Paco Ignacio Taibo II
De los Angeles y Zaragoza
El 28 de agosto pasado, los regidores panistas poblanos decidieron quitarle el apellido a su ciudad y sustituir el nombre oficial "Puebla de Zaragoza" por el nombre colonial "Puebla de los Angeles".
Puebla es una ciudad singular donde eternamente han convivido en choque frontal el pensamiento más retrógrado de México y el más progresista. No en balde es la ciudad cuyos obispos decidieron ofrecerle un tedeum a las fuerzas francesas que la conquistaron y cuyos campaneros se robaron las cuerdas de las campanas ese mismo día para impedir que repicaran, y se las llevaron a Juárez a la ciudad de México.
Fue la ciudad de las conspiraciones conservadoras en la guerra de Reforma, pero también la que dio inicio a la Revolución con el alzamiento de los hermanos Serdán.
No tengo objeciones a la recuperación del viejo nombre colonial de Puebla de los Angeles. Lo que me parece un acto de gangsterismo ideológico es retirar el nombre del general Ignacio Zaragoza. Si alguien merece tener su nombre asociado a la ciudad de Puebla es Zaragoza.
Nacido en 1829, Zaragoza fue uno de esos soldados que estuvieron en todas, al que le tocó vivir una invasión estadunidense, la revolución contra Santa Anna, la guerra de Reforma y la Intervención Francesa. Fue soldado de caballería en la guerra contra los gringos, capitán en la revolución de Ayutla en 1855, coronel en la guerra de Reforma, general al fin en la batalla de Calpulalpan que acabó con el dominio conservador.
Nombrado general en jefe del Ejército de Oriente al producirse el desembarco en Veracruz de la Triple Alianza, un cuerpo improvisado para detener la invasión tripartita (al principio ingleses y españoles estaban asociados a los franceses, y al final los dejaron solos en la aventura), tuvo que hacer milagros.
Zaragoza era un joven jefe militar que no cumplía los 33 años y pensaba que las guerras las hacían hombres y no anónimos ejércitos. Al tomar el mando del conglomerado de brigadas que era el Ejército de Oriente estaba obsesionado por los zapatos y los alimentos para sus tropas. El ejército no tenía un centavo en caja, ni siquiera para pagar el correo, no tenía ropa de abrigo y no había botas; estaba mermado por las deserciones, hostigado por la contraguerrilla mexicana que colaboraba con los franceses y sin posibilidad de reorganizar la caballería.
Uno puede seguir la terrible historia de Zaragoza en la correspondencia con su amigo el general Ignacio Mejía, que le cubría las espaldas en Tehuacán y que de alguna manera le servía como cuartelmaestre, y en la correspondencia con Juárez.
Los angustiados llamados de Zaragoza tienen un calor humano muy peculiar. Lo mismo cuando pide a Mejía suela para huaraches, "aunque sea para 2 mil pares" (lo que deja claro que al menos 2 mil de sus 6 mil hombres estaban descalzos) que cuando explica qué bellas son las tiendas de campaña y su blancura, que "en medio de las quiebras de los cerros y entre los árboles se asemejan a una gran nube blanca tendida sobre el monte", todo ello para exigir que le manden las velas de barcos que nunca navegarán para volverlas cobijo.
Zaragoza la tenía clara. En un mensaje a sus "compañeros" del Ejército de Oriente, este general miope de cara aniñada, que más parecía un escribano que un lancero de caballería, les decía a las 4 de la mañana en vísperas de la batalla: "Ellos serán los primeros soldados del mundo, pero nosotros somos los primeros hijos de México". Y en su correspondencia privada se veía a las claras su intención de parar a los franceses en Puebla o sucumbir en el intento. Esa misma noche el general francés mandaba un mensaje a su emperador diciendo que con sus 6 mil soldados era "dueño de México".
A las 11:45 de la mañana del 5 de mayo comenzó la batalla sobre las fortificaciones de los cerros de Loreto y Guadalupe, y después de tres horas de combate y tres intentos fallidos de los zuavos de tomar la posición, el batallón de indígenas de Zacapoaxtla dirigido por Negrete y al extraño grito de "šDios mediante, primero nosotros!" descendió las laderas del cerro machete en mano haciéndolos correr.
Lamentablemente Zaragoza no pudo explotar la victoria porque su caballería estaba ocupada conteniendo a las guerrillas de Márquez.
Ignacio Zaragoza murió a los 33 años, el 8 de septiembre de 1862, unos meses tan sólo después de la batalla de Puebla, contagiado de un tifus que había adquirido visitando a sus soldados en los hospitales de campaña. Y murió precisamente en Puebla.
Su prematura muerte fue una desdicha para la República, que había de enfrentar cinco años más la agresión y el dominio imperial. Cuatro días después del deceso Juárez firmaba un decreto en el que se cambiaba el nombre de la ciudad dándole el de "Puebla de Zaragoza", que conservó hasta hace unos días.
Quizá el conservadurismo poblano se está vengando de las frases que en su día Zaragoza pronunció sobre la ciudad quejándose de su falta de colaboración contra la invasión: "ese pueblo levítico hijo de frailes y de monjas", o de las dichas en esa otra carta cuando señala que no hay colaboración con el ejército porque se trata de "gente mala en lo general y sobre todo muy indolente y egoísta" y que terminó enfureciéndolo al grado de que cuatro días después de la batalla llegó a decir: "Qué bueno sería quemar a Puebla".
Lo que sin duda es obvio es que Ignacio Zaragoza, cuyo apellido llevara hasta hace unos días la ciudad de Puebla, había premonitoriamente escrito, pensando en lo que los legisladores panistas le habrían de hacer 140 años más tarde: "El estado de Puebla ha sido malo, es malo y será malo, toda vez que no tiene patriotismo".
Puebla fue fundada en la leyenda por un grupo de ángeles despistados que habían perdido el rumbo, pero sin duda fue refundada por ángeles morenos, compañeros que no querían que sus campanas sonaran a gloria para los franceses, y ángeles zacapoaxtlas de la brigada Negrete y el general Zaragoza.
En este debate abierto me pronuncio por una solución malignamente conciliadora y propongo que el nombre oficial sea "Puebla de los Angeles de Zaragoza" y llamo a los poblanos de bien, que afortunadamente abundan, a que reparen la injusticia y canallada que se ha producido.