Adolfo Sánchez Rebolledo
ƑHa muerto el corporativismo?
A pesar de que sobre el señor Carlos Romero Deschamps pesan graves acusaciones de corrupción y el pedimento de un juicio de procedencia para despojarlo del fuero, hace unos días se presentó en la Cámara de Diputados protegido, paradójicamente, por el emplazamiento de huelga contra Petróleos Mexicanos (Pemex) que debe estallar el próximo primero de octubre, y allí habló a la prensa, envalentonado por la virtual exoneración del ex director de la empresa que se dio a conocer recientemente. Sabedor de que ha ganado la primera batalla, se dio el lujo de decir que "mientras no acrediten la ilegalidad (de los convenios entre el sindicato y la empresa), ésta es una persecución política". "Ni somos lavadores de dinero ni somos delincuentes organizados". Y luego, refiriéndose al secretario de la Contraloría, preguntó: "Ƒpero qué podemos esperar de un contador?" (La Jornada, 18 de septiembre de 2002)
Romero Deschamps reta al gobierno, pues se siente seguro, sabedor de que los plazos de la justicia son largos, sus pasos muy lentos y las torpezas de los procuradores abundantes. Si las autoridades judiciales que tienen a su cargo la investigación de los supuestos manejos ilícitos en Pemex, más allá de las filtraciones y los usos políticos del escándalo, consiguen fundar con hechos las acusaciones que ya son públicas, de cualquier forma el caso no concluirá hasta que un juez dictamine la inocencia o la culpabilidad de los indiciados. Y para ello habrá que desaforarlo, lo cual no parece estar en la agenda de sus colegas de partido.
Se trata, por supuesto, de un asunto de la mayor importancia por la sencilla razón de que están en juego recursos que son de todos, el futuro de las finanzas del PRI, la credibilidad del gobierno, la eficacia y la imparcialidad de los órganos de control del Estado y, en fin, la vigencia de eso que se ha dado en llamar "el estado de derecho", pero sobre todo está en juego la supervivencia de Pemex tal y como existe desde su fundación.
El mayor peligro reside, sin embargo, en la tentación maniquea de fundir en un solo mazacote cada uno de esos aspectos gracias a la simplificación mediante la cual se vincula la corrupción al estatismo, y la defensa de la empresa como entidad pública se asocia a la impunidad de líderes y funcionarios.
Recuérdese que la lucha contra la corrupción a gran escala -"los peces gordos"- debía matar dos pájaros de un tiro: por un lado se trataba de crear condiciones favorables para activar la reforma liberal de Pemex y, por el otro, golpear al PRI. Así, el Presidente marcaba un punto de inflexión en la transición, cumplía promesas de campaña y se quitaba del medio a sus más incómodos adversarios. Pero no resultó: las intenciones, según se observa a estas alturas, se convirtieron en palos de ciego, no tanto por la inexperiencia de los operadores oficiales, que es mucha, sino por la incomprensión de que el combate a la corrupción es, más que un asunto judicial, un problema político que no se puede resolver sin desmontar el tejido de relaciones sociales que la hacen posible.
Preocupa con justificada razón probar si los convenios suscritos entre empresa y sindicato fueron lícitos o no y por esa vía enormes recursos fueron a dar a las arcas del PRI, violando la legislación electoral y, en general, las reglas de un juego que se presumía democrático, pero no se discute políticamente si los privilegios de los que actualmente goza la directiva sindical corresponden, en verdad, a las necesidades de un organismo cuya primera y principal función es la de defender a sus agremiados o si, como se sospecha, éstos constituyen uno de los nudos que mantienen funcionando el corporativismo sindical.
Aun si los actuales responsables del sindicato logran probar que no cometieron algún delito grave (aunque el PRI salga golpeado de todos modos), es una vergüenza que un sindicato disponga a su antojo, sin obligación de rendir cuentas a la nación, de cantidades exorbitantes que luego se invierten sin que nadie los supervise, habida cuenta que la vida sindical no existe o está seriamente dañada. La idea de que los sindicatos son autónomos se pervierte cuando los trabajadores no deciden sobre todos y cada unos de los asuntos que les competen, si sus voces se suplantan por las de una aristocracia burocrática que piensa, habla y actúa por ellos.
No en balde, Romero Deschamps se llena la boca al decir que la acción del gobierno "pretende sojuzgar a un sindicato priísta, quieren juzgar a un sindicato revolucionario, quieren socavar a un partido como en el que militamos". No es una excusa como tantas, ni la mañosa actitud de quien se protege tras las espaldas de los otros sino de una molesta verdad: el sindicato petrolero no es un órgano autónomo al servicio de los trabajadores, una institución creada para la defensa del interés legal y profesional de todos sus agremiados, independientemente de su filiación política, no es tampoco un instrumento para fijar la posición de un gremio ante asuntos de interés general que les afectan particularmente. No, por desgracia, el sindicato es la expresión más acabada del viejo corporativismo creado para poner bajo el control y al servicio del gobierno en turno la representación clasista de los asalariados y enriquecer a los supuestos líderes.
Eso es, justamente, lo que hay que cambiar para limpiar al sindicato y fiscalizar a la empresa. La defensa del interés nacional en materia de energéticos exige, en primer término, de un sindicalismo democrático e independiente. Galván Dixit.