Juan Arturo Brennan
Los negros de Catfish Row
Por razones diversas (musicales, escénicas, culturales) la reciente puesta de la ópera Porgy and Bess, de George Gershwin, en el Teatro de la Ciudad, resultó una bienvenida alternativa a la convencional dieta teatral a la que por lo general estamos sometidos. Lo fundamental, sin duda, es que ver y oír Porgy and Bess invita (o quizá exige) una revaluación a fondo de la figura de Gershwin. Numerosos melómanos (y no pocos críticos y musicólogos) tienen una visión condescendiente de este notable músico, y no van más allá de considerarlo un compositor de jazz que se atrevió a transgredir las sacrosantas fronteras de la virginal y casta música de concierto con sus intervalos de cuarta, sus acordes disminuidos y sus ritmos sincopados. Por el contrario, Porgy and Bess (como el resto de la obra de Gershwin) demuestra que fue un músico de primera, sin necesidad de matices, adjetivos suavizantes o paliativos retóricos.
Porgy and Bess, una ópera realmente atractiva tanto en su música como en su componente dramática, se pone en escena con menor frecuencia de la que merece, y el principal argumento que se maneja al respecto es la dificultad de integrar un reparto compuesto en su totalidad por cantantes y actores negros. Aquí comienza la sabrosa (y eterna) discusión sobre el asunto del casting en la ópera. Se agradece que todos los integrantes de la compañía que la representó en el Teatro de la Ciudad sean negros (a excepción de un policía blanco que debe ser blanco); el libreto así lo indica y lo exige, y el cumplimiento de esta condición básica le da a la representación un importante tinte de verosimilitud, dentro de la improbable fantasía que es la ópera. Ahí va, entonces, el buscapiés retórico para mis amigos operófilos: Ƒcomenzamos a exigir que la cantante que haga Turandot sea auténticamente china, que Cio-Cio San sea realmente originaria de Nagasaki, o que Otelo sea un moro certificado y no un tenor caucásico maquillado al estilo de Al Jolson en El cantante de jazz?
El caso es que el reparto que se encargó de esta interpretación de Porgy and Bess demostró un nivel homogéneo y coherente, tanto en lo vocal como en lo teatral. No está de más mencionar que si bien es cierto que el libreto de Ira Gershwin y DuBose Heyward contiene interesantes toques humorísticos, se requiere un cierto cuidado en el manejo teatral del texto para no convertir algunas de las escenas de la ópera (en particular las que se refieren a los rituales colectivos de los habitantes de Catfish Row) en cuadros pintoresquistas que aluden a la negritud desde la óptica de la tarjeta postal paternalista y condescendiente. En este sentido, la puesta en escena de Will Roberson tuvo la virtud de transitar con inteligencia por esa cuerda floja sin caer en el énfasis excesivo del estereotipo racial.
Por otra parte, la audición integral de Porgy and Bess permite confirmar que, más allá de Summertime y otro par de éxitos extraídos de la ópera, se trata de una partitura sólida, inteligente, de una gran complejidad, que resulta particularmente lograda por el hecho de que el judío neoyorquino Gershwin supo equilibrar y sintetizar con mucha intuición y conocimiento de causa los parámetros usuales de la ópera con las expresiones sonoras del jazz, el blues, el gospel y el spiritual, territorios aparentemente exclusivos de los negros. Dicho de otra manera: hasta que no se demuestre lo contrario, la mejor ópera negra del repertorio es obra de un blanco... y de origen ruso, para remate.
En términos generales la representación de Porgy and Bess fue satisfactoria, pero pudo ser mejor si no se hubieran atravesado los problemas acústicos del Teatro de la Ciudad. Si bien el trabajo de sonorización y amplificación fue realizado con profesionalismo, lo cierto es que escuchar una ópera completa en la que todos los cantantes y todos los músicos están amplificados resulta no sólo agotador, sino que deja la percepción de una indeseable homogeneidad de planos sonoros que le quita buena parte de la dimensión y la profundidad al hecho operístico.
No cabe duda que el Teatro de la Ciudad es un buen espacio escénico, no sólo por su historia, sino por su presente y su futuro, y es también un buen recordatorio para nosotros los sureños del DF, en el sentido de que la oferta cultural no tiene por qué estar concentrada en nuestro rumbo. También es cierto, sin embargo, que el rico potencial de este añejo escenario requiere de una importante revaluación de sus condiciones acústicas para que los importantes trabajos de restauración y remodelación no queden truncos debido a este importante asunto.