Amor y robo
De Jack Robin a Bob Dylan
Marshall Berman
Marshall Berman es uno de los pensadores críticos
estadunidenses más sugerentes de la actualidad. Profesor de tiempo
completo de ciencias políticas en el City College de Nueva York
y profesor visitante en Stanford y Harvard, especialista en arte, literatura
y política, es autor de Todo lo sólido se desvanece en
el aire, editado por Siglo XXI, un libro clásico sobre la experiencia
de la modernidad.
Berman, de 60 años, se encuentra en México,
donde dará una serie de charlas.
Hoy impartirá, a las 11 horas, una conferencia
magistral titulada Vida urbana y mundo moderno en la Facultad de
Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Los próximos lunes
y martes hablará sobre modernidad y antimodernidad, y miércoles
y jueves sobre historia, marxismo, arte y los signos de la calle, en la
ENAH.
Este ensayo fue proporcionado por el autor a este periódico.
En él analiza cómo la película El cantante de jazz
constituye un momento clave en la fundación de la cultura pop y
en las modernas identidades negra y judía en Estados Unidos.
1. A raíz de la proliferación de tiendas
de video en todo Estados Unidos, ha sido más fácil que nunca
ver El cantante de jazz, la cinta de Al Jolson producida en 1927
por Warner Brothers. Lástima que casi nadie la vea. No sólo
es el primer largometraje sonoro de la historia, y probablemente el primer
video musical, sino una síntesis sorprendente de dos géneros
diferentes: el minstrel show (espectáculo de música
negra cantada por blancos) y el bildungsroman (novela de formación).
La mayoría de los estadunidenses instruidos se dan idea de lo importante
que ha sido el bilndungsroman en el examen de conciencia de la nación,
pero pocos conocen la importancia de la tradición minstrel,
cuya gran seriedad está envuelta en comicidad.
El momento más notable de El cantante de jazz
ocurre al terminar el segundo tercio, cuando Al Jolson se embetuna el rostro.
El personaje que representa se llama Jack Robin, pero los espectadores
recordamos quién y qué era "antes". La cinta lo mostró
primero de niño, "Jakie Rabinowitz", hijo de un cantor del Lower
East Side neoyorquino (la película lo llama "el gueto de Nueva York").
Lo vimos y oímos cantar en clubes de la calle, de hecho sus canciones
fueron los primeros sonidos en la historia del cine. El guión de
Alfred Cohn dice que Jack/Jakie tiene 13 años, la edad del Bar
Mitzvah, cuando según la tradición judía los muchachos
llegan a hombres, pero el chico que vemos (representado por Bobby Gordon)
tiene el aspecto y la voz de un niño de menos de 10.
Sin
embargo, es capaz de cantar y dominar la pantalla (pensemos en las tomas
de la prueba fílmica de Michael Jackson en Motown). Alguien le da
el pitazo a su padre, que se lo lleva a rastras del café, proclama
su desgracia eterna ("esa música de vagos callejeros"), lo azota
y lo echa a la calle. Jakie se sumerge en el crisol del vodevil, adopta
un nuevo nombre, Jack Robin, y, como tantos grandes artistas estadunidenses,
crece en el camino. Durante muchos años no volverá la vista
atrás, pero un día escucha a un cantor y siente el impulso
de regresar.
Ese cantor es una persona de carne y hueso, Yosele Ronseblatt,
una de las primeras figuras religiosas que grabaron su voz con fines comerciales.
Jack/Jakie lo escucha en un teatro de Chicago, en una "matiné especial
de canciones sagradas" cuyo clímax es un éxito en yiddish:
Aili, Aili, "Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?", adaptación del salmo 23 escrita en la década
de 1890. No es la única adaptación ni la más famosa,
sitio que corresponde al cri de coeur de Jesucristo en la cruz (en
Mateo 27:46, "Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?" son las últimas palabras de Jesús). En
la película, la imagen del cantor se disuelve en una visión
onírica del padre perdido del héroe, de modo que el drama
de familia queda teñido con el pathos del martirio. (Después
del Holocausto, Aili, Aili resurgió como el himno del martirio
de todo un pueblo.)
Con el tiempo el héroe consigue empleo en Broadway:
al fin tiene la oportunidad de triunfar y ser reconocido como estrella
en su ciudad natal. Su acto evoca muchos de esos payasos tristes que pueblan
el teatro occidental: Arlequín, Pagliacci, "el payaso de las bofetadas"
y toda una fila de grandes minstrels (de niño Jolson tocó
con los Dockstader Minstrels), excepto que, según vemos, esa tristeza
no le sienta bien: los planos de su rostro se proyectan en sentidos diferentes
y no se conectan entre sí. La narrativa, el ritmo y las tonalidades
de El cantante de jazz están construidos cuidadosamente para
mostrarnos que la historia del héroe no se refiere tanto al teatro
o al éxito como a lo que Keats llamaba la "construcción del
alma" y Erik Erikson "la identidad del ego". ¿Podrá este
hombre reunir los fragmentos de su vida? La película nos obliga
a ver que lo que está en juego es la identidad. Nos guste o no,
todos tenemos parte en ello.
2 Todo nos acerca al ensayo general, el momento solemne
en que el héroe construye el ser en el que aspira a convertirse:
en el camerino de Jack Robin, este ser es negro. Aún recuerdo mi
coraje, cuando tenía nueve años, la primera vez que vi esa
labor de pintura ?''¿Qué? ¿Esperan que nos traguemos
esto?"?, y mi asombro al ver que funcionaba. Jolson se ennegrece, y por
primera vez en la película se ve como una persona seria e integrada.
Se mira al espejo para revisar los cambios; este encuentro con su imagen
está arreglado con mucho cuidado. ¿Se reconocerá?
¿Cómo tratará con el hombre que encuentre? Su visión
se fragmenta como en un caleidoscopio mediante un montaje (en los 20 este
género era aún nuevo y fresco) y lo proyecta hacia el pasado,
a la sinagoga de su padre, a Jackie Rabinowitz, el chico cuya espontaneidad
y alegría reprimió durante veinte años. Pero al mismo
tiempo, enmarcando ese ser adolescente, está el rostro de un hombre
maduro, considerado y sensible: no un negro, sino un hombre que ha hecho
de la negritud un proyecto. Hay algo asombroso en el rostro negro que ha
construido, como si este cantante hubiera transformado el minstrel
Swanne River en un Jordán interior que necesita cruzar para alcanzar
la madurez. Miremos esos ojos: su aspecto es el de un mensch, listo
para ponerse en camino en la vida.
Pero, ¿por qué negro? ¿Qué
poder tiene la negritud para Jack? Después del momento revelador
frente al espejo, otro payaso irrumpe en escena con otra revelación:
es Yudelson, el pícaro del gueto. Esta figura sórdida y desconcertante
(Otto Lederer) no permanece mucho tiempo en pantalla, pero tiene un papel
esencial: el cruce de fronteras vitales. Al principio de la cinta es el
amigo del cantor, pero también un flaneur y amante de la
cultura callejera; encuentra a Ragtime Jackie en un club de mala muerte
y de inmediato lo delata a su padre. En la última escena, cuando
Jack/Jackie canta Mammy y conquista Broadway, Yudelson llega a decirle
que su padre está muriendo y lo insta a regresar a la familia, al
vecindario, a la sinagoga y a Dios. Reconoce al héroe por la voz:
"Sí, es Jackie, con un gemido en la voz, igual que en el templo".
Pero cuando se encuentra frente a frente con la cara negra se desorienta:
"Jackie, este no eres tú". Luego se vuelve al público y cambia
de parecer. Reconoce que el hombre que tiene al lado es Jackie, pero con
cambios enormes: "Habla como Jackie", dice, "pero se ve como su sombra".
De hecho, la sombra es una imagen primordial en la historia
de la reflexión sobre uno mismo y el otro. Data de hace mucho tiempo:
recordemos las sombras de la caverna de Platón, hace 2400 años.
Pero no fue explorada a profundidad hasta la creación de la sicología
moderna, cuyo horizonte temporal es casi el mismo del cine: La interpretación
de los sueños, de Freud, fue publicada en Nueva York en 1900.
Para los sicólogos modernos, la metáfora de la sombra se
refiere a los procesos mentales universales que llaman "proyección"
e "identificación", los cuales operan dentro del ser en formas radicalmente
opuestas. En la proyección adscribimos a otras personas toda clase
de sentimientos y deseos que no podemos aceptar en nosotros mismos. Al
hacerlo restringimos el alcance de nuestro ser y nos colocamos en un interminable
estado de guerra no sólo con la gente que nos rodea, sino con nosotros
mismos, principales sospechosos en una cruzada inútil por la pureza.
En la identificación anhelamos a los otros, queremos alcanzarlos
y tocarlos, hablar con ellos, estar cerca de ellos, ser como ellos. La
identificación nos ayuda a madurar, a convertirnos en lo que somos,
ampliar esa identidad y aprender a vivir en paz. Pero ninguno de nosotros
es capaz de identificarse con otros como se identifica con su lado oscuro
hasta que puede sacar sus sombras a la luz y encontrar la forma de vivir
con ellas.
Sin embargo, eso no nos dice aún qué hay
en esas sombras. Debe haber cierta fuerza emocional que el cantante de
jazz siente cuando lleva la máscara negra, de la cual se siente
privado cuando anda por ahí sólo con su propio rostro judío.
Recordemos el contexto histórico: en 1927, cuando se realizó
la película, se creía que los judíos estadunidenses
habían "llegado" al fin, que estaban por fin en "su hogar"; se suponía
que debían sentirse cómodos y agradecidos. (En esos años
Hitler era aún un rostro en la multitud.) Los negros, en cambio,
aunque libres de la esclavitud, eran linchados y humillados por leyes que
pudieron haber sido elaboradas por amos de esclavos. Algunos dejaban huella
en las ciudades del norte, por ejemplo en el desarrollo del jazz, pero
la mayoría, como los personajes de Faulkner, seguían encerrados
en el sur rural. Marginados del ascenso social, se veían forzados
a permanecer cerca de casa e irónicamente a preservar "el gemido
en la voz", el sonido de la emoción humana primigenia. Por lo menos
esa fue el aura con que los judíos estadunidenses ?y los cristianos
estadunidenses también?, que simpatizaban con ellos, llegaron a
mirarlos.
Se puede decir que la línea donde el pícaro
habla de la "sombra" revela toda la historia de El cantante de jazz,
una épica del siglo XX en la que los inmigrantes judíos se
identifican con los negros en formas que ayudan a desarrollar tanto la
cultura de masas como el liberalismo multicultural. Pero esa no es toda
la historia: cuando miré esa línea en el libreto de Alfred
Cohn, en la edición de Wisconsin, decía algo sorprendentemente
distinto a lo que se oye en pantalla. Lo que Yudelson dice en la versión
impresa es: "Habla como Jackie, pero se ve como un nigger (la palabra
peyorativa con que se designa en inglés a los negros)". Entonces,
la primera versión era un descarnado insulto racista. ¡Asombroso!
¿Qué ocurrió? Jamás he podido averiguarlo.
Pero de alguna forma, en el proceso de la producción cultural tuvo
lugar una revolución oscura, inadvertida, quizá inconsciente.
¿Acaso esa palabra convocaba los horrores de El nacimiento de
una nación, de Griffith? ¿Sería que los que organizaban
las escenas los recordaron y dijeron "que no se repitan jamás?"
En un par de minutos, quizá de segundos, un escupitajo en un rostro
negro se transformó en algo parecido a un abrazo, y la película
creció.
Loe escritores negros se han referido en general en forma
amistosa a El cantante de jazz de Jolson: "el logro culminante y
el éxito final de la tradición de la cara negra", dice Donald
Bogle; "la tradición del minstrel en su mejor fase de corrupción
y sentimentalismo". Podemos asegurar que no habrían sido tan amigables
si ese "nigger" hubiera llegado a la pantalla. Pero existe cierto sentido
en el que el término rechazado y borrado forma también parte
de la historia: por lo menos desde la abolición de la esclavitud,
y tal vez desde antes, los negros han empleado la palabra nigger
para referirse a otros negros a quienes consideran verdaderamente inferiores,
groseros, grungy, no idealizados, "nada como el sol". Los negros
con los que otros negros advierten a sus hijos que no deben juntarse. Generaciones
de niños negros han crecido con los mandamientos de sus padres zumbándoles
en los oídos: "No te portes como nigger", "No vistas como
nigger", "No seas nigger". Pero aun si Estados Unidos aprende
en el futuro a tratar a todos los negros con decencia y sensibilidad, e
incluso si los estadunidenses llegamos a estar tan verdaderamente unidos
como los personajes de ese hermoso y conmovedor mural que Spike Lee creó
al principio de He got game (1998), no habrá una vacuna que
pueda inmunizarnos contra "el nigger", ningún bálsamo
que nos quite la hebra negra del cabello.
Las razones de esto son complejas y profundas. El hecho
es que vivimos en una cultura profundamente comprometida no sólo
con una vida mental de oposiciones binarias, sino con la idea paradójica
de que "los últimos serán los primeros". La versión
cristiana de esta idea está elaborada en los Evangelios. Pero se
remonta mucho más atrás, por lo menos hasta el Exodo, en
el cual la esclavitud y opresión del pueblo de Israel se muestran
como las fuentes de su poder y su gloria. La antigua teología judeocristiana,
el moderno radicalismo judío y la militancia negra se asemejan en
su glorificación de los desterrados del mundo, los de hasta abajo.
Esa novelería noire hacía que Nietzche se tirara de
los cabellos, pero aunque huyera de ella no podía ocultarla, y lo
sabía. Tampoco nosotros podemos. Aparece en las páginas iniciales
de la moderna cultura de masas y de la economía de consumo del siglo
XX, con su "mínimo común denominador" y su reinado de la
Casa de Nielsen. Adorna la puerta dorada de la democracia estadunidense,
exaltando a la Estatua de la Libertad como una diosa de la inmigración
que abre los brazos a "los náufragos que llegan en oleadas a las
costas". Por desgracia, las celebraciones de los más pequeños
y los de más abajo tienen en común un riesgo tóxico
crónico, un potencial interminable de seguir resbalando. ¿Cuán
bajo podemos caer? Durante cinco décadas, el rock and roll ha sudado
sangre para descarnar el fondo y ponerlo a bailar. El "We are the future/there
is no future" (somos el futuro, no hay futuro) de Johnny Rotten puede ser
su afirmación más vehemente. Sin embargo, nuestra especie
puede ser muy en el fondo algo que el rock no puede resquebrajar: como
el sueño del fondo de Shakespeare, "no tiene fondo".
© Marshall Berman
Traducción: Jorge Anaya