CARTER, FACTOR DE SENSATEZ
El
ex presidente estadunidense James Earl Carter, a quien la semana pasada
le fue concedido el Premio Nobel de la Paz, puede convertirse en un importante
elemento de sensatez, moderación y ética ante el desbocado
guerrerismo, la irracionalidad y la hipocresía que caracterizan
la política exterior del vecino país en la circunstancia
actual.
El mismo día en que se anunció el otorgamiento
de la presea, el ex mandatario aprovechó la oportunidad para deslindarse
de los afanes del actual ocupante de la Casa Blanca por invadir Irak: "si
yo estuviera en el Senado -dijo- habría votado no" a la solicitud
de George W. Bush de recibir plenos poderes para destruir el país
árabe.
Ayer, Carter realizó un nuevo señalamiento
crítico que debe comentarse: el ex presidente acusó a Bush
de abandonar los esfuerzos de paz en Medio Oriente que, según el
análisis del ex mandatario demócrata, conformaron una política
de Estado desde su periodo en la Casa Blanca, entre 1976 y 1981, hasta
el fin de la presidencia de Bill Clinton, en enero del año pasado.
Ahora, en tiempos del segundo Bush, los estadunidenses
"estamos en la cama, se podría decir, con los israelíes,
y ni siquiera hablamos con los líderes de los palestinos", señaló
Carter, para resumir la doble vara con que el gobierno de su país
mide ese conflicto.
Tales señalamientos provienen de una voz dotada
de doble autoridad moral: Carter estuvo en la cúspide del poder
político en la nación vecina y, desde allí, condujo
el primer proceso de paz exitoso entre árabes e israelíes,
que se tradujo en los acuerdos de Campo David entre Egipto e Israel.
La acusación no sólo representa una severa
descalificación a la actual política de Washington como supuesto
intermediario entre el régimen de Ariel Sharon y lo que queda de
la Autoridad Nacional Palestina, sino que contribuye a explicar una de
las razones del odio a Estados Unidos que crece día con día
en las sociedades árabes e islámicas: la Casa Blanca simuló
colaborar por la paz entre israelíes y palestinos mientras trabajaba
con Sharon para neutralizar y acorralar la presidencia de Yasser Arafat
y mantenía sus flujos multimillonarios de ayuda bélica a
Tel Aviv.
Con semejante traición, Washington se colocó
como corresponsable de la más reciente tragedia que se ha abatido
sobre la sociedad palestina. Washington exige a Arafat que controle a los
terroristas islámicos y calla cuando Sharon perpetra actos de terrorismo
de Estado contra las poblaciones inermes de Gaza y Cisjordania; de la misma
manera, Bush denuncia los nunca documentados intentos de Irak por hacerse
de armas de destrucción masiva, pero guarda silencio ante las bombas
nucleares en poder de Israel y Pakistán, dos de sus principales
aliados en la región.
Los gobernantes estadunidenses se rasgan las vestiduras
por los atropellos de Saddam Hussein a los derechos humanos, pero no conceden
importancia a la barbarie que impera como remedo de justicia en Turquía,
Arabia Saudita, Kuwait y otras de las satrapías con las que mantiene
estrechas y cordiales alianzas.
Cabe esperar que el Premio Nobel de la Paz otorgado a
Carter refuerce su discurso contrario a la guerra y que sus palabras tengan
buena acogida en una sociedad que es empujada al desastre de la guerra
por su actual mandatario.