Pedro Miguel
Los onces
El 11 de septiembre de 1973 en Chile y el 11 de septiembre
de 2001 en Estados Unidos no tienen nada que ver, salvo por un dato: ambas
fechas marcan el nacimiento del miedo.
A media mañana del día 11 unos aviones de
la fuerza aérea chilena bombardeaban el Palacio de la Moneda; mientras
tanto, en el resto del territorio chileno, los uniformados iniciaban una
cacería de seres humanos que se prolongó durante más
de tres lustros y que marcó, para los latinoamericanos, el comienzo
del terror omnímodo. Con la canallada del 11 de septiembre la desaparición,
la tortura y la persecución política encarnizada dejaron
de ser referentes lejanos e infierno de minorías y se volvieron
parte de nuestra vida cotidiana.
Con o sin dictaduras formales de por medio, con o sin
la interrupción formal de la democracia, el abogar por el sufragio
ciudadano, el leer una polémica antiquísima entre dos socialdemócratas
rusos, el participar en un sindicato, el tener un tío segundo involucrado
en una lucha agraria, el ubicarse a 200 metros de una revuelta estudiantil,
el escribir, pintar, bailar, vestirse diferente, tener el pelo largo, se
convirtieron en delitos de lesa patria. Por realizar esas actividades
o hallarse en esas situaciones uno podía terminar en la incertidumbre
y la penuria del exilio. O peor: en los sótanos de un edificio gubernamental
cualquiera, con la cabeza metida en un bote de excrementos y los genitales
conectados a la corriente eléctrica. O peor: con las manos atadas
a la espalda y la masa encefálica reventada por un balazo a quemarropa.
O peor: convertido en un nombre y una fotografía en una lista enorme
de desaparecidos. Esas eran las reglas del juego en casi todos los países
de América Latina.
Entre los terroristas que se conjuraron para imponernos
el miedo como forma de vida hubo civiles y militares, y muchos de ellos
tenían -y aún los conservan-nombres y apellidos: Richard
Nixon, Henry Kissinger, Augusto Pinochet, Jorge Videla, Hugo Bánzer,
Luis Echeverría, Estela Martínez de Perón, Juan María
Bordaberry, Efraín Ríos Montt, Anastasio Somoza, Joaquín
Balaguer...
Entre campesinos, obreros, estudiantes, maestros, profesionistas,
amas de casa, artistas, abuelas con sus nietos y sobrinas con sus tíos
hubo cientos de miles de muertos. Hoy, hemos empezado a vencer el miedo.
En la mañana del 11 de septiembre de 2001, dos
aviones se estrellaron contra las torres gemelas de Nueva York y un tercero
cayó en la sede del Pentágono. Entre programadores, secretarias,
agentes de Bolsa, meseros, mensajeros, agentes de seguros y otros hubo
más de 3 mil muertos. El trágico suceso marcó, además,
el comienzo de una cacería de seres humanos sin nombres ni apellidos
(a menos que uno posea una estructura síquica de cómic de
Batman, como la que ostenta George W. Bush, y sea capaz de tragarse el
cuento de Al Qaeda y Osama Bin Laden), una cacería que aún
perdura y que ha costado miles de muertos en el remoto suelo de Afganistán:
niños, adultos y ancianos incinerados vivos, soldados analfabetos
asfixiados en contenedores, pastores aplastados por bombas, jóvenes
fanáticos torturados. Hasta entonces, Afganistán vive en
el terror de los talibanes; desde entonces vive en el terror de los bombardeos
y no tiene para cuándo superar la destrucción, la muerte
y el miedo.
Los estadunidenses, tampoco. Ahora va a cumplirse un año
de la tragedia y en la sociedad estadunidense ha quedado sembrada la posibilidad
de nuevos actos de terror larvados por el odio, y todos en el planeta participamos
de ese miedo.
Fuera de esas paradojas, el 11 de septiembre de 1973 en
Chile y el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos no tienen en común
nada de nada.