Angeles González Gamio
El eterno Posada
Este año se cumplen 150 años del nacimiento de uno de los artistas más notables que ha tenido nuestro país: José Guadalupe Posada. El corpulento y jovial personaje nació en Aguascalientes en 1852; ahí aprendió dibujo y litografía en el taller de don Trinidad Pedroza, con quien colaboró en el periódico El Jicote. Por su crítica política se vieron obligados a trasladarse a Guanajuato, donde instaló un taller con Pedroza y se casó con María de Jesús Vela.
La terrible inundación que asoló en 1887 la región, dañando severamente su lugar de trabajo, lo impulsó a venirse a la capital y abrir un modesto taller en un zaguán de la calle de Santa Teresa; al poco tiempo se mudó a la calle Moneda, a una de las casas del Mayorazgo de Guerrero, de las mansiones más hermosas del Centro Histórico, convertida en vecindad y locales comerciales donde trabajaba con la vista de la hermosa vía plena de vitalidad popular; sin duda, ambos factores deben haber contribuido para la creación de ese arte extraordinario que cada día va siendo más valorado.
Al mérito artístico se puede añadir que fue un gran cronista de su época y un crítico feroz, que influyó en José Clemente Orozco y en Diego Rivera, quien escribió: "Posada, tan grande como Goya o Callot, fue creador de una riqueza inagotable, producía como un manantial de agua hirviente. Precursor de Flores Magón, Zapata y Santanón, guerrillero de hojas volantes y heroicos periódicos de oposición. Ilustrador de los cuentos y las historias, las canciones y las plegarias de la gente pobre. Combatiente tenaz, burlón y feroz; bueno como el pan y amigo de divertirse, cuyo reducto fue un humilde taller instalado en una puerta cochera a la vista pero al flanco de la iglesia de Santa Inés y de la academia de San Carlos.
Analizando la labor de Posada, puede realizarse el estudio completo de la vida social del pueblo de México. Los valores plásticos que contiene la obra son todos los más esenciales y permanentes de la obra de arte y tiene un acento mexicano puro".
Todo lo anterior se confirma al ver cualquiera de sus geniales grabados, sean sus calaveras que se emborrachan, pelean, se casan, lloran y bailan, o sus hojas volantes "que se publicarán cuando los acontecimientos de sensación lo requieran". Diariamente daba cuenta de los crímenes, los asaltos, las catástrofes naturales, como las inundaciones y los temblores, las pestes, los incendios y los milagros; no faltaban los corridos, las cartas de amor y sucesos históricos; se puede afirmar que no hubo tema que no tocara. A su fallecimiento, en 1913, su obra pasó a convertirse en el legado artístico más genuino y popular de nuestro país.
El día que efectivamente se recupere el Centro Histórico, valdría la pena instalar un pequeño museo de sitio en el que fue su taller, lo que además serviría para rescatar de la incuria en que se encuentra la soberbia casona que mandó edificar don Juan Guerrero y Luna en el siglo XVIII. Esta y una casa gemela que ahora ocupa el Instituto Nacional de Antropología e Historia, y no está en mucho mejores condiciones, las construyó el afamado arquitecto Francisco Guerrero y Torres, para que mostraran la opulencia y elegancia del mayorazgo que le fue concedido a don Juan por el rey Felipe II, en el siglo XVI.
Ambas residencias, ubicadas en Moneda y Correo Mayor, son de tezontle rojizo con elegante chiluca plateada en las molduraciones de puertas y ventanas. La que lleva el número 14-16, luce una gran portada flanqueada por columnas de capitel jónico y jambas ornamentadas con motivos geométricos; el segundo cuerpo muestra una ventana enmarcada por lacería que corre en todo su derredor. En el torreón de la esquina resalta un nicho con una escultura de la Guadalupana.
La mansión vecina, en el 18-20, que fue donde trabajó Posada, no desmerece con sus tres puertas, que corresponden a igual número de patios, ahora totalmente invadidos por puestecillos de chucherías. En las fachadas de la esquina se aprecian símbolos marianos y relieves del sol y la luna, así como el gran torreón que la corona en su parte alta.
Pensando en ese sueño vamos a comer en una realidad: las preciosas casitas gemelas del siglo XVII, con su patiecito, columbas de cantera y balcones de hierro forjado, muy bien restauradas, ubicadas en Mesones 171, que alojan al restaurante Al Andaluz, con la mejor comida libanesa de la ciudad: kepe, tabbule, hojas de parra, chanclis, jocoque, alambre de cordero. Hay que disfrutarlos teniendo cuidado de dejar lugar para los pastelillos árabes, acompañados del exquisito café, cuyos residuos le puede leer el dueño y cheff Mohamed. Los viernes es día de mariscos y no olvide que a la vuelta, en Las Cruces 42, hay un estacionamiento.