SIGNOS OMINOSOS E INACEPTABLES
En
días pasados, la esposa de Alfredo Jalife-Rahme, columnista de este
diario, recibió, de manera personal y ominosa, amenazas orientadas
a amedrentar a nuestro colaborador y a disuadirlo de que ejerza su plena
libertad de expresión tal como lo ha venido haciendo hasta la fecha.
De suyo condenable por tratarse de un conato de censura mediante el terror,
esta amenaza resulta especialmente odiosa, además, porque introduce
factores de zozobra en el en- torno familiar del columnista y porque evidencia
que alguien ha ordenado espiar los movimientos de las personas cercanas
al autor de Bajo la lupa.
Resulta difícil creer que en los tiempos que corren,
cuando el país se encuentra empeñado en hacer realidad las
prácticas democráticas y la plena vigencia de las leyes,
persistan intereses inconfesables como ese desde el cual se envió
el amago contra Jalife-Rahme, y que todavía existan márgenes
de impunidad para cometer tales atropellos contra la libertad de pensamiento
y expresión.
No hay indicios para suponer o sugerir que las amenazas
provengan de algún ámbito de la administración pública,
como solía ocurrir en un pasado no muy remoto, pero sí existen
elementos para demandar que el gobierno federal haga valer sus facultades
legales a fin de investigar el amago e identificar a los autores físicos
e intelectuales de la agresión, no sólo para garantizar la
integridad física de nuestro colaborador y de su familia, sino también
para avanzar en la erradicación del anonimato y la impunidad de
que suelen disfrutar quienes en nuestro país cometen el delito de
amenaza.
Pero en la actualidad los amagos a la libertad de expresión
tienen también manifestaciones más sutiles que las amenazas
guarurescas contra nuestro colaborador. Una de ellas es el perceptible
golpeteo que se ejerce contra publicaciones críticas desde las ofi-
cinas del gobierno federal encargadas de administrar los presupuestos para
la publicidad del sector público.
Ello no necesariamente implica que exista un designio
del Ejecutivo federal como tal para intentar acallar, por esa vía
perversa, a los diarios y revistas que disienten de las políticas
gubernamentales, pero sí denota que diversos funcionarios vinculados
con las áreas de comunicación social siguen pensando -como
en los tiempos de José López Portillo, quien justificaba
sus campañas de boicot publicitario contra medios críticos
arguyendo que no le gustaba "pagar para que me peguen"- que el dinero del
gobierno federal es de su propiedad y no de la nación.
Tales funcionarios, entrenados, a lo que puede verse,
en un desempeño patrimonialista, arbitrario y a todas luces antidemocrá-tico,
suponen que mediante la asignación de recursos de publicidad pública
a ciertos medios informativos y su denegación a otros pueden alterar
el flujo informativo y analítico en favor del gobierno que los contrata;
de esa manera pretenden quedar bien con sus jefes, sin darse cuenta de
que a la larga les hacen un flaco favor, toda vez que perpetúan
(en el seno de un régimen que busca el cambio) factores de las corruptas
relaciones entre la prensa y el poder público que caracterizaban
el pasado reciente.