José Blanco
La ley contra la justicia social
Uno de los reclamos más recurrentes de los últimos 15 o 20 años es el de la necesidad urgente de establecer en México el estado de derecho plenamente: un orden jurídico que establezca el marco en el cual se ejerza la conducta de los individuos, los grupos y los gobiernos, que regule las relaciones entre los mismos y que defina claramente sus deberes y derechos. Un orden jurídico que, por supuesto, se cumpla y, cuando ello no ocurra, se sancione rigurosamente a las personas que violen la ley y cometan delitos, por procedimientos establecidos por las propias leyes y con penas previstas por las mismas.
Por siglos en México la ley ha sido letra muerta para el gobierno y también para los particulares, innumerables veces, porque unos y otros poseían el poder político y/o el poder económico suficientes para eludir la ley. El orden del poder ha prevalecido plenamente por encima del imperio de la ley. Muy gradualmente las cosas han ido cambiando y en diversas áreas de la vida social van surgiendo ejemplos de que va volviéndose más difícil ejercer la impunidad del pasado. Sin embargo, la vasta amplitud de la inseguridad pública, con su caudal inmenso de delitos cotidianos, es también una muestra clara de que el estado de derecho todavía es una aspiración lejana. Ahí está el aterrador y absolutamente increíble caso de las muertas de Ciudad Juárez.
Como es sabido, la mayoría de los delitos ni siquiera se denuncian porque los afectados saben, por experiencia histórica, que tratar con el Ministerio Público, con la policía, con el Poder Judicial constituye una amenaza real de que los daños recibidos por un ciudadano sobre quien se han cometido delitos probablemente se agranden y los costos sean mayores que asumir resignadamente esos daños. En el caso de la inseguridad pública el estado de derecho se ha ido alejando, no acercando.
La inmensa corrupción que hemos padecido, de la que ha participado en gran medida el sector privado, es una fase más de la violación impune de las leyes.
Durante la infame huelga de 1999-2000, que casi deshiciera a la UNAM, el CGH violó sistemáticamente las leyes, pero el presidente Zedillo mantuvo la bárbara opinión de que la ley no se podía aplicar "ciegamente": para ese gobierno (como para cualquiera de los anteriores), por supuesto, la "política" va antes que la ley.
Los militantes de la CNTE o los de Atenco o los cañeros o los movimientos urbanos, y muchos más, afectados por la brutal desigualdad, por la exclusión, o por otras injusticias cometidos contra ellos, por todo ello mismo se han sentido autorizados para cometer delitos en las calles, que nadie sanciona.
La lista puede alargarse indefinidamente. La sociedad tiene que insistir sin tregua en que el estado de derecho debe convertirse en una realidad cabal, sin el cual seguiremos viviendo en la jungla, que en gran medida sigue siendo la sociedad mexicana. Pero puestos en el escenario casi utópico de que en México tuviera lugar un día la vigencia del estado de derecho, todavía encontraremos que un segmento del mismo en este país está hecho en contra de la justicia social. Ahí está el visible caso de las comunidades indígenas, que viven en un marco jurídico que les es adverso. Si la ley se cumple plenamente será para continuar perjudicándolos.
O ahí está el caso de las disposiciones legales que han protegido a los banqueros de abusos sin cuento en contra de los ciudadanos de a pie. O el de las limitadas responsabilidades de los empresarios en general, que han podido -si les ha sido necesario- saquear sus propias empresas, y dejar en el desamparo a trabajadores y todo tipo de deudores de la empresa, porque no responden sino hasta el límite de sus activos.
O ahí están también los obvios conflictos de intereses en que han incurrido individuos como Salvador Rocha Díaz que, siendo senador, se asoció con los panistas Fernando Gómez Mont y Diego Fernández de Cevallos para defender al banquero Jorge Lankenau Rocha, quien había cometido delitos sin cuento. Rocha Díaz no violaba la ley al actuar en esa defensa, como no la violó Fernández de Cevallos al apropiarse de Punta Diamante o defender a privados en contra del gobierno que preside su propio partido. Está claro que en estos casos la vigencia del estado de derecho equivale a la vigencia legal de las patadas contra la ética y/o de actuaciones claras a favor la injusticia social. En un área extensa de la vida social el estado de derecho es un verdugo de la propia sociedad. No hay nada más irónico y más irresponsable e hiriente socialmente que Fernández de Cevallos se sienta perfectamente a salvo porque sus actuaciones ocurren dentro de la ley vigente.
Requerimos la cabal vigencia de un estado de derecho no ajeno ni a la ética ni a la justicia social. Pero es evidente que legisladores como Fernández de Cevallos o Salvador Rocha Díaz no están en posibilidad alguna de construirlo.