ESPAÑA, EL PAIS VASCO Y LA DEMOCRACIA
Más
de 100 mil personas, entre vascos y no vascos llegados desde todos los
rincones de España -como la televisión española repitió
machaconamente- marcharon el sábado por las calles de Donostia (San
Sebastián) cobijadas, además de por el gobierno de José
María Aznar, por los partidos Popular y Socialista Obrero Español
(PP y PSOE), y por una masiva convocatoria mediática hispana, bajo
el lema de "Constitución y Estatuto, sí, nacionalismo obligatorio,
no".
El trasfondo de la manifestación, encabezada por
varios ministros del gobierno aznarista, perseguía el objetivo de
denunciar el "clima de violencia e intolerancia" que viven en Euskadi quienes
no comparten la doctrina nacionalista de los vascos, sean del confesional
y gobernante Partido Nacionalista Vasco (PNV) o del radical, y en vías
de ilegalización, Batasuna (Unidad). A ojos hispanos, unos y otros
son lo mismo, es decir, correa de la organización terrorista ETA,
principio y fin, a la postre, de los dolores de cabeza del gobierno aznarista.
La parafernalia mediática desatada con anterioridad
a la marcha, campaña a la que se sumaron medios privados y estatales,
da una idea de la importancia que a la misma concedieron el gobierno de
La Moncloa y sus seguros apoyadores socialistas obreros españoles.
No es dable entrar en si la cantidad de manifestantes fue mucha, poca o
ridícula. Es más importante dilucidar si la referida manifestación
ayuda o no a resolver la raíz del conflicto vasco-español.
Casi a la misma hora, y en otras tres ciudades vascas
(Iruñea, Pamplona), Baiona (en el País vascofrancés)
y Gasteiz (Vitoria), varios miles de personas (las agencias cifran en 20
mil entre las tres ciudades) salieron también a la calle sin que
los medios masivos de comunicación dedicaran un segundo a anunciar
tales actos. En esos casos los manifestantes eran vascos y defendían
su derecho a serlo.
En Donostia, protegidos por un inusitado despliegue policial,
se defendió a la Constitución española y al Estatuto
vasco de autonomía, al tiempo que se condenaba el "nacionalismo
obligatorio", término novedoso y seguramente hijo de la última
joya jurídica de Baltasar Garzón, quien hace unos días
acusó a Batasuna de llevar a cabo una "limpieza étnica".
Primero que nada hay que recordar que Batasuna no ha matado a nadie; tan
es así que sus dirigentes y simpatizantes, que no son pocos, viven
en libertad. Segunda cuestión; que Garzón haya llegado a
tal punto indica, cuando menos, que poco sabe de historia y de "limpiezas
étnicas". Por cierto, la más reciente se llevó a cabo
en Afganistán so pretexto de matar a Osama Bin Laden. Ahí
el señor Garzón, adalid de la justicia universal, no se mete.
Conviene recordar, por aquello de la historia que algunos
quieren olvidar, que tanto la Constitución española como
el Estatuto de Autonomía vasca pasaron de noche para esa nación.
Al referéndum constitucional los vascos repondieron con un 63 por
ciento de votos negativos y absentistas, al tiempo que el Estatuto recibió
un escuálido apoyo de 30 por ciento de la población vasca.
Por cierto, el padre del actual Estatuto es el PNV, hoy enfrentado al nacionalismo
español exacerbado por obra y gracia de Aznar y José Luis
Rodríguez Zapatero, el líder del PSOE.
De manera que, en el origen, la manifestación de
Donostia desconoció, olímpicamente, dos claves de singular
relevancia, y ambas tienen un denominador común: La mayoría
de los vascos no se sienten españoles y, además, no están
contentos con la Autonomía pactada con Madrid. Lo dramático
es que se pretenda convertir en delito el hecho de que un vasco no se sienta
español. En esa locura jurídica se ha montado el juez Garzón.
Pero, además, plagar las calles de Donostia de
banderas españolas en un momento como el actual es, además
de una ocurrencia de mal gusto, una provocación en toda regla. El
acarreo, práctica política que se suponía de uso exclusivo
mexicano, marcó una manifestación que, a la postre, lejos
de contribuir a acercar a vascos y españoles a la mesa de negociación,
exacerba a límites insostenibles un encono ajeno a la razón.
Ese tipo de manifestaciones, no importa el país
donde ocurran, sino el contexto histórico en que se producen, acaban
en el limbo del anecdotario político. Con ese tipo de iniciativas
no van a parar a ETA, enfrascada en su espiral de acción-represión-acción
y cada vez más, supuestamente, aislada de la sociedad vasca.
En pocas palabras, la situación imperante en el
País Vasco no se resuelve con el rosario de asesinatos y acciones
terroristas de ETA, condenables de suyo, pero tampoco con manifestaciones
como la de ayer en Donostia, por muy apoyadas y financiadas que hayan estado
por Madrid.
El meollo de la cuestión pasa por sentarse alrededor
de una mesa. Pasa por hablar, por dialogar, por negociar. No se vale emplear
la fuerza, descomunal ciertamente, de un Estado para aplastar las reivindicaciones
del otro que, no por nada, siempre es infinitamente más pequeño.
La receta de la negociación es tan vieja como el
hombre y el quehacer político. Igual da que se trate del País
Vasco, de Irlanda, de Chechenia, de Córcega, por nombrar algunas
naciones sin Estado. Las potencias occidentales financiaron la independencia
de los países de la antigua Unión Soviética, y contribuyeron
militar y financieramente a desmantelar la antigua Yugoslavia, no sin antes
provocar un descomunal baño de sangre. De hecho, esas potencias
son responsables de la situación que hoy se vive en Asia. ¿Quién
si no apadrinó a Sadam Hussein durante tantos años? ¿Quién
si no entrenó y financió a Bin Laden durante los años
80? ¿Quién si no protege las matanzas del ejército
y de los servicios secretos israelíes?
Ahora, el padre de todas esas criaturas, Estados Unidos,
quiere finalmente hacer realidad aquello del "destino manifiesto", y para
ello cuenta con aliados como Tony Blair, Silvio Berlusconi y José
María Aznar, convertidos hoy en modernos jinetes del apocalipsis.
No poca de la barbarie que padecemos hoy, y no nos referimos
únicamente al terrorismo armado (nadie quiere hablar del hambre,
o de los pocos recursos que se destinan al combate de las pandemias, o
de cómo casi nadie se ocupa de combatir al racismo), tiene su razón
de ser en los centros del poder mundial. Puede entenderse que, cada vez
más, las voces que denuncian esa suerte de permanente acoso al libre
pensamiento sean condenadas al averno, expulsadas del sanedrín democrático.
Puede entenderse porque, tristemente, la democracia es cada vez más
de ellos, de quienes tienen el poder para decir lo que está bien
y lo que está mal. Oponerse a esa aplanadora democrática
es cosa de locos.
¡Pobre democracia!