DESFILADERO
Jaime Avilés
El crimen del padre Onésimo
En 1539 el obispo de Guadalajara pidió la represión; en 2002,
el de Ecatepec repite la historia
UNA desmedida afición a la lectura de novelas
de caballería me ha nublado las entendederas, distorsionando por
completo mi percepción de la realidad. Lo mismo le ocurrió
a Santa Teresa de Avila cuando niña: sugestionada con las peripecias
de Amadís de Gaula o Rolando el Furioso, vivía en el siglo
XVI, pero se creía inmersa en el siglo XII. El suyo no era un trastorno
individual, sino la expresión de una sicosis colectiva de tal magnitud
que Miguel de Cervantes sintió la obligación de denunciarla
en Don Quijote de La Mancha.
A mí, en lo particular, no me han afectado aquellas
novelas de caballería, sino las nuestras; o sea, los relatos que
escribieron en su tiempo los invasores de América y los estudios
posteriores que se han hecho sobre la Conquista. Hoy, con los pies tímidamente
asentados en el siglo XXI, veo a México en su conjunto como era
en el siglo XVI.
Me explico. En 1519, las tropas de Hernán Cortés
desembarcaron en la costa del Golfo de México, procedentes de Cuba,
y descargaron con sus avíos de guerra una nueva política,
una nueva economía y una nueva religión. En 1520, gracias
a una habilidosa política de alianzas, penetraron en el corazón
del poder al aposentarse en Tenochtitlan. A partir de 1521 comenzaron la
destrucción definitiva e irreversible del orden social que existía
hasta el momento.
En 1981, las huestes de Milton Friedman desembarcaron
en el Partido Revolucionario Institucional, procedentes de Chicago, y descargaron
con sus avíos de guerra una nueva política (el neoliberalismo),
una nueva economía (el monetarismo) y una nueva religión
(basada en la adoración del mercado). En 1982, gracias a una habilidosa
política de alianzas, penetraron el corazón del poder al
adueñarse de la Presidencia de la República. A partir de
1983 comenzaron la destrucción definitiva e irreversible del orden
social prexistente.
La victoria de Cortés auspició el arribo
de legiones de muertos de hambre, oportunistas sin escrúpulos y
aventureros de la peor catadura moral, que saquearon todo lo que hallaban
a su paso, mientras la corona, por medio de ellos, reproducía en
México el orden social de España. Quinientos años
más tarde, tras la victoria electoral de Miguel de la Madrid, nuevas
legiones de oportunistas amorales volvieron a saquear todo lo que hallaban,
mientras Wall Street, valiéndose de ellos, reproducía en
México el orden social de una república bananera.
Antes de la Conquista había en México una
sociedad, injusta y autoritaria, estratificada en clases. Cuando la corona
española consolidó su dominación, todos los habitantes
originales del país pasaron a ser pobres y, en su gran mayoría,
miserables. Antes del neoliberalismo, en nuestra injusta y autoritaria
sociedad, había ricos, capas medias y pobres. Hoy, con excepción
de un millón de habitantes (1 por ciento de la población),
todos somos pobres y casi la mitad de éstos (40 millones, según
el Banco Mundial) son miserables. ¿En qué siglo vivimos actualmente?
La tecnología nos dice que en el XXI, pero la historia y la política
son las mismas de la primera mitad del XVI. El obispo Onésimo Cepeda
Silva comparte conmigo esta creencia. Juzgue usted si no...
Los encomenderos
Tres
métodos emplearon los invasores del siglo XVI para implantar su
control sobre la tierra. Uno fue el de la violencia directa (la ocupación
militar), como en los casos de Tlaxcala, Tenochtitlan o Tzintzuntzan. El
segundo fue la creación de villas en terrenos despoblados, como
Guadalajara (1531), que estuvo en tres lugares distintos (Nochistlán,
Tlacotán y Atejamac), antes de quedarse para siempre en este último.
El tercero fue la alianza con caciques indígenas que, después
de adherirse a la corona y a la Iglesia, reagruparon a sus pueblos en sitios
inhóspitos y los incorporaron pacíficamente al nuevo orden
social, como sucedió por ejemplo con Querétaro (1541).
Para premiar a los soldados que habían participado
en la conquista y al mismo tiempo garantizar la gobernabilidad en regiones
aisladas, la corona echó mano de una institución medieval
llamada la encomienda. La tierra y los indios fueron repartidos entre los
militares ibéricos más destacados, llamados encomenderos,
quienes tenían tres deberes con sus encomendados: evangelizarlos,
enseñarles el castellano e imponerles trabajos forzados para que,
por medio de su amo, pagaran diezmo a la Iglesia y tributo al rey.
Nuestros modernos conquistadores han emulado al pie de
la letra a sus ancestros. Se apoderaron del país mediante la violencia
directa (el fraude electoral de 1988, sinónimo de golpe de Estado),
crearon nuevas ciudades económicas (los 10 grupos industriales que
son dueños de 70 por ciento de todo lo que hay en México,
y que hoy poseen, excepto Pemex y la CFE, el antiguo patrimonio de la nación)
y se aliaron con los viejos caciques (Roberto Madrazo en Tabasco es el
más emblemático).
Tanto en el siglo XVI como en el XXI muchos de aquellos
viejos caciques se transformaron en encomenderos: en el pasado tal fue
el caso de Conní en Querétaro o de Nicolás de San
Luis Montañez en Acámbaro, como en el presente lo son Diego
Fernández de Cevallos en San Juan del Río, que desde allí
ha expandido su influencia sobre Querétaro, o el grupo Atlacomulco
que predomina en el estado de México. Más que gobernador
de esta entidad, Arturo Montiel aparece como un típico encomendero.
Su conducta frente al proyecto de Texcoco así lo demuestra.
Los encomenderos de antes contaban con el respaldo de
la Iglesia y de sus propias fuerzas armadas. Cuando éstas eran insuficientes
para mantener el orden, solicitaban auxilio al virrey. Los encomenderos
de hoy no han cambiado en absoluto: Montiel dispone de una policía
y de un procurador tan salvajes como los del siglo XVI, y goza del apoyo
de un obispo, el de Ecatepec, idéntico al que había en Guadalajara
en 1539.
Quieren sangre
Fray Pedro de Ayala era, en 1539, el principal representante
de la Iglesia católica en la vasta región que Nuño
Beltrán de Guzmán había sometido al poder de la corona
bajo el nombre de Nuevo Reino de Galicia y que abarcaba lo que hoy son
los estados de Colima, Jalisco, Nayarit y Sinaloa. En los alrededores de
Guadalajara, su errante ciudad capital, habitaban los cazcanes, una rama
lingüística de los indómitos chichimecas, dispersos
en distintos grupos en el norte del país.
Desde la fundación de Guadalajara, los cazcanes
se habían mostrado más bien amistosos con los invasores,
pero los malos tratos recibidos a lo largo de una década terminaron
por orillarlos a la rebelión. Incapaces de contenerlos, las autoridades
civiles pidieron ayuda al virrey Antonio de Mendoza. Este respondió
mandándoles como refuerzos a los hombres de Pedro de Alvarado y
Cristóbal de Oñate, que andaban por allí, uno preparando
una expedición a California, otro buscando rutas para avanzar por
el desierto.
En junio de 1541 los cazcanes no sólo se habían
apoderado de los campos y de los caminos que iban a Zacatecas, por donde
no dejaban transitar a nadie, sino que atacaron a Guadalajara con tal violencia
que destrozaron la ciudad, si bien no pudieron conservarla en su poder.
El obispo fray Pedro de Ayala escribió entonces al virrey, exponiéndole
la situación con tremendismo. Antonio de Mendoza organizó
una fuerza militar de 50 mil soldados, de los cuales 20 mil eran europeos
y el resto guerreros mexicas y tlaxcaltecas en calidad de "auxiliares".
Estos partieron de México-Tenochtitlan el 29 de septiembre, y el
16 de diciembre culminaron su campaña con una matanza pavorosa que
tuvo su último enfrentamiento, durante siete días, en el
cerro del Mixtón.
En octubre de 2001, un decreto del gobierno federal expropió
las tierras de los indígenas nahuas del valle de Texcoco para construir
un aeropuerto. Los afectados reaccionaron de inmediato y salieron a la
calle a manifestar su disgusto blandiendo sus elementales herramientas
de trabajo. Mantuvieron sus protestas a lo largo de nueve meses, ante el
disgusto y la indiferencia de los encomenderos de todo el país,
acaudillados por el señor de Atlacomulco.
El jueves 11 de julio de 2001 las fuerzas armadas de Montiel
la emprendieron a palos contra los indígenas, apresando a sus dirigentes.
Los pueblos del valle, en consecuencia, tomaron los caminos y repitieron
en todos los tonos que estaban dispuestos a morir antes que perder sus
milpas. Encabezados por el señor de Atlacomulco, los encomenderos
del país convencieron al virrey en turno de que debía aplastarlos
sin miramientos. La noche del sábado 13, el Ejército tomó
posiciones en los alrededores.
Intervinieron, por fortuna, otros factores, atípicos
del siglo XVI: la prensa internacional vigilaba estrechamente y las encuestas
decían que la opinión pública no estaría de
acuerdo con la matanza. El virrey, finalmente, actuó como estadista
y al cuarto para las 12, con gran prudencia y visión, canceló
la expedición punitiva. Este ha sido, hasta hoy, el mayor acierto
de su gobierno. Una encuesta publicada por Reforma el 7 de agosto
así lo confirma: 74 por ciento de los consultados respalda, hoy,
hoy, hoy, la sabia decisión del gobierno.
Sin embargo, todos los encomenderos del país, especialmente
el señor de Atlacomulco, están furiosos, y por medio de un
periodiquito histérico llevan un mes criticando, en todas sus secciones
y con todas sus plumas, la "debilidad" del gobierno que cedió -eso
es lo que más los irrita- ante "300 machetes". Quieren sangre y
no lo ocultan. Prueba de ello es la desvergonzada declaración de
Onésimo Cepeda quien, el viernes 2 de agosto, dijo: "Aun cuando
haya muerto una persona, aun cuando hayan muerto 500, el aeropuerto tenía
que hacerse" (Milenio, 3/agosto/02).
¿Cuántas veces ha criticado el Atlacomulco
News las criminales palabras del obispo de Ecatepec, digno émulo
de fray Pedro de Ayala? ¡Ninguna! ¿Cuántas veces los
representantes de la Iglesia han manifestado su desacuerdo con ese punto
de vista tan poco cristiano y caritativo? ¡Ninguna! Pero sectores
minoritarios, adoradores de la vela perpetua, han puesto el grito en el
cielo, invocando la censura y clamando por la destitución de altos
funcionarios del gobierno, porque éste ha autorizado la exhibición
masiva de una película del talentoso Carlos Carrera, llamada El
crimen del padre Amaro.
En esa cinta un joven sacerdote (Gael García Bernal)
embaraza a su noviecita pueblerina (Ana Claudia Talancón), y en
lugar del colgar los hábitos, como ésta le pide, la lleva
a una clínica de abortos clandestinos donde la pobre muchacha, al
igual que miles de mujeres desprotegidas cada año, muere con el
útero perforado por un espantacigüeñas en lugar
de recibir la debida atención médica.
Lo del aeropuerto de Texcoco es ya lo de menos. Pero los
encomenderos están empeñados en darle al gobierno un castigo
ejemplar, el del linchamiento implacable en los medios, para que ante la
próxima expresión de descontento responda con furia demencial
y se manche las manos de sangre. Nuestros ricos están desesperados.
Además de ser dueños ya de todo, ahora claman por la dictadura
y no lo ocultan. Será porque han leído, ellos también,
demasiadas novelas de caballería... pero de la caballería
estadunidense, la que arrasaba con todo en los tiempos del Far West.