Guillermo Almeyra
Argentina: el país de las sectas (II)
La crisis económica, la crisis de los aparatos
de dominación y de mediación y la crisis del pensamiento
único neoliberal, por supuesto, empujan hacia ambos polos sociales
y políticos a vastos sectores juveniles, llenos de rabia contra
un régimen que les cancela el futuro y con escasa experiencia. De
ahí el crecimiento numérico, en todo el mundo, de las extremas
derechas y de los grupos extremistas de izquierda, así como la radicalización
de quienes buscan una alternativa al capitalismo en los movimientos contra
la política del capital financiero que dirige la actual globalización
(o sea, de los trotskistas serios, los ambientalistas ecosocialistas serios,
los socialcristianos serios, los comunistas reformadores serios, etcétera,
y subrayo lo de serio para diferenciarlos de los agitados lanzadores de
palabras y de piedras, en lugar de ideas). Pero esa radicalización
no por fuerza se identifica con las sectas, aunque las explica, ya que
las mismas tienen sus raíces en la historia social y cultural de
cada país ¿por qué, si no, las sectas "revolucionarias",
trotskistas, comunistas o peronistas, que pululan en Argentina no tienen
el mismo peso en Uruguay o Chile o en Venezuela? La radicalización,
en las condiciones argentinas, lleva también al desarrollo de un
nuevo tipo de anarquismo. O sea, a la combinación entre, por un
lado, un apoliticismo (la "política" sería cosa sucia) generalizado
y de un radicalismo político sin discutir cómo concretar
las exigencias que se formulan y cómo organizarse y hacer las alianzas
necesarias para hacerlas triunfar y, por otro, una muy saludable y necesaria
democracia directa y asamblearia.
El viejo anarquismo era obrero y tenía sus raíces
en el mundo campesino y artesanal de los inmigrantes, sobre todo italianos
y españoles, que marcaron con sus luchas heroicas al movimiento
obrero y sindical argentino y dejaron su herencia a los trabajadores de
base peronistas. Los sindicalistas revolucionarios sorelianos, tan importantes
en Argentina, tomaban por su parte del anarquismo el radicalismo, pero
su "apoliticismo" no excluía la negociación política
con los gobiernos o, como el primer secretario de la Confederación
General del Trabajo peronista, el telefónico Gay, su participación
en el aparato ampliado del poder capitalista nacional. Más de 50
años después, el país no está compuesto por
inmigrantes, muchos de los hijos y nietos de los mismos pertenecen a las
clases medias, y el peronismo obrero apoliticista, apartidario y espontaneísta
de la resistencia contra todas las dictaduras reforzó la prescindencia
de los partidos, incluso de izquierda, en la mayoría de la población
y el rechazo por la política, así como la subestimación
de los análisis teóricos sobre la realidad, para transformarla.
Al mismo tiempo, el movimiento obrero dotó a los oprimidos y dominados
con las herramientas libertadoras de las asambleas, de los comités,
de las movilizaciones. Pero, sin proyecto ni organización central
capaz de socializar las experiencias y de hacer política en cada
situación concreta, quedó abierto el camino para el aparatismo
de las sectas y para el caudillismo clásico de los Salvadores de
la Patria, o sea, para un tipo de políticos y de política
ajenos a las intenciones declaradas de asambleístas y piqueteros.
Este anarquismo de retorno, de clase media, impresionista,
antiviolento y apolítico (que no sabe que es político y que
hace política) es mayoritario frente a las sectas (aparatitos centralizados
en versión caricatural del leninismo), pero le abre el flanco a
las mismas, porque ellas tienen organización y objetivos y coinciden,
en su radicalismo verbal, con la negativa del primero a hacer política,
es decir, frentes, alianzas, compromisos, concesiones y en su incomprensión
de qué es el poder capitalista, que no consiste sólo en los
tres poderes legales, sino esencialmente en el control de los medios de
producción fundamentales y en la dominación, contra los cuales
hay que combatir y presentar alternativas.
Para las sectas o los neoanarquistas no hay divisiones
interburguesas, sectores en conflicto, contradicciones y las clases son
bloques homogéneos (los "proletarios", todos supuestamente anticapitalistas,
no podrían por lo tanto, tener sectores que voten por Menem y el
"que se vayan todos" incluye a los que están contra esos "todos",
es decir, los agentes del capital; entre los colores, sólo reconocen
el blanco y el negro). Por eso las sectas pesan en las asambleas contra
la participación en las elecciones con una fórmula de Frente
Social Alternativo, capaz de dar vuelta a la tortilla del intento del gobierno
de legitimarse y perpetuarse con los comicios de marzo. De este modo refuerzan
el atraso político de quienes hacen política -y bien avanzada-
en otros planos y en vez de educar en la democracia lo hacen en el sectarismo
excluyente. El buen sentido elemental exige, en cambio, crear un polo que
dispute la hegemonía a los "todos" que hay que echar. Exige hacer
acuerdos básicos que abran el camino a la lucha por una alternativa
y satisfagan las más elementales exigencias populares. Exige golpear
juntos sobre el mismo clavo, manteniendo sin embargo cada uno su martillo
firmemente en la mano.