedad. Las faltas del heladero se restringen así al ámbito de lo ilegal. No niego que ésa sea una dimensión relevante, después de todo de lo poco que podríamos tener a nuestro favor es un buen sistema legal. Pero es que el asunto de los fraudes va mucho más allá de la comisión de delitos por parte de particulares, sean los ejecutivos de las empresas y las firmas auditoras, o bien, de las fallas de los servidores públicos en las agencias reguladoras y hasta las faltas políticas de los legisladores.
Esta dimensión privada y penal es insuficiente. Lo es porque el funcionamiento del capitalismo concentra más y más los recursos, las ganancias y el poder, porque hay una creciente capacidad de hacer fraudes y, en esencia, porque se debilitan cada vez más los contrapesos entre lo público y lo privado, es decir, porque se abarca a la sociedad en su conjunto. Los fraudes cometidos desde Enron hasta Xerox degradan las condiciones generales de la economía por la vía de los mismos mercados que usaron esas empresas en su propio beneficio, mercados que no son libres ni transparentes. Los fraudes provocan la caída de las bolsas de valores, desplazan los recursos de la inversión productiva hacia otros fines, ejercen una presión sobre los tipos de cambio y la inflación, y debilitan, en general, las precarias condiciones de estabilidad de las economías en todas partes, no sólo en el país donde ocurren. Todo esto significa un costo social ya que se afecta el bien público, que es el de la capacidad de producir más y distribuir mejor lo producido, o sea, el bien público que quiso armar el propio Smith a partir del carnicero y que tantas dificultades enfrenta ahora con el heladero.