Guillermo Almeyra
Irak y la democracia
Hasta 1958 la monarquía y la oligarquía
de Irak eran los principales aliados de Estados Unidos en la región
y el eje del Pacto de Bagdad, creado en 1955 y que, junto con otros dispositivos,
como la OTAN, pretendía establecer un círculo de alianzas
militares contra la URSS y la revolución colonial. Irak había
respondido a la creación de la República Arabe Unida (Siria,
gobernada por el partido nacionalista socialista Baas, y Egipto, gobernado
por el nacionalismo de Nasser) formando la llamada Federación Arabe
mediante la alianza de las dos monarquías de dinastía hachemita
(Jordania e Irak).
Esos son los antecedentes proimperialistas de los aliados
actuales de Estados Unidos en la oposición iraquí. En 1958
el general Kassem liquidó la monarquía y, aliado a los comunistas,
implantó la república, enfrentando al imperialismo. Un sangriento
golpe de Estado baasista de derecha, dirigido por el coronel Abel Salam
Aref, derribó a Kassem, asesinó a miles de nacionalistas
y de comunistas y reprimió a los kurdos. La extrema derecha baasista
tomó el poder en 1968 y puso como jefe de Estado al general Hassan
el Bakr, quien en 1979 dejó el poder del Estado y del partido Baas
a su segundo, Saddam Hussein, profundamente anticomunista, a pesar de las
relaciones estrechas del Estado con Moscú.
Saddam unió las purgas sangrientas en el Baas a
la feroz represión de kurdos y comunistas y su política se
orientó cada vez más a servir de escudo en la región
a Estados Unidos (que temía los efectos de la invasión soviética
de Afganistán y de la revolución islámica de enero
de 1979 en Irán). Estados Unidos ni se inmutó cuando Saddam
lanzó gases venenosos contra los kurdos (Donald Rumsfeld estaba
entonces en Bagdad) y armó a Saddam para una terrible y sangrienta
guerra de ocho años contra Irán. Saddam, en efecto, era su
escudo contra los plebeyos chiítas y el apoyo de Washington y de
Arabia Saudita y las monarquías del Golfo fue por eso incesante.
La dictadura del ahora demonio de Bagdad fue creada y sostenida por Estados
Unidos, que recién descubre que existe cuando la desaparición
del peligro para los imperialistas representado por la Unión Soviética
puso en primer plano para Washington la conquista directa del petróleo.
Así le tendió a Saddam Hussein la trampa de la invasión
de Kuwait y cuando el dictador iraquí, alentado por la embajadora
estadunidense, cayó en ella, Estados Unidos organizó la Guerra
del Golfo para matar tres pájaros de un tiro: unir bajo su mando
a los países árabes, someter a las potencias europeas y a
Rusia y conquistar el monopolio de de los hidrocarburos de la región.
Hasta aquí la historia y el retrato de los personajes:
Saddam Hussein es un monstruo, pero fue creado y defendido por Washington.
Y los opositores de derecha, monárquicos o baasistas, están
lejos de ser demócratas mientras los líderes kurdos Barzani
o Talebani están comprometidos por sus alianzas con los peores regímenes
represores. Eso pone en una luz aún más cruda las propuestas
de Estados Unidos para el post-Saddam Hussein.
En primer lugar la concepción de la responsabilidad
colectiva de todo un pueblo por lo que hace su gobierno es una idea fascista.
Es criminal atacar a Irak (o a Yugoslavia, Siria o el país que sea)
porque al gobierno de Estados Unidos no le gustan ahora gobiernos que antes
fueron sus aliados. Es aún más criminal proponer desmembrar
un país como Irak en tres (el sur, con Basora como capital, mayoritariamente
chiíta y con una minoría cristiana de rito caldeo; Bagdad
y la zona árabe de fe sunnita, y por último el Kurdistán)
sólo para quedarse con el petróleo del mismo y, tras un breve
aumento del precio de ese combustible, bajarlo al máximo para acabar
con la OPEP, hacer volver la situación a los primeros años
de la década de los 70, reanimar la economía de Estados Unidos
reduciendo la factura por la importación de crudo y hundir la economía
de la segunda potencia nuclear (Rusia), que depende del precio del gas
y del petróleo.
Las propuestas políticas, a su vez, son triplemente
criminales: una consiste, según la prensa importante de Estados
Unidos, en nombrar un gobernador militar -un virrey- estadunidense, como
MacArthur, el que gobernó al vencido Japón; otra en agregar
a este virrey militar un administrador civil, con un gobierno escogido
por Estados Unidos entre sus actuales sirvientes nativos y los de los ingleses;
la tercera es imponer, como en Afganistán, un gobierno de transición
que una a todos los grupos, enfrentados entre sí, de la oposición
a Saddam. En cualquiera de los tres casos se trata de la violación
más evidente de los derechos de las naciones, pues nadie puede nombrar
los gobernantes de otro país e imponerlos por la fuerza sin cometer
un violento acto de piratería que equivaldría a la condena
a muerte de la propia ONU y de la soberanía de todos los países
del mundo. La guerra contra Irak y estas monstruosas propuestas del equipo
de petroleros y armamentistas que rodea a George W. Bush deben generar
de inmediato la oposición activa de los pueblos y de los gobiernos
cuya independencia pasaría a depender simplemente de lo que diga
la CIA o decida el Pentágono.