Rolando Cordera Campos
Cono Sur
Conocí Buenos Aires en 1971, tras dos semanas en Chile donde hervía la esperanza en un cambio democrático al socialismo. En Argentina, me advirtió un amigo mexicano, "todo el mundo estaba alzao", como se tituló un célebre libro sobre la izquierda venezolana de aquellos años.
"Todo el mundo" no eran sólo Montoneros o el ERP, sino antiguos amigos y compañeros de estudios en Inglaterra, científicos jóvenes y sofisticados, intelectuales izquierdistas y no tanto. Una ola de revolucionarismo iba a caer sobre la orgullosa nación del sur, donde todavía se giraba contra las ganancias de la época de oro de las pampas y se vivían los últimos días de la dictadura "suave".
Como lo postuló con crudeza en medio de una discusión interminable mi anfitrión de entonces, no era posible entender la Argentina de esa época si no se asumía que el país "estaba en guerra". Y guerra fue, para diezmar el movimiento sindical de sus líderes intermedios, cobrar decenas de miles de víctimas y desaparecidos, segar la industria austral y llevar a la nación a una batalla absurda que produjo más muertos y aire por unos años más a la señora Thatcher.
Todo eso y más pasó, entre otras la criminal cruzada de Videla y Martínez de Hoz en pos de una civilización cristiana y de libre mercado, para desembocar en el festín de Menem y Cavallo que hicieron el milagro de la estabilidad monetaria a costa de millones de desplazados y empobrecidos, una deuda enorme y siempre el chantaje con el que se hizo la relección, la corrupción desembozada, el amafiamiento de la política y los negocios y, por fin, el derrumbe, el corralito y la vuelta a empezar: del trueque a la reinvención de la moneda; del nihilismo colectivo del "que se vayan todos" a las más notables pruebas de solidaridad para sobrevivir y remontar la adversidad, redescubrir capacidades y recursos, revivir la idea de una Argentina de dimensión económica continental, que podría reintentar un nuevo curso, ahora de la mano con Lula y las posibilidades que con él podrían descubrirse desde el Cono Sur.
Buenos Aires era hermosa entonces y se mantiene así, deteriorada, acosada por la delincuencia, rodeada por una corrupción inclemente, pero con su vivacidad proverbial. Las calles del centro vibrantes, la oferta teatral abundante, las librerías abiertas y ricas, Puerto Madero aún socorrido por empleados, funcionarios y turistas que vienen a gozar de la barata general de la crisis y la devaluación, aunque sus locales estén a medio llenar y los restaurantes con un cuarto de mesas ocupadas.
El celular es la compañía habitual del peatón de la zona céntrica, pero los BMW, los Mercedes o los "4 x 4", han hecho mutis. Unos porque se los llevó el ventarrón monetario, pero otros porque dejaron de ser la muestra de éxito y poder de la euforia menemista y se volvieron estigma y convocatoria al asalto violento. Han reaparecido los limosneros y por las noches el centro recibe a multitud de cartoneros que pepenan lo que caiga, sobre todo sobras de alimentos. Pero la política es el centro vacío y terrorífico de Argentina.
Más que el juego de las sillas, en el que alguien siempre se queda sin una de ellas, aquí más bien nadie se mueve. Menem tira sus dados y, apoderado como está de la presidencia justicialista, impone unas primarias para diciembre. El presidente Duhalde se burla de sus compañeros de partido y amaga, pero no parece tener casi nada para influir en el juego electoral interno.
El radicalismo es triste eco de lo que pudo ser, la izquierda marcha sonámbula y el movimiento social desatado por la debacle se resiste a convertirse en rutina urbana. Uno de sus protagonistas más destacados salió de la cárcel después de año y medio, y exige una indemnización millonaria pero en alimentos y empleo para los hambrientos y desocupados. Se mantiene el clamor de que "se vayan todos", pero ahora en primer lugar los de la Suprema Corte, que sin recato han protegido a Menem y los suyos, e intercambian protección con los peronistas: si insistes en el juicio político en mi contra, declaro inconstitucional el corralito y arde Troya. Todo a la luz del día y de la televisión.
La parálisis política y el desconcierto social se han adueñado del escenario argentino, en estos días en que para sorpresa de muchos la estabilidad cambiaria y de precios vuelve aunque sea sólo un "veranito". Lo decisivo sigue por delante; más allá de las fortalezas de que goza el país austral, las que natura le dio y las que la avidez de sus grupos dominantes no ha podido quitarle, lo que tiene que arreglarse no es la conducción económica o la relación con el FMI, sino la forma y el fondo de los conductores mismos. Y esto no se compra en ningún mercado ni con brujería.
Tampoco se logrará con la expulsión instantánea de los grupos de poder que pelean a diario por la prebenda. Esta se habrá achicado, pero no tanto como para desalentar estos animal spirits de nuevo siglo que dependen del uso impúdico del poder estatal para reproducir su riqueza y volver a empezar la carrera por el lujo y el privilegio a que los acostumbró la renta infinita de la tierra y el vacuno.
Argentina espera a Lula, pero no como salvador sino como socio asociado en sociedad. Y vaya que tiene todavía con qué hacerlo.