EL CAMPO MEXICANO, EN PELIGRO
Con
el término, en 2003, de la protección establecida en el Tratado
de Libre Comercio de Norteamérica (TLCAN) para los productos agropecuarios
mexicanos, el campo nacional estará frente a un horizonte particularmente
sombrío, pues la avalancha de importaciones provenientes de nuestros
vecinos del norte, especialmente de Estados Unidos, someterá al
agro mexicano a nuevas y poderosas presiones y competencias desfavorables
que vendrán a agravar el de por sí negativo panorama que
enfrentan los productores rurales del país.
Sólo el maíz, el frijol y la leche en polvo
tendrán protección, pero para el resto de los productos agropecuarios
--tanto agrícolas como ganaderos-- dejarán de existir barreras
arancelarias y no arancelarias; el sector alimentario nacional operará
con base en las frecuentemente injustas leyes de mercado, circunstancia
preocupante si se tiene en cuenta que los agricultores estadunidenses gozan
de condiciones superiores, tanto en superficie cultivada, capacidad de
producción, acceso a semillas, maquinaria e insumos, disponibilidad
de capital y subsidios, como porque ofrecen, en ocasiones por medio de
prácticas desleales, precios mucho menores que sus contrapartes
mexicanas.
Ha de señalarse que el panorama desolador en el
que se encuentra el campo mexicano no es nuevo (desde la entrada en vigor
del TLCAN se han dejado de sembrar 1.6 millones de hectáreas y el
monto de las importaciones agropecuarias del país se ha duplicado),
sino que ha venido deteriorándose desde hace por lo menos dos décadas
sin que los sucesivos gobiernos hayan realizado esfuerzos necesarios para
atender su problemática y ofrecer alternativas dignas de vida para
sus habitantes.
Por el contrario, desde la reforma del artículo
27 constitucional y la negociación del capítulo agropecuario
del TLCAN a principios de los 90 --ambos lesivos para el grueso de los
sectores productivos rurales-- el Estado renunció a la defensa de
la soberanía alimentaria y abandonó al campo a sus propias
y exiguas fuerzas. Si bien algunos sectores hortícolas y frutícolas
minoritarios se han visto beneficiados por el aumento de sus exportaciones
--incremento mucho menor en proporción y monto al de las importaciones--,
el balance general es negativo para el campo nacional y, por ende, para
las perspectivas de desarrollo social y soberanía alimentaria del
país.
Esta situación, a la que han de añadirse
los efectos de la nueva ley agropecuaria estadunidense, que otorga apoyos
directos a los productores de ese país por un monto de 84 mil millones
de dólares y que podría constituir una práctica desleal,
tendrá graves repercusiones en el campo nacional: se incrementará
el drama de los flujos migratorios de campesinos hacia las grandes ciudades
y Estados Unidos, se agudizará la dependencia hacia el exterior
en materia de abasto de alimentos y se perderán importantes áreas
cultivadas que, por dejar de ser rentables, serán presa de la especulación
o quedarán expuestas a la desertificación y condenadas, junto
con sus pobladores, a una economía de precaria subsistencia.
En pocas palabras, de continuar las condiciones actuales,
el país entregará su soberanía alimentaria a las grandes
corporaciones agropecuarias trasnacionales y se sumirá definitivamente
al campo nacional, salvo algunas excepciones socialmente poco significativas,
en la ruina y la desesperanza.
Sin un agro económicamente sano, ningún
país se encuentra con la capacidad de emprender un desarrollo social
justo y equilibrado. Por ende, es urgente que el gobierno federal ponga
en práctica medidas y apoyos suficientes para atender la grave problemática
por la que atraviesa el sector rural del país y se decida, de una
vez por todas, a asumir su responsabilidad histórica en el rescate
y la dignificación de los productores agropecuarios mexicanos. De
lo contrario, los riesgos de estallidos sociales se agudizarán peligrosamente
y México quedará sometido ante el extranjero en un aspecto
político, socioeconómico y cultural tan relevante como es
la alimentación de sus ciudadanos.