18 AÑOS
El
19 de septiembre de 1984 La Jornada llegó por primera vez a las
manos de sus lectores. Hoy se cumplen 18 años de aquella primera
entrega, en una fecha que 12 meses después habría de coincidir
con el terremoto que devastó la capital de la República y
afectó otras regiones. Por esa coincidencia, el 19 de septiembre
es, para quienes elaboramos esta publicación y para quienes de una
u otra manera participan en este proyecto informativo, una fecha de contenido
dual: celebración de la vida de nuestro periódico y conmemoración
de la muerte de miles de mexicanos.
A lo largo de los 216 meses transcurridos desde la aparición
del diario, en cada una de las 6 mil 486 ediciones de La Jornada realizadas
hasta ayer, así como en las tres sedes físicas que han albergado
nuestra tarea diaria -la de Balderas, la de Francisco Petrarca y, desde
hace unos días, el edificio de avenida Cuauhtémoc, propiedad
de Demos, nuestra empresa editora-, el diario se ha empeñado en
el cumplimiento de los principios que le dieron origen: el compromiso con
la verdad, la inclusión en el escenario informativo de quienes no
tienen acceso a los medios, la vigencia de la soberanía nacional,
la democracia en sus sentidos político, social y económico.
Podría cuestionarse la pertinencia de ese ideario
en el contexto contemporáneo. En una primera lectura, el panorama
del país actual guarda poca semejanza con las realidades políticas,
sociales y económicas del México de 1984. Para empezar, el
régimen de partido de Estado que, por entonces, empezaba a mostrar
serias fisuras, se ha derrumbado, y el país está inmerso
en la búsqueda -no siempre con resultados afortunados- de procedimientos
y lógicas políticas que reemplacen el presidencialismo omnímodo,
la verticalidad y el corporativismo; por otra parte, la economía
nacional es ya parte de un entramado global insoslayable que mucho ha avanzado
en la imposición planetaria de un modelo único de valores,
de relaciones políticas, de lógicas económicas y hasta
de gustos culinarios.
Sin embargo, las preocupaciones centrales que dieron origen
a nuestro proyecto informativo resultan plenamente vigentes hoy si se considera
que, de 1984 a la fecha, las desigualdades -entre individuos, entre clases
sociales, entre países- han crecido en una forma pavorosa; que el
fin de la guerra fría, el derrumbe del socialismo real y el triunfo
del capitalismo salvaje no han dado lugar a una era de paz y que, por el
contrario, los conflictos armados siguen siendo tan frecuentes, tan crueles
y tan injustos como antaño, salvo que ahora, gracias a los adelantos
tecnológicos, resultan mucho más devastadores; que la democracia
representativa impuesta en el mundo como sinónimo de corrección
política es, con frecuencia, una fachada para esconder prácticas
corruptas, monopólicas, o violaciones graves y sistemáticas
a los derechos humanos; que los poderes informativos, mundiales y nacionales,
lejos de contribuir a resolver los graves problemas sociales, son, en conjunto,
uno más de esos problemas, con su tendencia a la homogeneización
de la información, con su parcialidad, su frivolidad, su comercialismo
y su genuflexión fácil ante los intereses económicos;
que, en nuestro país, hoy, como en 1984, es enorme la distancia
entre el México oficial -clase política, empresariado, jerarquía
eclesiástica y gente bonita de la televisión comercial- y
el México real: asalariados, campesinos, jubilados, indígenas,
habitantes de asentamientos irregulares, usuarios de microbuses, sobrevivientes
de los desastres económicos, estudiantes de escuelas oficiales,
ciudadanos de la economía informal, individuos en condición
de minoría política, sexual o religiosa.
El cambio no puede ser propiedad intelectual ni marca
registrada del grupo que hoy detenta el poder y que a veces parece interpretar
ese término como sinónimo de regresión al porfiriato
o al virreinato. El cambio tiene autores múltiples y contribuciones
diversas, empezando por los ferrocarrileros, los médicos, los maestros
y los campesinos que protagonizaron movilizaciones sociales en los años
50 y 60; los estudiantes que en 1968 exigieron democracia y sufrieron,
por ello, la represión criminal del gobierno; los electricistas
de la Tendencia Democrática; los capitalinos que en 1985 convirtieron
su intemperie social en organización; los estudiantes universitarios
que en 1986-87, salieron de nueva cuenta a las calles; los ciudadanos que
en 1988 votaron en contra del régimen antidemocrático y que
ya por entonces mostraba su vertiente neoliberal; los que resistieron la
modernización salvaje del salinismo -más de 500 de ellos
fueron asesinados- y los indígenas chiapanecos que en 1994 irrumpieron
en la escena nacional por el único camino que se les dejó:
el de la rebelión.
En los pasados 18 años, desde el trabajo informativo,
La Jornada ha acompañado a ésos y otros movimientos sociales
y se ha colocado, en todo momento, del lado del cambio hacia la vigencia
del estado de derecho; la justicia, la democracia participativa e incluyente,
la transparencia y la rendición de cuentas.
Nuestro proyecto periodístico no habría
sido posible sin la participación de activistas políticos
y sociales de diversos partidos y corrientes, de académicos destacados
y de artistas generosos ?Rufino Tamayo y Francisco Toledo, en primer lugar?
que donaron, en obra, recursos imprescindibles para el arranque de nuestro
proyecto. Tampoco habríamos podido llegar hasta el punto actual
sin la entrega y la convicción de los trabajadores del diario. No
puede omitirse ßfinalmente, la participación entusiasta y
lúcida, benevolente y crítica, paciente e impaciente, de
nuestros lectores, que son, en última instancia, la razón
de ser de todas y cada una de las páginas que hemos redactado, diagramado,
corregido, impreso y distribuido a lo largo de estos 18 años.