Teresa del Conde
Chillida
La sala Nacional del Palacio de Bellas Artes se convirtió en paralelepípedo blanco por los falsos plafones que ocultan los ornamentos del techo. Las piezas de Eduardo Chillida -escultor vasco que falleció cuando la muestra ya se había inaugurado- están colocadas en plataformas-recipientes rellenas de arena casi blanca, muy fina. La contundencia del artista no es común en la actualidad, aunque es fácil discernir que tiene seguidores en todas partes, México incluido. Recordé a Jorge Yázpik, sobre todo cuando me enfrenté a una pieza que se exhibe en la sala Diego Rivera. Eso es natural, los productos artísticos crean eslabones y quizá esto sucede más en la escultura que en otras artes. Analogué a Chillida con algunos congéneres suyos, como el escultor Oteyza, de quien se exhibe siempre una numerosa colección en el Reina Sofía de Madrid.
Escuché un programa de radio sobre el maestro. Con todo respeto y pese a mi afición por esa emisora, debo decir que estuvo lleno de lugares comunes, algunos inconcebibles, si bien es cierto que al final mejoró. Decir que Chillida es un ''ocupador del vacío" es verdad de Perogrullo, pero en cierto sentido también un disparate, porque el vacío es categoría metafísica. No hay ''vacío" más que en el génesis; hay espacios no ocupados, huecos o libres.
No obstante, cierto es que con frecuencia Chillida se refiere al ''vacío" en sentido poético. Pero no hay que prestar excesiva atención a sus dichos, porque algunos son oscuros, como cuando dice que sus obras son realistas porque él ''prescinde de formalismos". Si no hay un formalismo acendrado en sus piezas, entonces no sé qué es lo que hay. En cambio, lo que dice acerca de ''quitar" es muy cierto: ''Todo lo que sea quitar es fantástico". Sin embargo, él jamás es minimalista, pues eso no va con su temperamento.
Al desplazar volúmenes, Chillida no manejó más que las opciones que consideró esenciales, de allí su estética poderosa y austera, tanto en las piezas monumentales como en las de menor escala que son las que tenemos a la vista en Bellas Artes. El asentó que amolda su idea a la materia que trabaja, algo lógico en un escultor de su calibre. Así, por ejemplo, Estela a José Antonio de Aguirre es un dibujo en hueco; la luz es la que lo hace, es lo opuesto a un dibujo que incide o a un grabado. Algunas de sus piezas, cuando tienen cierto carácter de maquetas, me recuerdan a Marcello Bonevardi, escultor argentino que vivía en Nueva York, fallecido hace unos años.
Tras, en madera, cortándose en ángulo y en diagonal, casi sin espacios curvados (aunque los hay) detectables, me trajo al recuerdo algunas obras de Jorge Dubon, escultor de la Ruptura que pasa largas temporadas en Oaxaca. Tal vez las obras de acero estén entre las más dinámicas, incluso agresivas, como Estela a Salvador Allende, con las torsiones abarrocadas que se desprenden del cuerpo principal cortando el aire y apuntando finalmente hacia arriba en el cuchillo curvo que avanza hacia el espectador.
En cambio, Estela a Pablo Neruda me pareció desequilibrada. Lo pienso así porque Chillida es un clásico de las modernidades del siglo XX y cuando hace ''alardes" puede impresionar, pero pierde en fuerza, como si la condición ascética le conviniera siempre.
De su capacidad para desplazar espacios por medio de un quehacer en el que necesariamente interviene la arquitectura y la ingeniería, no hay duda, aunque es sabido que una de sus obras monumentales sostenida con tensores se vino abajo, al contrario de lo que sucede con El peine de los vientos, una de sus piezas más famosas, debido no sólo a su estructura sino al ámbito para el que fue concebida y donde felizmente se encuentra, pues funciona como emblema.
Se ha insistido en que el escultor está influido por el carácter, la idiosincrasia y la agreste luz oscura de la región que lo vio nacer y puede que sea cierto, pero precisamente en su juventud es cuando ofrece más convergencias con sus congéneres, en especial con Miró, que es mediterráneo.
Las piezas intimistas de Chillida son una delicia, provocan intensos deseos de posesión: no hay que perderse las que se encuentran en la sala Justino Fernández. Algunas, como Yunque de sueños, alcanzaron una condición magistral gracias al manejo de escalas. Esta se apea en un prisma de madera, con mínimos toques irregulares, incluso ligeramente burdo.
Las obras en tierra chamota que ofrecen secciones imbricadas, como si se tratara de rompecabezas, son igualmente muy atractivas, salvo cuando toman cierto aspecto ''pintoresco" en aquellos casos en los que se ensaya una policromía a base de óxidos, como ocurre en Oxido 42. Aquí el escultor hizo discurrir sobre los planos sus conocidos diseños que semejan una cadena de atípicos eslabones.
Eso es diseño puro y cuando luce mayormente es en las serigrafías (Lurrak es buen ejemplo) o en los pergaminos recortados y ornados con tinta, no tanto así en los llamados bajorrelieves, que dicho sea de paso, no son tales. Por ningún motivo hay que perderse esta exposición inicialmente programada para el museo Tamayo y que por fin pudo concretarse, bien museografiada, en el recinto de mármol.