MAR DE HISTORIAS
Una historia del pueblo
CRISTINA PACHECO
El dueño del hotel apoyó las manos sobre la mesa, alargó el cuello y me miró desde las profundidades de sus lentes:
-šSí, señor! Liberaron a Blanquita, con todo y que eso significó ponerse al tú por tú con Eduviges Mendoza, šuna harpía!
-ƑRica?
-šAh, cómo no! Mucho billete-. Don Servando carraspeó y escupió la flema en su paliacate: -ƑY de qué le sirvió tener tantísimo dinero? šDe nada! Al menos en aquel pleito con los niños; en otros asuntos, švaya usté a saber!
Satisfecho de su relato, don Servando unió las manos sobre su vientre y miró hacia la calle desierta:
-Si hoy pasara algo así no habría suficientes niños para emprender una cruzada como aquella-. El tono de su voz se convirtió en murmullo: -Esto ya se acabó. En el panteón hay más gente que en todo San Lucas. Los que se fueron jamás regresaron. Y los que nos visitan es sólo de entrada por salida. Ya ve: usté llegó en la mañana y al rato se va. ƑCuándo volverá?
Me sentí incómodo de no tener respuesta. Escuché las campanas llamando al rosario y me levanté:
-Las seis. Debo irme. El viaje será largo.
-Para descansar no hay nada mejor que San Lucas. Si se queda verá que a las nueve no se oye un ruido, si acaso el alboroto de los perros y de los grillos.
Era una de las frases con las que mi abuelo nos describía el encanto nocturno de su pueblo. La evocación me conmovió. Me despedí de don Servando con un abrazo. El hotelero me siguió hasta el coche. Nos despedimos otra vez y arranqué. Mientras me alejaba pensé en cuánto tiempo pasaría antes de que don Servando tuviera otro interlocutor para contarle el rescate de Blanquita.
II
La visita a San Lucas fue algo inesperado. Rumbo a San Luis me detuve en una gasolinería. Mientras el despachador me atendía caminé hasta el borde del camino. Vi una flecha: "San Lucas". Al pagar el servicio pregunté a qué distancia quedaba el pueblo. "A cuarenta kilómetros de pura brecha. Fácil se lleva sus tres cuartos de hora en llegar".
Me pareció que no era excesivo invertir unos cuantos minutos en llegar al sitio donde había nacido mi abuelo. Enfilé hacia San Lucas. A la entrada del pueblo sólo vi muros de adobe, portones de madera y uno que otro estanquillo desierto. Una recua me obligó a detenerme. La pregunté al arriero dónde quedaba el jardín Hidalgo. "Dercho, todo para allá", contestó.
Mi abuelo me lo había pintado como algo bellísimo y paradisiaco pero encontré un jardincito con un quiosco central convertido en depósito de carretillas. Lo único que correspondía a la descripción eran los laureles bellísimos. Bajé del coche dispuesto a dar una vuelta, atraído por la posibilidad de que mis pasos coincidieran con las huellas invisibles de mi abuelo.
Me quedé mirando las baldosas. "ƑQué buscaba?" La pregunta del barrendero me sobresaltó. Respondí: "La escuela". El hombre me miró desconfiado. Hice un esfuerzo de memoria: "La Héroes del 47". "Esa ya no existe". Advirtió mi decepción y agregó, como si estuviera tras un mostrador ofreciendo mercancías: "ƑAlguna otra cosa?" Sonreí: "La cárcel".
Mi pregunta no pareció extrañarle, pero su tono se volvió áspero: "Está donde siempre ha estado: pegadita al rastro. En su coche llega rápido". A cambio de la información le entregué unas monedas. El viejo se quedó mirándolas, como si hubieran caído del cielo. Me alejé rápidamente.
Desde lejos vi el portón de la cárcel, las ventanas enrejadas y la hilera de nísperos que salpicaban la calle con sus frutos amarillos. Me asaltó el recuerdo de una aventura infantil que mi abuelo nos contaba cuando, ya ciego y viudo, mi padre se lo llevó a vivir con nosotros a la ciudad de México.
III
"En los pueblos no hay facilidades para nada, y menos cuando uno se enferma. Por ejemplo mi hermana Caritina: se cayó de una barda que ni estaba tan alta y no volvió a caminar. No había médico y la huesera no pudo someterle el esqueleto, así que Caritina se pasó sentada el resto de su vida.
"Desde que Caritina dejó de ir a la escuela ya no me interesaron las clases. Lo único que deseaba era volver a la casa para jugar con ella y con los amigos que nos visitaban: Claudio, Mauricio, Anselmo. Todos tenían fama de buscapleitos pero con nosotros se portaban bien. Mientras hacíamos zumbadores y casitas con chilucas y lajas, mi mamá ayudaba a mi papá a cuidar sus animales: criaban chivas para venderlas en el rastro.
"De una de las camadas nació una chivita blanca. A mi hermana le encantó y mi padre, al verla tan feliz, accedió a regalársela. No fue difícil encontrarle nombre al animal: Blanquita. Era muy juguetona: Caritina le arrojaba un leño y, como si fuera un perro, corría a buscarlo. Los domingos, cuando yo paseaba a mi hermana, acostada en una carretilla, Blanquita nos seguía.
"Una vez, sin que nos diéramos cuenta, la chivita se escapó. Después de mucho buscarla la encontramos en el corral de doña Eduviges Mendoza, una beata muy rica y avara. El gusto de ver a Blanquita desapareció cuando vimos lo que había hecho. Masticó la ropa del tendedero y les arrancó los botones a los vestidos.
"Huimos, confiados en que nadie nos había visto. šError fatal! Al rato se presentó en nuestra casa doña Eduviges. La acompañaban dos policías. Mi mamá se extrañó mucho de verlos, y más cuando oyó que estaban allí para detener a Blanquita. Mi papá quiso saber el motivo. Un policía recitó los cargos: daño en propiedad ajena y allanamiento de morada.
"Caritina se echó a llorar, suplicó piedad. Doña Eduviges ofreció retirar los cargos si mi padre le pagaba los dueños causados por Blanquita. No teníamos dinero y, con todo el dolor de nuestro corazón, vimos a Blanquita alejarse, debatiéndose en brazos de los policías.
"Nos pasamos la noche consolando a Caritina. En la mañana, en vez de ir a la escuela, corrí a la cárcel. No me dejaron ver a Blanquita. Al día siguiente y al otro y al otro sucedió lo mismo. Y siempre, al regresar a mi casa, me encontraba a mi madre llorando porque Caritina no quería asearse, ni platicar, y menos comer, porque para todo eso le faltaba su compañerita.
"La idea de que mi hermana pudiera morir me inspiró una idea: robarme a Blanquita. Para eso necesité la ayuda de mis amigos. En el jardín Hidalgo una tarde planeamos la estrategia y a la noche siguiente la pusimos en práctica: Claudio y su madre, como siempre, entraron en la cárcel para venderles a los policías tamalitos, buñuelos y atole. Por una esquina aparecí yo y por la otra Mauricio y Anselmo. Burlones, me silbaron. Me fingí ofendido y comenzó una auténtica batalla campal: el parque eran los nísperos que nos arrojábamos con fuerza. Los policías, al oír el escándalo, salieron a ponernos en orden. Mientras tanto, Claudio y su mamá se llevaron a Blanquita en la canasta y desaparecieron. Para darles tiempo de escapar, prolongamos la pelea y luego huimos los tres.
"Cuando llegamos a la casa encontré a mi hermana jugando con Blanquita. Nos pidió que le contáramos cómo la habíamos rescatado. En eso apareció la señora Eduviges. Amenazó con llevarse otra vez presa a la chivita. Llamó a los guardias. Caritina pidió la carretilla y dijo: šSi Blanquita va a la cárcel, yo también! Todos repetimos lo mismo, hasta mis padres. Doña Eduviges abrió los ojos inmensos, infló el pecho como si fuera a reventar, dio media vuelta y se perdió en la noche."
Más tarde, cuando entré a comer en el restaurante del único hotel, don Severiano me contó el rescate de Blanquita, sin imaginarse que mi abuelo había sido el protagonista. Tal vez no haya sido él sino alguien de una época anterior. Lo que importa es que siempre haya alguien dispuesto a contar la historia.