A UN AÑO DEL 11-S
Robert Fisk
Mundos de diferencia
Los ataques del 11 de septiembre causaron ira justificada
e indiscutible. Pero, según el corresponsal de The Independent
en Medio Oriente, fueron el resultado inevitable de la enorme brecha que
separa a los países árabes y Estados Unidos.
El 11 de septiembre no cambió al mundo. De hecho,
durante meses nadie tuvo permitido siquiera cuestionar los motivos de los
asesinatos en masa. Señalar que todos ellos eran árabes y
musulmanes era suficiente. Pero cualquier intento de vincular estos hechos
con la región de la que provinieron -Medio Oriente- era visto como
una forma de subversión porque, desde luego, mirar demasiado de
cerca a Medio Oriente sacaría a relucir algunas preguntas perturbadoras
sobre la región, sobre las políticas occidentales hacia esas
tierras trágicas, sobre la relación de Estados Unidos con
Israel. Y ahora, al fin, la cada vez más maniática administración
del presidente George W. Bush ha encontrado el vínculo y está
llegando a todas las conclusiones equivocadas.
Porque,
a medida que pasan los días y las semanas, se está volviendo
cada vez más difícil reconocer en las palabras de los estadunidenses
-y en sus periódicos- a Medio Oriente, la región en la que
he vivido por 26 años. Protegido en la afirmación usual de
que el Islam es una de las grandes religiones del mundo y que Estados Unidos
está solo contra los "terroristas", no contra los musulmanes, se
está tejiendo un brutal y cruel destino para los árabes,
un mundo en que una serie de naciones están siendo señaladas
como "los terroristas", o "los que odian la democracia", o "las semillas
del mal".
Richard Armitage, el secretario de Estado adjunto, decidió
la semana pasada incluir en este grupo a la guerrilla libanesa Hezbollah.
Con una vaga y nada específica referencia a los 291 soldados estadunidenses
muertos en un atentado suicida en una base de la marina estadunidense en
Beirut, en 1982, anunció que "están en nuestra lista, su
hora llegará, no hay duda. Tienen con nosotros una deuda de sangre".
¿Una lista? ¿Ahora se trata de una lista?
La lista no tiene fin, lo mismo que la así llamada "guerra contra
el terror" de Bush. ¿Está ahora Hezbollah antes que Al Qaeda
en la lista? ¿Está después de Irak? ¿O tal
vez después de Irán?
"Tienen una deuda de sangre con nosotros" es una afirmación
tan aterradora c-mo infantil que sugiere que en lo que Estados Unidos se
está embarcando, más que una guerra titánica del bien
contra el mal, es una serie de ataques de venganza. Uno se pregunta si
Tony Blair piensa en todo esto. ¿Hay quien tenga, también
con él, una deuda de sangre? Y la pregunta que jamás se ha
hecho: ¿Qué piensan los mu-sulmanes de todo este absurdo?
Debo decir que nunca he encontrado un musulmán
que haya reaccionado con algo menos que horror ante el 11 de septiembre.
De la misma forma, aún no he conocido musulmán que se haya
sorprendido por lo que ocurrió. De hecho, y después de tanto
tiempo en Medio Oriente, debo decir que a mí no me sorprendió
cuando, al estar vo-lando sobre el Atlántico, el piloto de nuestro
avión estadunidense dijo a sus atónitos pasajeros que cuatro
aviones comerciales se habían estrellado en Estados Unidos. Me impactó,
sí, la naturaleza increíble de este crimen. Me dejó
estupefacto, desde luego, la crueldad absoluta de estos asesinatos masivos.
¿Pero causarme sorpresa? Du-rante semanas me había despertado
cada mañana en Beirut preguntándome de dónde provenía
ese ruido de explosiones. Lo mismo le ocurría al despertarse a todos
los árabes con los que había hablado todo el año anterior.
De cómo y dónde tendrían lugar las explosiones, no
tenían una idea, pero nunca pusieron en duda que las detonaciones
ocurrirían. Y era comprensible que de una región tan hundida
en sangre como ésta, la respuesta intelectual y del público
al 11 de septiembre fuera algo menos emotiva que en el resto del mundo.
Por ejemplo, si el lector hablara con un palestino en
Líbano sobre la masacre de septiembre, él asumiría
que usted se estaría refiriendo a la matanza, a manos de milicias
aliadas de Israel, de mil 700 palestinos en Beirut, en septiembre de 1982.
De la misma forma los chilenos escucharían la frase
"11 de septiembre" -como lo señaló el excelente escritor
judío Ariel Dorfman- y pensarían en el golpe de Estado del
11 de septiembre de 1973 que, con respaldo estadunidense, llevó
al derrocamiento del gobierno de Salvador Allende y a la muerte de miles
de chilenos.
Si hablamos con los sirios sobre la ma-sacre, ellos pensarían,
primero que nada, en el levantamiento islámico en Hama. Si hablamos
de las matanzas con los kurdos, ellos pensarían en el Halabja, y
los iraníes hablarían de Khorramshahar, y para los argelinos
la alusión a la matanza los llevaría a recordar en Bentalha
y en toda una serie de atrocidades en aldeas que han costado la vida a
150 mil argelinos.
Lo cierto es que los árabes -al igual que los chilenos
y otros pueblos lejanos al centro del poder mundial absoluto- están
acostumbrados a los asesinatos en masa. Saben cómo es la guerra,
y un buen número de libaneses me preguntó días después
del 11 de septiembre -es decir, de nuestro 11 de septiembre- si George
W. Bush en verdad pensaba que Estados Unidos estaba en guerra. No dudaban
de la naturaleza de los ataques. Sólo se preguntaban si el presidente
estadunidense sabe lo que es una guerra de verdad.
En Líbano, debemos recordar, 150 mil hombres, mujeres
y niños fueron muertos en 16 años; y 17 mil 500 de ellos
-casi seis veces la cifra de muertos del 11 de septiembre y casi todos
ellos civiles- murieron sólo durante el verano de 1982, en la más
sangrienta invasión que ha perpetrado Israel contra su pequeño
país; inervención a la que Estados Unidos dio luz verde.
Y en muchos casos los muertos, particularmente en Líbano
y con mayor frecuencia en los territorios ocupados por Israel, son muertos
por armas estadunidenses. En la aldea palestina de Beit Jala, por ejemplo,
casi todos los misiles disparados contra casas palestinas fueron fabricados
por la compañía Boeing.
Sólo el mundo árabe ha notado una terrible
ironía: que la misma compañía que fabrica orgullosamente
esas armas -y que ostenta el lema "todos para uno y uno para todos" en
uno de sus muchos modelos de misiles- también fabricó los
aviones que fueron usados en los ataques contra Estados Unidos. Después
de haber padecido las armas de esta empresa, los árabes convirtieron
los aviones de Boeing en armas de otro tipo.
No es una disculpa para los asesinos del 11 de septiembre,
ni para sus espantosos crímenes contra la humanidad, tener en cuenta
que en Medio Oriente, con mucha frecuencia, uno escucha el comentario de
que ahora Estados Unidos conoce el sufrimiento. Con esto la intención
no es sugerir que Estados Unidos se merece esos horrores, sino simplemente
expresar la frágil esperanza de que los estadunidenses ahora entienden
lo mucho que otros han sufrido durante años en Medio Oriente. Debo
de-cir, por supuesto, que en Estados Unidos no hay mucha disposición
a aprender.
Ciertamente el más extraordinario -y más
patentemente absurdo- elemento que siguió al 11 de septiembre es
la forma en que la administración Bush consistentemente ha convertido
una cacería de criminales internacionales en una lucha bíblica
contra una encarnación del diablo. Satán, en un principio,
tuvo barba y una tendencia a vivir en cuevas afganas. Después resultó
que usaba una boina militar y estaba acumulando gas venenoso y armas de
destrucción masiva.
Y la semana pasada, cuando Richard Armitage afirmó
que Hezbollah es "el principal equipo de terroristas", relegando a Al Qaeda
al segundo lugar, el diablo aparentemente se mudó de Bagdad a Beirut.
A todo esto se agrega Irán, así como un amado líder
no musulmán que vive en Corea del Norte y que de verdad tiene armas
nucleares -lo cual es el motivo de que no se le bombardee-, y el resultado
es un muy extraño retrato del mundo. En general, sin embargo, se
trata del mundo musulmán, no importa lo distorsionado que se represente.
Ahora bien: junto con esta transformación ha surgido
una nueva serie de políticas cuya intención es demostrar
la superioridad de nuestras civilizaciones occidentales, y que está
centrada en la necesidad del mundo árabe de disfrutar "la democracia".
No es la primera vez que Estados Unidos ha amenazado a los árabes
con la democracia, pero es un proyecto tramposo para ambas partes: en primer
lugar porque los árabes no tienen mucha democracia. En segundo lugar,
porque muchos árabes quisieran tener, aunque fuera, una poca, y
en tercer lugar, porque los países en los que la población
quisiera disfrutar de este preciado lujo incluyen a Arabia Saudita, Egipto
y otros regímenes a los que los estadunidenses quisieran proteger,
en vez de destruir con experimentos democráticos.
Los palestinos, según nos ha dicho el presidente
Bush, deben tener democracia. Los iraquíes deben tener democracia.
Irán debe tener democracia. Pero no así, al pa-recer, Arabia
Saudita, Jordania, Egipto, Si-ria y los demás. Naturalmente, todos
estos ambiciosos proyectos han provocado una buena cantidad de discusiones
en el mundo árabe. Quizás éste es uno de los pocos
frutos del 11 de septiembre que no se han tornado agrios.
Un reciente estudio realizado en Estados Unidos, obra
de Pippa Norris, de Harvard, y Ronald Inglehart, de la Universidad de Michigan,
demostró de manera convincente que la grotescamente sobrevalorada
tesis de Samuel Huntington sobre "el choque entre civilizaciones" es una
trasnochada sarta de mentiras. Los musulmanes, descubrió este estudio,
se muestran igualmente afectos a la democracia que los occidentales -sin
hacer distinción hacia los cristianos-, y en algunos casos eran
más entusiastas hacia la democracia que los estadunidenses y otros
grupos.
Las diferencias entre ambas colectividades estudiadas
emergieron sobre todo en temas sociales como homosexualidad, derechos de
las mujeres, aborto y divorcio. Norris e Inglehart concluyeron que es enormemente
simplista sugerir que los musulmanes y los occidentales tiene valores políticos
fundamentalmente distintos.
En las últimas semanas los intelectuales árabes
han agregado sus propios puntos de vista a esto, especialmente en Egipto.
Ellos también han desafiado a Huntington. Egipcios, marroquíes
e incluso sauditas han tratado de hacer una defensa cultural de lo arábigo,
rechazando la idea de "globalización", palabra que odio, pero que
al árabe se traduce como awalameh y significa, literalmente,
"inclusividad mundial". Lo que rechazan es el concepto de que la globalización
es pro occidental y rechazarla implica necesariamente estar contra el desarrollo.
Pero el desarrollo no es democracia y persiste la pregunta: ¿Por
qué no hay ninguna democracia seria en el mundo árabe?
A pesar de que el ayatola Jomeini creó una maquinaria
teológica para emascular la democracia social de Irán, las
elecciones iraníes y las repetidas victorias del presidente Mohammad
Jatami fueron indiscutiblemente justas y, por lo tanto, están fuera
de lugar las afirmaciones del señor Bush en cuanto a "llevar la
democracia a Irán".
Pero son los árabes los que nunca han desarrollado
un estado político moderno. De haberlo hecho, ¿se habría
evitado el 11 de septiembre? Esto ciertamente fue lo que Bush sugirió
inicialmente. Los asesinos suicidas, según le informó Bush
al mundo, atacaron Estados Unidos porque "odiaban la democracia". El problema
es que ninguno de los 19 asesinos habría reconocido la democracia
ni aunque se la hubiera encontrado en su cama al despertar. No esquivemos
la pregunta: ¿por qué sólo en el mundo árabe
existen estados policiales y cámaras de tortura?
Un historiador volvería atrás varios si-glos.
Cuando las cruzadas alcanzaron Me-dio Oriente, en el siglo XI, los árabes
eran los científicos, mientras que los tarados en cuestiones de
política y tecnología eran los occidentales. Y cuando los
árabes lograron desarrollar una especie de orden social bajo los
restos de la España medieval, en la Andalucía de El Cid,
tanto ellos como sus hermanos cristianos y judíos experimentaron
algo así como un renacimiento cultural.
En Medio Oriente, sin embargo, los árabes sintieron
que estaban bajo presión del poder militar y económico de
Occidente, y se pusieron a la defensiva. Cuestionar al califa, o peor aún,
tratar de hacer avanzar la filosofía teológica, era una forma
de subversión, o incluso de traición. Cuando el enemigo está
a las puertas del país, no se cuestiona la autoridad. Con este comportamiento,
similar al de los estadunidenses después del 11 de septiembre, cuando
buscar el móvil de las masacres era cometer un crimen de pensamiento,
toda búsqueda intelectual de explicaciones fue suprimida.
Los poderes occidentales le hicieron algo semejante a
los árabes después de la guerra que ocurrió entre
1914 y 1918. Hi-cieron pedazos el Imperio Otomano, regaron a sus dictadores
y reyes por todo Medio Oriente, y después en lugares como Egipto
y Líbano, por ejemplo, encerraron a cualquiera que ejerciera su
derecho democrático de oponerse al régimen. Si la oposición
no iba a obtener poder político de forma democrática, bueno,
pues entonces tendría que llevar a cabo un golpe de Estado. Y ésta
ha sido la suerte de Levante desde entonces, una serie de golpes -que no
re-voluciones siguiendo el modelo iraní- que tuvieron que ser respaldados
por ejércitos, policías secretas y cámaras de tortura.
A una sociedad patriarcal -una en la que no existió
nunca un desarrollo teológico como el del Renacimiento europeo-
se le agregó nuestra propia determinación occidental de apoyar
a regímenes antidemocráticos. Pero si tuviéramos democracia
en Oriente Medio, su gente podría no hacer lo que nosotros queremos.
Por lo tanto, hemos apoyado a reyes, príncipes y generales que se
han encargado de nuestros negocios en la región. Cuando los habitantes
de esa zona han nacionalizado el canal de Suez, o colocado bombas en discotecas
de Berlín, o invadido Kuwait, simplemente los hemos bombardeado.
No fue casualidad que Osama Bin La-den surgiera de estas
cenizas históricas. El quiere que caiga el régimen saudita
-y cómo debe haberle encantado el discurso de la corporación
armamentista Rand en el que se llamó a Arabia Saudita "la semilla
del mal"-, y también quiere que caigan los dictadores árabes
pro occidentales.
En
medio de la retorcida retórica que emana de Washington -un aluvión
lingüístico que suena cada vez más a la auténtica
voz de Bin Laden-, cada vez es más difícil creer que el señor
Bush está planeando alguna especie de democracia para Irak o Palestina.
Después de todo, Yasser Arafat no es rechazado por su fracaso en
la creación de una democracia, sino por no cumplir bien con su trabajo
como dictador. No quiso implantar la ley y el orden en las pequeñas
porciones de tierra que se le dieron como pago por sus buenos oficios putativos.
Pero actualmente está sucediendo algo mucho más
grande. Prácticamente cada una de las naciones árabes se
está añadiendo a la lista de Estados Unidos, con el entusiasta
apoyo de Israel. Palestina debe tener "un cambio de régimen"; Irak
debe tener un "cambio de régimen"; Irán -país que
recientemente fue acusado, sin pruebas, de enviar oro propiedad de Al Qaeda
a Sudán- debe tener democracia; Arabia Saudita es "la semilla del
mal"; Siria está a punto de recibir sanciones por "dar apoyo al
terrorismo"; se acusa a Líbano de dar albergue a miembros de Al
Qaeda. Esto último es una mentira patente, pero ya la está
publicando el New York Times. Y Jordania podría tener que
servir muy pronto como base de lanzamiento para una invasión iraquí
(lo que muy probablemente signifique el adiós para nuestro valiente
reyecito).
Así, Estados Unidos suspende el apoyo financiero
suplementario que da a Egipto porque esta nación encerró
a un egipcio-estadunidense por decir una verdad: que las elecciones egipcias
son un fraude. ¿Qué pretenden, se preguntan los árabes,
hacer los estadunidenses? ¿Planean reconstruir el mapa de Medio
Oriente? ¿Es éste un nuevo ejercicio de planeación
colonial como el que inventaron británicos y franceses después
de la Primera Guerra Mundial? ¿Pretenden derrocar a todos los regímenes
árabes? En otras palabras ¿estamos, acaso, tratando de convertir
en un éxito el libro de tercera categoría de Huntington?
¿Estamos comenzando un proceso que culminará con un choque
de civilizaciones?
Jamás en la historia han estado tan polarizados
los musulmanes y los occidentales; todos sus conflictos se han agudizado
y las expectativas de árabes han sido elevadas de manera muy fraudulenta.
Porque no existen planes de dar a esos árabes "democracia", de la
misma forma en que nunca existió la intención de cumplir
nuestra promesa de respetar la independencia de esas naciones al finalizar
la Primera Guerra Mundial. Lo que en realidad queremos es volverlos a someter
a nuestro firme control y asegurarnos su lealtad. Si la casa real de Saud
se está colapsando por sus propias acciones, los estadunidenses
parecen estar diciendo que hay que dejar que se colapse. Si el rey Abudllah
de Jordania no quiere jugar a invadir Irak, ¿entonces para qué
nos sirve? En la prensa árabe crece lentamente la sospecha de que
el "cambio de régimen" será una reorganización política
total de Medio Oriente.
Pero recordemos dos cosas. Los asesinos del 11 de septiembre
eran árabes. Y eran musulmanes. Y el mundo árabe jamás
ha debatido esto. Con todo, han surgido versiones en contrario, como la
que afirma que los 19 asesinos trabajaban para los estadunidenses o con
los israelíes, que a cientos de judíos estadunidenses se
les advirtió que no fueran a trabajar ese día, e incluso,
que los aviones eran dirigidos a control remoto y que ni siquiera llevaban
pilotos. Estas estupideces infantiles, y muchas veces perniciosas, gozan
de amplia credibilidad en partes de Medio Oriente. Cualquier cosa con tal
de no ser culpados, con tal de evitar la verdad.
Y es muy extraño lo que ocurre actualmente. Los
estadunidenses quieren que el mundo sepa que los asesinos eran árabes,
pero no quieren discutir la tragedia que vive la región de la que
vinieron. Los árabes, por otra parte, sí quieren discutir
su tragedia, pero quieren negar la identidad árabe de los asesinos.
Los estadunidenses han creado una imagen totalmente falsa del mundo árabe,
poblándolo de bestias y tiranos. Y los árabes han adoptado
una visión igualmente absurda de Estados Unidos creyendo, por un
lado, sus promesas de "democracia", pero sin querer entender el grado de
furia que muchos estadunidenses sienten aún por los ataques.
Y todavía funcionan en esto dobles es-tándares.
George Bush condena, con razón, el asesinato de estudiantes en una
universidad israelí, afirmando además que esto lo puso "furioso",
pero al mismo tiempo mi-nimiza la matanza de niños palestinos por
una bomba de fabricación estadunidense que fue lanzada desde un
avión israelí, calificando esta acción de "brusca".
Pero estos dobles estándares no están únicamente
en las penosas declaraciones de Bush, sino en pueblos entero, y me refiero
a lo siguiente: éste 11 de septiembre nuestros periódicos
y pantallas de televisión han estado repletas con las funestas imágenes
de esas dos torres y su caída bíblica. Recordaremos y honraremos
a los miles que murieron. Pero en sólo cinco días los palestinos
recordarán su masacre de septiembre de 1982. ¿Alguien en
Occidente encenderá siquiera una vela por esos muertos? ¿Se
realizará un solo acto de conmemoración? ¿Al menos
un periódico estadunidense se atreverá a recordar esta atrocidad?
¿Habrá un solo periódico británico que conmemore
el asesinato masivo de mil 700 inocentes? ¿Acaso es necesario que
yo responda a estas preguntas?
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca