Adolfo Sánchez Rebolledo
La transición finiquitada
Alguna vez escuché decir a un ex mandatario europeo aficionado a las frases sorprendentes que el caso mexicano era excepcional, pues aquí se daban sin interrupción la transición económica y la política, refiriéndose, por supuesto, a las grandes reformas del periodo salinista que modificaron la histórica relación entre el Estado y "la sociedad", sin ceder en el ejercicio del más autoritario de los presidencialismos que fue duramente cuestionado desde 1988. Era cosa de no desesperarse, pues al fin la democracia se impondría como el régimen que mejor corresponde a la economía de mercado.
No fueron pocos los que, alentados por la ideología del "pensamiento único", creyeron que, en efecto, mercado y democracia eran valores absolutos que no estaban sujetos a ninguna interpretación particular ni, por lo mismo, a variaciones históricas, nacionales o simplemente partidistas. Montados en ese determinismo singular llegábamos así al fin de la historia, a la tierra prometida del capitalismo en estado puro.
En una dirección distinta, políticos y ciudadanos alentaron la ilusión de que la democracia serviría para plantear y avanzar en la solución de numerosos asuntos que el viejo régimen había desterrado, pero también para corregir los excesos de la nueva economía, devolviéndole a la sociedad y a sus organizaciones las vías de participación que el poder burocrático les había expropiado. Con la victoria de la oposición y la entrada a la alternancia, el sueño parecía cumplirse y el país, por fin, podía encarar los grandes problemas nacionales en un contexto de irreversibles libertades democráticas. La transición, vista como un proceso de cambio en el plano de la legalidad político-electoral, llegaba exitosamente a su término dejando abierto el campo para el fortalecimiento de las nuevas instituciones, en particular estaba pendiente la reforma democrática del Estado y la revitalización del Poder Judicial, asunto no menor para asegurar la viabilidad de la democracia.
Sin embargo, a dos años de aquel momento estelar, las cosas en este punto siguen estancadas: la economía se vuelve contra la transición. Se olvida que en el fondo se trataba, y se trata todavía, de potenciar el pluralismo de la sociedad (no de suprimirlo) a partir de un acuerdo sustantivo sobre las tareas nacionales y un nuevo diseño acerca de los fines del Estado, pero eso no se ha producido por muy diversas razones, entre ellas el dogmatismo de los responsables de elaborar la política económica. De la esperanza de los primeros días del gobierno del cambio a la fecha bajaron las expectativas de una sociedad con numerosas necesidades insatisfechas y en esa medida subieron los reclamos y las inconformidades, más allá de si las políticas públicas fueron o no las más acertadas. Asuntos que parecían lejanos para el debate político electoral están hoy en el orden del día y todas las fuerzas sin excepción tendrán que pronunciarse sobre el sentido del mundo moderno y los alcances de la globalización, la política exterior, las reformas y el combate a la desigualdad y la pobreza.
Lo significativo es el modo como el Presidente plantea el debate en términos de todo o nada: se quiere revivir para 2003 la polarización con el PRI, que fue la base del triunfo foxista en 2000, pero el cálculo es erróneo, pues el país, como quiera, es otro y los cambios son tan absolutamente reales que valen por igual para todas las fuerzas contendientes.
Por ello puede decirse que para el gobierno foxista la consolidación de la democracia ha dejado de ser un objetivo político principal, plenamente realizable, pues ha trasladado todo el peso de su acción a los objetivos económicos, a las reformas de "segunda generación" que no estaban debidamente planteadas en su propuesta de campaña y hoy se presentan como un señuelo ideológico del que se cuelgan las esperanzas y, aunque parezca mentira, la gobernabilidad del país.
Corre entre las elites del poder y los negocios la idea de que sin esas reformas la misma transición está en riesgo, como si el paso del estatismo al libre mercado, del populismo revolucionario al liberalismo privatizador, en fin, la integración de nuestra economía al circuito comercial estadunidense apenas si hubieran cambiado la direccionalidad del desarrollo social y político de la nación. Incluso, el ingeniero Güemez, que subgobierna el Banco de México, se ha decidido a elaborar una especie de catecismo neoliberal en defensa de las reformas pendientes, que reúne y sistematiza todos los lugares comunes empleados por las agencias financieras internacionales para convencer a sus clientes. Se trata de vencer no de convencer, por lo visto.