Guillermo Almeyra
Lula sí, si...
No está en discusión la victoria de Lula en las presidenciales brasileñas. Sí, en cambio, los resultados de la misma, y las posibles políticas del candidato vencedor, que podrían variar profundamente según las presiones que acepte el futuro presidente, tironeado entre la exigencia popular de un cambio profundo (pero dentro del sistema) y los requerimientos del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del capital financiero, de realizar sólo los cambios cosméticos necesarios para que se mantenga la estabilidad del sistema.
Veamos lo primero. Una buena parte del electorado de Lula rechaza las políticas neoliberales y desea un cambio: los campesinos sin tierra quieren terrenos en propiedad para trabajarlos; los obreros desean mantener un nivel salarial, corroído constantemente; la pequeña burguesía urbana, intelectual o trabajadora, quiere evitar un desenlace argentino, ampliando el mercado interno y reforzando el papel del Estado en la economía; una parte de la misma burguesía industrial desea una política de protección nacionalista que evite la desindustrialización y pare el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Incluso un sector de los terratenientes (los que están ligados al mercado, con productos industrializables) ve con terror el derrumbe de los precios del café y de las materias primas y la posible supresión del Mercosur.
Lula ha logrado, pues, constituir un bloque electoral pluriclasista, en el que la hegemonía cultural y política es nacionalista y burguesa. Ese bloque no desea (según sus documentos y manifestaciones) poner en cuestión el sistema capitalista (salvo un sector minoritario y radicalizado del Movimiento de los Sin Tierra y del mismo Partido de los Trabajadores (PT), sector que se declara socialista, sin tener claro de qué socialismo habla ni un programa alternativo al desarrollista-nacionalista que propone Lula y, en el caso del MST, mezclando en parte el mesianismo con el socialismo). Sin embargo, lo esencial es el impulso al cambio social, que tiene su propia lógica y su dinámica. Esa fuerza social y ese deseo de cambio votan por Lula, pero no dependen de él.
El capital financiero internacional, por su parte, está dividido: las empresas europeas no tienen la misma posición que las de Estados Unidos, aunque todas busquen la estabilidad del capitalismo en Brasil. Parte de ese capital financiero le hará la vida imposible al gobierno de Lula, exigiendo de éste la continuidad para evitar que su país sea proscrito del comercio y de las finanzas internacionales (un vocero del FMI dijo, elegantemente, que si Lula se oponía al ALCA debería comerciar sólo con la Antártida). Pero no cuenta sino con una parte del ejército, cuya cautela hasta el momento revela la existencia en su seno de una fuerte ala nacionalista (la que se opuso al Plan Colombia). Tampoco cuenta con el apoyo de la Iglesia católica, una parte de la cual, desde hace rato (la pastoral social, la de la tierra, por ejemplo), sostiene al PT. Ni con el apoyo total e irrestricto de los industriales, que no ven en los sindicatos un peligro revolucionario y que hasta verían con beneplácito (porque ampliaría enormemente el mercado interno) una reforma agraria que golpease al sector más reaccionario e improductivo del latifundio (al fin y al cabo, los campesinos sin tierra quieren fundamentalmente ser propietarios de la misma y tener créditos, o sea, ampliar el marco del sistema capitalista actual, que los excluye).
Si el presidente del Partido de los Trabajadores ganase por una mayoría abrumadora, confirmada por una baja abstención, podría apoyarse a la vez en una voluntad de cambio masiva y en la moderación de las fuerzas que lo apoyan (o sea, indirectamente, en el hecho de que las clases gobernantes no se sentirían directamente en peligro y temerían radicalizar la situación con una reacción desproporcionada, prefiriendo desgastar al nuevo gobierno para someterlo). Es muy probable que Lula pueda, por tanto, mantener el actual frente social para resistir la mayor parte de las presiones internacionales, sobre todo teniendo en cuenta que está sometido a la contrapresión constante de sus partidarios, especialmente del MST y de una parte de la Iglesia de base, que no se identifican con su partido, aunque lo apoyan. En tal caso formará un gabinete nacionalista y desarrollista y buscará abrir camino a una reforma agraria moderada y a un reforzamiento del Mercosur, que favorecería a los industriales y exportadores brasileños y respondería al nacionalismo de sus simpatizantes.
Si, por el contrario, el Lula del nuevo look conservador hubiese reformado también sus intenciones (cosa poco probable, porque es un hombre moderado y sensible a los aparatos, pero no tonto), debería encarar el hecho de que no es él quien explica el cambio en Brasil, sino que es el proceso social el que explica a Lula. Si nombrase un gabinete de centro-centro o de centro-derecha para tranquilizar al capital financiero internacional y encabezase una revolución pasiva, conservadora, para aplicar una política a lo Gattopardo, tendría sin duda créditos inmediatos y alabanzas del FMI, pero graves desbordamientos campesinos y estudiantiles (y hasta obreros). El golpe al Mercosur sería durísimo y el ALCA podría pasar, pero también a costa de conflictos en las fuerzas armadas y en la Iglesia. Y Brasil sería más ingobernable que nunca (ahora todavía no lo es).
El ejemplo argentino se extendería entonces desde el punto de vista de la crisis económica y desde el punto de vista de la resistencia social. Buena parte del capital, local e internacional, teme ambas cosas. Porque, por primera vez en la historia de Brasil, podría surgir una lucha de clases masiva y radical, y la unidad estatal del país estaría en peligro (con Estados Unidos controlando la Amazonia y los distintos poderes de los terratenientes afianzados en sus regiones, como antes de 1930), y la modernización intentada por Getulio Vargas y buscada en forma reaccionaria y cruel hasta por la dictadura militar, volvería a fojas uno.
O Lula avanza o Brasil retrocede, con todo el Cono Sur, hacia la colonia.
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