Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 10 de agosto de 2002
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Política
DESFILADERO

Jaime Avilés

El crimen del padre Onésimo

En 1539 el obispo de Guadalajara pidió la represión; en 2002, el de Ecatepec repite la historia

UNA desmedida afición a la lectura de novelas de caballería me ha nublado las entendederas, distorsionando por completo mi percepción de la realidad. Lo mismo le ocurrió a Santa Teresa de Avila cuando niña: sugestionada con las peripecias de Amadís de Gaula o Rolando el Furioso, vivía en el siglo XVI, pero se creía inmersa en el siglo XII. El suyo no era un trastorno individual, sino la expresión de una sicosis colectiva de tal magnitud que Miguel de Cervantes sintió la obligación de denunciarla en Don Quijote de La Mancha.

A mí, en lo particular, no me han afectado aquellas novelas de caballería, sino las nuestras; o sea, los relatos que escribieron en su tiempo los invasores de América y los estudios posteriores que se han hecho sobre la Conquista. Hoy, con los pies tímidamente asentados en el siglo XXI, veo a México en su conjunto como era en el siglo XVI.

Me explico. En 1519, las tropas de Hernán Cortés desembarcaron en la costa del Golfo de México, procedentes de Cuba, y descargaron con sus avíos de guerra una nueva política, una nueva economía y una nueva religión. En 1520, gracias a una habilidosa política de alianzas, penetraron en el corazón del poder al aposentarse en Tenochtitlan. A partir de 1521 comenzaron la destrucción definitiva e irreversible del orden social que existía hasta el momento.

En 1981, las huestes de Milton Friedman desembarcaron en el Partido Revolucionario Institucional, procedentes de Chicago, y descargaron con sus avíos de guerra una nueva política (el neoliberalismo), una nueva economía (el monetarismo) y una nueva religión (basada en la adoración del mercado). En 1982, gracias a una habilidosa política de alianzas, penetraron el corazón del poder al adueñarse de la Presidencia de la República. A partir de 1983 comenzaron la destrucción definitiva e irreversible del orden social prexistente.

La victoria de Cortés auspició el arribo de legiones de muertos de hambre, oportunistas sin escrúpulos y aventureros de la peor catadura moral, que saquearon todo lo que hallaban a su paso, mientras la corona, por medio de ellos, reproducía en México el orden social de España. Quinientos años más tarde, tras la victoria electoral de Miguel de la Madrid, nuevas legiones de oportunistas amorales volvieron a saquear todo lo que hallaban, mientras Wall Street, valiéndose de ellos, reproducía en México el orden social de una república bananera.

Antes de la Conquista había en México una sociedad, injusta y autoritaria, estratificada en clases. Cuando la corona española consolidó su dominación, todos los habitantes originales del país pasaron a ser pobres y, en su gran mayoría, miserables. Antes del neoliberalismo, en nuestra injusta y autoritaria sociedad, había ricos, capas medias y pobres. Hoy, con excepción de un millón de habitantes (1 por ciento de la población), todos somos pobres y casi la mitad de éstos (40 millones, según el Banco Mundial) son miserables. ¿En qué siglo vivimos actualmente? La tecnología nos dice que en el XXI, pero la historia y la política son las mismas de la primera mitad del XVI. El obispo Onésimo Cepeda Silva comparte conmigo esta creencia. Juzgue usted si no...

Los encomenderos

cepeda_sta_clara_x21Tres métodos emplearon los invasores del siglo XVI para implantar su control sobre la tierra. Uno fue el de la violencia directa (la ocupación militar), como en los casos de Tlaxcala, Tenochtitlan o Tzintzuntzan. El segundo fue la creación de villas en terrenos despoblados, como Guadalajara (1531), que estuvo en tres lugares distintos (Nochistlán, Tlacotán y Atejamac), antes de quedarse para siempre en este último. El tercero fue la alianza con caciques indígenas que, después de adherirse a la corona y a la Iglesia, reagruparon a sus pueblos en sitios inhóspitos y los incorporaron pacíficamente al nuevo orden social, como sucedió por ejemplo con Querétaro (1541).

Para premiar a los soldados que habían participado en la conquista y al mismo tiempo garantizar la gobernabilidad en regiones aisladas, la corona echó mano de una institución medieval llamada la encomienda. La tierra y los indios fueron repartidos entre los militares ibéricos más destacados, llamados encomenderos, quienes tenían tres deberes con sus encomendados: evangelizarlos, enseñarles el castellano e imponerles trabajos forzados para que, por medio de su amo, pagaran diezmo a la Iglesia y tributo al rey.

Nuestros modernos conquistadores han emulado al pie de la letra a sus ancestros. Se apoderaron del país mediante la violencia directa (el fraude electoral de 1988, sinónimo de golpe de Estado), crearon nuevas ciudades económicas (los 10 grupos industriales que son dueños de 70 por ciento de todo lo que hay en México, y que hoy poseen, excepto Pemex y la CFE, el antiguo patrimonio de la nación) y se aliaron con los viejos caciques (Roberto Madrazo en Tabasco es el más emblemático).

Tanto en el siglo XVI como en el XXI muchos de aquellos viejos caciques se transformaron en encomenderos: en el pasado tal fue el caso de Conní en Querétaro o de Nicolás de San Luis Montañez en Acámbaro, como en el presente lo son Diego Fernández de Cevallos en San Juan del Río, que desde allí ha expandido su influencia sobre Querétaro, o el grupo Atlacomulco que predomina en el estado de México. Más que gobernador de esta entidad, Arturo Montiel aparece como un típico encomendero. Su conducta frente al proyecto de Texcoco así lo demuestra.

Los encomenderos de antes contaban con el respaldo de la Iglesia y de sus propias fuerzas armadas. Cuando éstas eran insuficientes para mantener el orden, solicitaban auxilio al virrey. Los encomenderos de hoy no han cambiado en absoluto: Montiel dispone de una policía y de un procurador tan salvajes como los del siglo XVI, y goza del apoyo de un obispo, el de Ecatepec, idéntico al que había en Guadalajara en 1539.

Quieren sangre

Fray Pedro de Ayala era, en 1539, el principal representante de la Iglesia católica en la vasta región que Nuño Beltrán de Guzmán había sometido al poder de la corona bajo el nombre de Nuevo Reino de Galicia y que abarcaba lo que hoy son los estados de Colima, Jalisco, Nayarit y Sinaloa. En los alrededores de Guadalajara, su errante ciudad capital, habitaban los cazcanes, una rama lingüística de los indómitos chichimecas, dispersos en distintos grupos en el norte del país.

Desde la fundación de Guadalajara, los cazcanes se habían mostrado más bien amistosos con los invasores, pero los malos tratos recibidos a lo largo de una década terminaron por orillarlos a la rebelión. Incapaces de contenerlos, las autoridades civiles pidieron ayuda al virrey Antonio de Mendoza. Este respondió mandándoles como refuerzos a los hombres de Pedro de Alvarado y Cristóbal de Oñate, que andaban por allí, uno preparando una expedición a California, otro buscando rutas para avanzar por el desierto.

En junio de 1541 los cazcanes no sólo se habían apoderado de los campos y de los caminos que iban a Zacatecas, por donde no dejaban transitar a nadie, sino que atacaron a Guadalajara con tal violencia que destrozaron la ciudad, si bien no pudieron conservarla en su poder. El obispo fray Pedro de Ayala escribió entonces al virrey, exponiéndole la situación con tremendismo. Antonio de Mendoza organizó una fuerza militar de 50 mil soldados, de los cuales 20 mil eran europeos y el resto guerreros mexicas y tlaxcaltecas en calidad de "auxiliares". Estos partieron de México-Tenochtitlan el 29 de septiembre, y el 16 de diciembre culminaron su campaña con una matanza pavorosa que tuvo su último enfrentamiento, durante siete días, en el cerro del Mixtón.

En octubre de 2001, un decreto del gobierno federal expropió las tierras de los indígenas nahuas del valle de Texcoco para construir un aeropuerto. Los afectados reaccionaron de inmediato y salieron a la calle a manifestar su disgusto blandiendo sus elementales herramientas de trabajo. Mantuvieron sus protestas a lo largo de nueve meses, ante el disgusto y la indiferencia de los encomenderos de todo el país, acaudillados por el señor de Atlacomulco.

El jueves 11 de julio de 2001 las fuerzas armadas de Montiel la emprendieron a palos contra los indígenas, apresando a sus dirigentes. Los pueblos del valle, en consecuencia, tomaron los caminos y repitieron en todos los tonos que estaban dispuestos a morir antes que perder sus milpas. Encabezados por el señor de Atlacomulco, los encomenderos del país convencieron al virrey en turno de que debía aplastarlos sin miramientos. La noche del sábado 13, el Ejército tomó posiciones en los alrededores.

Intervinieron, por fortuna, otros factores, atípicos del siglo XVI: la prensa internacional vigilaba estrechamente y las encuestas decían que la opinión pública no estaría de acuerdo con la matanza. El virrey, finalmente, actuó como estadista y al cuarto para las 12, con gran prudencia y visión, canceló la expedición punitiva. Este ha sido, hasta hoy, el mayor acierto de su gobierno. Una encuesta publicada por Reforma el 7 de agosto así lo confirma: 74 por ciento de los consultados respalda, hoy, hoy, hoy, la sabia decisión del gobierno.

Sin embargo, todos los encomenderos del país, especialmente el señor de Atlacomulco, están furiosos, y por medio de un periodiquito histérico llevan un mes criticando, en todas sus secciones y con todas sus plumas, la "debilidad" del gobierno que cedió -eso es lo que más los irrita- ante "300 machetes". Quieren sangre y no lo ocultan. Prueba de ello es la desvergonzada declaración de Onésimo Cepeda quien, el viernes 2 de agosto, dijo: "Aun cuando haya muerto una persona, aun cuando hayan muerto 500, el aeropuerto tenía que hacerse" (Milenio, 3/agosto/02).

¿Cuántas veces ha criticado el Atlacomulco News las criminales palabras del obispo de Ecatepec, digno émulo de fray Pedro de Ayala? ¡Ninguna! ¿Cuántas veces los representantes de la Iglesia han manifestado su desacuerdo con ese punto de vista tan poco cristiano y caritativo? ¡Ninguna! Pero sectores minoritarios, adoradores de la vela perpetua, han puesto el grito en el cielo, invocando la censura y clamando por la destitución de altos funcionarios del gobierno, porque éste ha autorizado la exhibición masiva de una película del talentoso Carlos Carrera, llamada El crimen del padre Amaro.

En esa cinta un joven sacerdote (Gael García Bernal) embaraza a su noviecita pueblerina (Ana Claudia Talancón), y en lugar del colgar los hábitos, como ésta le pide, la lleva a una clínica de abortos clandestinos donde la pobre muchacha, al igual que miles de mujeres desprotegidas cada año, muere con el útero perforado por un espantacigüeñas en lugar de recibir la debida atención médica.

Lo del aeropuerto de Texcoco es ya lo de menos. Pero los encomenderos están empeñados en darle al gobierno un castigo ejemplar, el del linchamiento implacable en los medios, para que ante la próxima expresión de descontento responda con furia demencial y se manche las manos de sangre. Nuestros ricos están desesperados. Además de ser dueños ya de todo, ahora claman por la dictadura y no lo ocultan. Será porque han leído, ellos también, demasiadas novelas de caballería... pero de la caballería estadunidense, la que arrasaba con todo en los tiempos del Far West.

Números Anteriores (Disponibles desde el 29 de marzo de 1996)
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