MOSCU: CRIMEN DE ESTADO
El
pasado fin de semana el gobierno de Vladimir Putin decidió adelantarse
a los terroristas chechenos que habían secuestrado a casi un millar
de personas en un teatro de Moscú y que demandaban el fin de la
cruenta intervención militar rusa en Chechenia: las fuerzas de asalto
gubernamentales introdujeron en el edificio un gas que mató a 116
rehenes y a una cantidad no especificada de separatistas y causó
daños graves a otras 200 personas presentes en el teatro.
Acto seguido, de acuerdo con diversos testimonios, las
tropas oficiales allanaron el edificio y asesinaron a sangre fría
a varios de los secuestradores que se hallaban paralizados por los efectos
del gas, sobre el cual las autoridades rusas no han querido proporcionar
información, ya sea porque se trate de un arma química prohibida
o porque sea un anestésico común empleado en cantidades y
concentraciones necesariamente homicidas.
La manera brutal en que fue resuelta esta crisis, más
propia de Stalin o de Pedro el Grande que de un gobernante ruso que se
pretende moderno y democrático, debiera suscitar el más amplio
y generalizado repudio universal.
Sin embargo, en el contexto presente, en el que el gobierno
estadunidense parece haber logrado su objetivo de imponer como único
tema de la agenda mundial el combate "al terrorismo", diversos estadistas
se han adelantado a "felicitar" a Putin por la matanza que sus tropas perpetraron
hace tres días en Moscú.
El trágico y vergonzoso episodio obliga a constatar
hasta qué punto han sido trastocados, en la presente circunstancia,
valores éticos fundamentales como la protección de la vida,
la solución pacífica de conflictos y el respeto a la soberanía
y la autodeterminación de los pueblos.
En lugar de exigencias para que saque a sus tropas de
ocupación de Chechenia y detenga el baño de sangre causado
en esa sufrida nación por el colonialismo ruso -situación
que se encuentra en las génesis del drama ocurrido en el teatro
moscovita- el Kremlin ha recaudado elogios por su "manejo de la crisis"
y expresiones de alivio por la "firmeza" con la que respondió a
los terroristas.
Por supuesto, la masacre efectuada en Moscú no
sólo no va a terminar con el terrorismo asociado a la causa del
independentismo de Chechenia, sino que profundizará los resentimientos
absurdos que ya afloran entre rusos y chechenos, y contribuirá a
hacer aún más violento ese conflicto que, a lo que puede
verse, ya no va a quedarse confinado en el corazón del Cáucaso.
LULA, PRESIDENTE
En la jornada electoral efectuada ayer en Brasil, el candidato
del Partido de los Trabajadores (PT) Luiz Inacio Lula da Silva ganó
la Presidencia con una aplastante mayoría (61 a 38 por ciento) sobre
el aspirante oficialista, José Serra, respaldado por el mandatario
saliente, Fernando Henrique Cardoso. Por diversas razones, este resultado
marca una circunstancia histórica para Brasil y para el resto de
América Latina, y representa un momento de esperanza para las depauperadas
sociedades de la región.
Debe recordarse, por principio de cuentas, que el triunfo
de Lula no es un accidente de la democracia, sino fruto de una larga y
ardua lucha que arrancó en las movilizaciones de los primeros años
de la década de los ochenta contra la dictadura militar, que pasó
por la constitución del PT y que transitó por tres campañas
electorales (1989, 1994 y 1998) en las cuales, si bien no se consiguió
la Presidencia, se avanzó en organización de base y en la
difusión de una propuesta de nación distinta al neoliberalismo
impuesto al país sudamericano por el gobierno de Fernando Collor
de Mello y los dos mandatos sucesivos de Henrique Cardoso.
Es pertinente señalar asimismo que con todo y la
moderación discursiva y programática formulada por el ex
obrero metalúrgico paulista que en breve asumirá la primera
magistratura de Brasil, la presidencia de Lula se planteará como
ejercicio del poder distinto a los que están en curso en casi todos
los países del subcontinente, es decir, democracias oligárquicas
que se aferran a un neoliberalismo ya superado en casi todo el mundo y
que ha dejado en nuestras naciones un saldo humano y material de desastre,
de miseria, de desarticulación social, de incremento de la delincuencia
y de desmoralización profunda.
Por esa misma razón, el triunfo de Lula ha generado
expectativas entendibles entre brasileños y latinoamericanos, pero
que acaso resulten demasiado elevadas.
El ahora presidente electo seguramente se empeñará
en la construcción de un Brasil más equitativo, más
solidario con su propia gente y más atento a las necesidades de
la población que a las veleidades de los especuladores internacionales.
Sin embargo, parece poco razonable pretender que Lula
consiga superar en los cuatro años de su mandato una herencia de
décadas de políticas privatizadoras, monopólicas,
desreguladoras y antinacionales.
Como botones de ejemplo, baste recordar que la mayor nación
latinoamericana ocupa el cuarto peor lugar del mundo en materia de distribución
del ingreso, padece desempleo que afecta a ocho millones de personas en
edad de trabajar y debe hacer frente a un abultado déficit fiscal;
adicionalmente, Brasil enfrenta índices de criminalidad elevadísimos,
tanto en las grandes urbes como en el campo, donde la impunidad de los
hacendados es legendaria. Asimismo, es previsible que el empeño
reformador que Lula ha manifestado habrá de enfrentar una maraña
de intereses creados y una red de complicidades que va desde la clase política
hasta los estamentos más bajos del aparato administrativo, pasando
por conglomerados empresariales dotados de un poder enorme.
Cabe esperar finalmente que la esperanza suscitada por
el triunfo de Lula prevalezca sobre esas y otras incertidumbres y que,
para bien de Brasil y de América Latina, el nuevo presidente electo
consiga hace realidad su programa de gobierno.