EU: IMPUNIDAD A GOLPE DE AMENAZAS
El
subsecretario de Estado norteamericano, Marc Grossman, se encuentra en
Bogotá para exigir al nuevo presidente colombiano, Alvaro Uribe,
que acepte la impunidad penal de los centenares de efectivos militares
que Washington mantiene en Colombia y que renuncie al derecho a entregar
a la Corte Penal Internacional (CPI) a los uniformados estadunidenses que
cometieran crímenes de lesa humanidad.
Si las autoridades del país sudamericano se niegan
a aceptar tales condiciones, el gobierno de George W. Bush suspendería
toda asistencia militar a Colombia, en el marco de las disposiciones "antiterroristas"
impuestas recientemente por la Casa Blanca.
Alvaro Uribe se va enfrentado, de esta forma, a un primer
dilema grave: o renuncia a la plena soberanía y a la vigencia de
la legalidad internacional y del estado de derecho interno para complacer
a Washington, o se queda sin una ayuda bélica que, en las presentes
circunstancias, resulta vital e imprescindible para su gobierno, acosado
por las organizaciones insurgentes, por las corporaciones del narcotráfico
y por las hordas de paramilitares sobre las cuales el Ejército colombiano
ha perdido todo control.
El caso de la desgarrada nación andina es hoy el
más dramático ejemplo de la determinación estadunidense
de imponer al mundo un estatuto de impunidad para sus efectivos militares,
para los cuales se busca conseguir una patente de corso que les permita
realizar atrocidades de guerra.
Desde mucho antes que empezara a funcionar la CPI, Washington
había expresado esa determinación, que vulnera doblemente
el principio de igualdad ante la ley: por una parte, porque la pretensión
estadunidense dividiría a los efectivos de misiones militares internacionales
en dos clases: los estadunidenses, pretendidamente inimputables y con fuero,
y los demás; por la otra, porque la amenaza de cancelar la cooperación
militar a los gobiernos que han dado su respaldo a la CPI incluye una lista
de excepciones entre las que se encuentran los integrantes de la OTAN,
Israel, Egipto, Australia, Japón y Corea del Sur.
Es decir, las presiones orientadas a obtener la impunidad
tienen dedicatoria a países que no son aliados estratégicos
relevantes para Estados Unidos o que carecen de peso específico
en la geopolítica militar del mundo.
El Estado que pretende arrogarse la función de
calificar, juzgar y deponer a gobernantes extranjeros busca, al mismo tiempo,
asegurar que sus militares dispongan de un amplio margen legal para actuar,
en otras latitudes, en contra de los derechos humanos, de las poblaciones
civiles y de las garantías básicas universalmente reconocidas.
La perspectiva sería inaceptable y aterradora incluso
si el gobierno estadunidense fuera un modelo de respeto a los derechos
humanos, pero, para colmo, Washington dista mucho de serlo. En Hiroshima,
Nagasaki, Vietnam, Guatemala, Chile, El Salvador, Granada, Libia, Panamá,
Irak y Palestina, entre otros puntos del planeta, los habitantes saben
que el poderío bélico estadunidense, o la asistencia militar
a sus aliados locales, suele traducirse en atrocidad, genocidio y violaciones
masivas a los derechos humanos, y que si alguien debe estar sujeto a regulaciones
legales internacionales es la soldadesca de Estados Unidos. Si el Departamento
de Estado consigue imponer sus condiciones al nuevo presidente de Colombia,
la población de ese país, de por sí martirizada, puede
ser la próxima víctima de la lista.