Esta vez lo recibirá un Presidente abiertamente católico
Las visitas del Papa, continuo forcejeo con las formas políticas
En este pontificado se transformó la relación Iglesia-Estado
JOSE ANTONIO ROMAN
Con un deteriorado estado de salud, que tuvo en suspenso casi hasta el final la realización del viaje a México, el papa Juan Pablo II arriba este martes a tierras mexicanas por quinta vez. Será la primera ocasión en que lo recibirá un presidente no priísta, que además es abierta y declaradamente católico.
En un hecho también inédito, Juan Pablo II oficiará públicamente una misa a la que asista el jefe del Ejecutivo mexicano, que, por su estado civil (casado en segundas nupcias con Marta Sahagún), no podrá comulgar y deberá asistir a la celebración religiosa solamente como "feligrés", sin investidura oficial, pues lo prohíbe la legislación mexicana.
Con la polémica no concluida sobre la historicidad de Juan Diego, y en una misa cuyos boletos de entrada han estado solicitadísimos por políticos, legisladores y funcionarios públicos, Juan Pablo II incluirá en el catálogo universal de los santos al primer indígena, 471 años después de haber sido el vidente de la Virgen de Guadalupe.
La historia de estas visitas comenzó a escribirse el 26 de enero de 1979. Después de la primera nada fue igual. El pontificado de Juan Pablo II, el quehacer de los obispos mexicanos, el gobierno y las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica quedaron marcados.
Para muchos lo ocurrido esos días que duró la primera estancia de Juan Pablo II -del 26 al 31 de enero de 1979- fue el "despertar" de la jerarquía católica a la vida pública, incluso en el terreno político, tras la "sumisión" vivida en las décadas siguientes a la guerra cristera. Ni el gobierno mexicano ni la Iglesia misma esperaban el multitudinario recibimiento que a su paso por las principales calles de la ciudad de México le dieron los fieles al jerarca de la Iglesia católica.
Elegido sucesor de San Pedro en octubre de 1978, fue en diciembre de ese mismo año, apenas un mes antes de concretarse la visita, cuando ésta fue confirmada por el Vaticano. La inauguración de la tercera asamblea general de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano (Celam), en Puebla -compromiso que ya había aceptado el papa Paulo VI-, era el motivo principal. Desde el anuncio la visita generó gran expectación; por un lado, por la forma en que sería recibido por un gobierno abiertamente declarado laico, en un país que varias décadas atrás había vivido un enfrentamiento religioso, y por el otro porque el mundo quería conocer cuáles serían los lineamientos de la Iglesia católica durante el pontificado recién iniciado.
Tendencia al socialismo
Además, en América Latina estaba en apogeo una corriente teológica de abierto apoyo a los sectores sociales más pobres, con cierta tendencia al socialismo, situación que preocupaba seriamente desde hacía tiempo a la curia romana. La Teología de la Liberación ganaba cada vez más adeptos, incluso entre no pocos obispos latinoamericanos, región donde está la mayor concentración de católicos en el mundo.
Antes de esta primera visita hubo dos relevos eclesiásticos que también influyeron en el desarrollo de los acontecimientos. A mediados de 1977 el cardenal Miguel Darío Miranda se retiraba, dejando su lugar a Ernesto Corripio Ahumada como arzobispo de México. Pero también Mario Pío Gaspari, delegado apostólico, era enviado como pronuncio a Japón, y la Santa Sede había nombrado para remplazarlo a Sotero Sanz Villalba, nuncio apostólico en Chile y testigo de la caída del presidente Salvador Allende. Una muerte repentina le impidió siquiera tomar posesión de su cargo. El Vaticano envió entonces a Girolamo Prigione, quien se convertiría, con el paso de los años, en actor fundamental de las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica.
En diciembre de 1978 un grupo oficial de enlace visitó Roma, con la misión de extender al nuevo papa la invitación del presidente José López Portillo para visitar México al mes siguiente. El pontífice ya había aceptado la petición del Episcopado mexicano para asistir a la inauguración de la tercera asamblea de la Celam, que debía realizarse en Puebla en febrero de 1979.
Aquella primera visita de 1979 se dio en medio de no pocas voces discordantes, y muchas en abierta oposición. La decisión del gobierno había sido tomada: el Papa sería recibido por el presidente en calidad de "huésped distinguido". No había relaciones diplomáticas para ser recibido con honores de jefe de Estado.
El pontífice llegó a México el viernes 26 de enero de 1979. Bajó del avión y besó el suelo mexicano, ganándose a la gente. El presidente López Portillo y su esposa lo recibieron: "Señor, sea usted bienvenido a México. Que su misión de paz y concordia, y los esfuerzos de justicia que realiza tengan éxito en su próxima jornada. Lo dejo en manos de las jerarquías y fieles de su Iglesia y que todo sea para bien de la humanidad". Juan Pablo II respondió al escueto saludo de manera similar: "Esta es mi misión y mi ministerio. Tengo gran satisfacción de estar en México". Sin más, el mandatario y su esposa se retiraron.
Ese mismo día, por la tarde, el Papa visitó al presidente y a su familia en la residencia oficial de Los Pinos. Meses después se sabría que ofició una misa privada a petición de la madre del jefe del Ejecutivo.
En sus diferentes discursos dibujó lo que serían las características de su pontificado. A los obispos miembros de la Celam les dijo que deberían tocar como punto de partida las conclusiones de Medellín (1968), con todo lo que tienen de positivo, pero sin ignorar las "incorrectas interpretaciones" que exigían "sereno discernimiento, oportuna crítica y claras tomas de posición". El mensaje fue directo contra la Teología de la Liberación.
Exigió a los obispos vigilar la pureza de la doctrina; rechazó la concepción de un Cristo implicado en la lucha de clases; situó a la Iglesia con los desheredados; afirmó que la legítima propiedad privada debe tener una "hipoteca social", e incitó a los clérigos a ser fuertes defensores de los derechos humanos. Además les remarcó a los sacerdotes que no eran dirigentes sociales, políticos o funcionarios de un poder temporal.
Sin embargo, exhortó a los clérigos a "iluminar" con el Evangelio toda actividad humana, incluso la política. Los obispos mexicanos le tomaron la palabra.
Las reformas
En medio de un polémico debate nacional sobre la conveniencia de llevar a cabo las reformas constitucionales en materia religiosa, incluido el artículo 130 -uno de los pocos, muy pocos preceptos de la Carta Magna que se mantenían intactos desde su promulgación en 1917-, se realizó del 6 al 13 de mayo de 1990 la segunda visita papal.
Sin duda, la presencia y discursos del Papa durante ocho días en una docena de ciudades sirvieron para que 19 meses después, en diciembre de 1991, el Congreso aprobara dichas reformas, reconociendo personalidad jurídica a las iglesias. El 21 de septiembre de 1992 se establecían las relaciones diplomáticas entre México y el Vaticano.
La beatificación de Juan Diego fue el primer acto de Juan Pablo II tras el recibimiento que le dio el presidente Carlos Salinas de Gortari en el hangar presidencial.
Al igual que 11 años antes, el recibimiento por las principales calles de la ciudad fue multitudinario, con dos diferencias: el pontífice era visto ya detrás de una fortaleza de cristal, y no tenía el enorme vigor de antaño. El papamóvil fue resultado de las fuertes medidas de seguridad aplicadas luego del atentado que sufriera el 13 de mayo de 1981 en la Plaza de San Pedro, durante un recorrido en un vehículo descubierto.
Prácticamente se reunió con todos los sectores y grupos sociales, desde los indígenas hasta los intelectuales y políticos, pasando por trabajadores, empresarios y jóvenes. El viaje y toda la logística corrieron a cargo del gobierno del presidente Salinas, "artífice" de las reformas constitucionales en materia religiosa. Juan Pablo II respondió con asistir, en su encuentro con las clases populares, al valle de Chalco, zona donde operó el proyecto de política social más importante del salinismo: Solidaridad.
Como en ninguna de las visitas realizadas por el Papa a México, en esta segunda las relaciones entre el gobierno y la Iglesia católica, entre el presidente Salinas y la jerarquía eclesiástica, fueron calificadas de "excelentes".
El protocolo diplomático
La ciudad de Mérida y el centro religioso maya de Izamal, donde se reunió con representantes indígenas del continente, fueron los escenarios de la tercera estancia de Juan Pablo II en México, la cual duró escasas 24 horas. A diferencia de las dos anteriores, el 11 de agosto de 1993 fue recibido ya como jefe de Estado; el protocolo diplomático estuvo presente.
El pontífice deseaba compensar a los meridenses por la visita que había cancelado un año antes, a raíz de una de las tantas intervenciones quirúrgicas a las que ha sido sometido. A los indígenas les dijo que el mundo no podía sentirse tranquilo y satisfecho ante la situación caótica y desconcertante que se presentaba ante los ojos de la humanidad: sectores de la población, familias e individuos cada vez más ricos y privilegiados, frente a pueblos enteros, familias y multitudes víctimas de la pobreza, del hambre y las enfermedades.
Samuel Ruiz, en ese entonces obispo de San Cristóbal de las Casas, diócesis con población eminentemente indígena, intentó infructuosamente entregar al pontífice una carta titulada En esta hora de gracia, en la cual -después de supo- advertía implícitamente del movimiento armado indígena que podía darse en esa región de Chiapas y que estalló el primero de enero de 1994.
La reunión con indígenas dio por concluidos los festejos por el quinto centenario de la evangelización de América.
En la última visita, Juan Pablo II entregó en la basílica de Guadalupe el documento postsinodal Eclessia en América. Mucho se dijo que esa visita no era propiamente a México, sino al templo mariano para entregar el documento, resultado del sínodo que había reunido un año atrás en Roma a decenas de obispos del continente americano.
Por ello, no pocos obispos de Norte, Centro y Sudamérica esperaban que en las intervenciones ante el Papa hubiera alguna representación eclesiástica de todo el continente, circunstancia que no permitió el cardenal Rivera, quien acaparó todos los mensajes. Ningún obispo que no fuera él habló en algún acto ante el Papa. Los reclamos, en silencio, fueron muchos.
Así, tras su recibimiento como jefe de Estado por el presidente Ernesto Zedillo, del 22 al 26 de enero de 1999, el Papa, con una fortaleza física muy mermada, entregó el documento postsinodal a los obispos, visitó a los pacientes en etapa terminal del hospital Adolfo López Mateos del ISSSTE, ofició una misa multitudinaria en el autódromo Hermanos Rodríguez y tuvo el encuentro con las "cuatro generaciones" del siglo XX en el estadio Azteca.
La promoción que se hizo de esta cuarta visita, en la cual las imágenes de Juan Pablo II y de la Virgen de Guadalupe aparecieron en bolsas de papas fritas y latas de refresco, fue severamente cuestionada por su excesiva comercialización.