William Hartung
El desvergonzado regreso del imperialismo de EU
En mis días de estudiante y activista en los años
70, el término "imperialismo" sólo aparecía en el
contexto del debate político en Estados Unidos, como parte de críticas
a la política del país, las cuales generalmente provenían
de movimientos antibélicos o de solidaridad internacional. O bien,
el término aparecía en escritos de académicos de izquierda
o miembros de pequeños grupos socialistas aislados. Así que
imagínense mi sorpresa, 30 años más tarde, cuando
veo que la noción del imperialismo y del imperio estadunidense gana
un grado de respetabilidad generalizada, que está siendo promovida
esta vez por una extraña convergencia de unilateralistas de derecha
e "intervencionistas humanitarios" liberales, quienes ven el poder desbocado
de Estados Unidos como la última y mejor esperanza de construir
un mundo más estable.
El más reciente ejemplo en este sentido fue el
reportaje que apareció en deslumbrante rojo, blanco y azul en la
portada de la New York Times Magazine del 5 de enero de 2003: "Imperio
estadunidense (acostúmbrense a él)". En un provocativo ensayo
disfrazado de crítica realista, el veterano defensor de los derechos
humanos Michael Ignatieff sugiere que los estadunidenses están en
un estado de "negación profunda" ante el papel imperial de su país,
y por tanto están mal equipados para comprender la raíz de
nuestro nuevo y valiente mundo posterior al 11-S.
Varios de los temas de Ignatieff son retomados por Jay
Tolson en un artículo que apareció el 13 de enero en la portada
de la revista US News and World Report, titulado "El imperio estadunidense:
¿está tratando Estados Unidos de dar forma al mundo? ¿Debe
hacerlo?", en el cual se afirma que, a la luz del 11 de septiembre,
Estados Unidos está consciente ya de que "la paz, la prosperidad
y la universalización de los derechos humanos no están automáticamente
garantizados. Su supervivencia requerirá la inversión de
la voluntad y el poder estadunidenses".
En tanto, Ignatieff resume la naturaleza de la "carga"
imperial de Estados Unidos de la siguiente forma: "Ser un poder imperial
es más que ser la nación más poderosa, o la más
odiada. Significa implementar el orden que existe en el mundo y hacerlo
de manera acorde con los intereses de Estados Unidos. Significa marcar
las reglas que este país quiere (en todo, desde los mercados hasta
las armas de destrucción masiva), así como librarse de las
que van contra sus intereses (como el protocolo de Kyoto sobre cambios
climatológicos y la Corte Penal Internacional).
"También
significa ejercer funciones imperiales en lugares que Estados Unidos ha
heredado de los imperios fallidos del siglo XX -el otomano, el británico
y el soviético-. En el siglo XXI, Estados Unidos rige solo y lucha
por mantener bajo control las zonas insurgentes -Palestina y la frontera
noroeste de Pakistán, por mencionar sólo dos- que han sido
las némesis de imperios en el pasado."
Para no hacer el cuento largo, en la visión de
Ignatieff, ser policía del globo es trabajo duro. Pero, bueno, alguien
tiene que hacerlo. Así, qué mejor que lo haga Estados Unidos.
Después de todo, si se toma literalmente la estrategia de seguridad
nacional de la administración Bush, este país quiere ser
un altruista regente imperial que no busca la ventaja propia, sino tan
sólo trata de promover una era de democracia liberal y mercados
libres para todos.
Ignatieff acepta esta aseveración de la administración
en el sentido de que la guerra en Irak que se propone no intenta proyectar
el poder estadunidense ni ganar ventaja sobre las reservas mundiales de
petróleo; por el contrario, y según sus propias palabras:
"es la primera de una serie de luchas para contener la proliferación
de armas de destrucción masiva, el primer intento de cerrar el potencial
suministro de tecnología letal a una red terrorista internacional".
Olvidemos de momento el hecho de que no hay evidencia
que sugiera que Irak tiene nexos operativos con Al Qaeda, o que la fuente
más probable de armas o materiales nucleares para los grupos terroristas
globales está en enormes y mal protegidos depósitos nucleares
rusos, o que la fuerza militar es particularmente ineficiente para impedir
que se extiendan las armas nucleares, químicas o biológicas.
Ignatieff ha adoptado la noción convenenciera del Pentágono
de "guerras de contraproliferación", y las ve sólo como una
de las ineludibles cargas que pesan sobre el imperio estadunidense.
¿Por qué un defensor de los derechos humanos
como Ignatieff querría adherirse al imperialismo estadunidense?
Porque, nos explica, "hay muchos pueblos que deben su libertad al ejercicio
del poder militar de Estados Unidos", desde alemanes y japoneses tras la
Segunda Guerra Mundial, hasta bosnios, kosovenses y afganos, "y de forma
por demás inconveniente, los iraquíes", en tiempos más
recientes.
La lista de libertades de Ignatieff, de forma por demás
conveniente, omite a millones de ciudadanos de todo el mundo -guatemaltecos,
chilenos, brasileños, indonesios, iraníes y, en cierto grado,
incluso afganos e iraquíes-, quienes perdieron libertades potenciales
durante décadas como resultado de acciones de regímenes que
fueron armados, apoyados y, en muchos casos, instalados por el gobierno
estadunidense. Aún no queda nada claro cómo resultará
esta nueva versión del intervencionismo estadunidense pos guerra
fría en momentos en que la elección de aliados hecha
por la administración Bush en su guerra contra el terrorismo ha
llevado a armar y ayudar a una variopinta colección de regímenes
no democráticos, desde Djibuti hasta Uzbekistán.
Pero analistas como Ignatieff, convencidos de que las
matanzas en los Balcanes no hubieran terminado sin la intervención
estadunidense, están dispuestos a dar a Washington el beneficio
de la duda en esta nueva era.
Mientras intervencionistas humanitarios como Michael Ignatieff
pueden estar saltando al tren imperial -aun cuando moderan su apoyo e insisten
en que se limite el poder estadunidense en favor de una mayor inversión
en el "poder suave" de los fondos para la diplomacia y ayuda al extranjero-,
son los unilateralistas de la derecha republicana quienes echaron a andar
dicho tren desde el principio.
Como lo hizo notar la revista de The New York Times
en su edición del 9 de diciembre de 2001, titulada "El año
en ideas", en el texto "El apoyo al imperialismo estadunidense", los más
abiertos defensores del "nuevo y orgullo imperialismo" en años recientes
provienen de las filas del Proyecto para un Nuevo Siglo Americano
(PNAC, por sus siglas en inglés). Este movimiento fue fundado en
1997 para promover la tesis neorreaganiana de "la paz mediante la fuerza",
política que privilegia la fuerza y la amenaza del uso de la fuerza
por encima de los tratados y la cooperación, como herramienta fundamental
para ejercer la influencia de Estados Unidos en el mundo.
Los firmantes de la carta constitutiva del PNAC incluyen
a Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Elliott Abrams y a otras
piezas clave del actual equipo de política exterior de Bush. Otros
miembros prominentes del PNAC incluyen a halcones neoconservadores,
como el director del Weekly Standard, William Kristol; el ideólogo
unilateralista Robert Kagan, y Bruce Jackson, ex presidente de la empresa
Lockheed Martin (quien también ayudó a redactar la plataforma
de política exterior del Partido Republicano presentada en la convención
que éste celebró en 2000).
Incidentalmente, y a la luz de las elecciones estadunidenses
de 2000, el PNAC publicó un reporte de más de 200 páginas
en el que se pedía adoptar una estrategia de seguridad nacional
mucho más fuerte (y mucho más costosa), cuya agenda incluía
entre sus puntos "un cambio de régimen" en Irak. O sea que ya basta
de pensar que esta idea se le ocurrió al equipo político
de Bush a la luz de un nuevo sentido de vulnerabilidad surgido de los ataques
terroristas del 11-S.
Si todo el debate sobre el imperio de Estados Unidos fue
un simple capricho pasajero que casualmente llamó la atención
de algunos editores y escritores, podemos dejarlo de lado y proseguir con
nuestras vidas. Pero si la provocativa estrategia de "guerra sin fin" planteada
por la administración Bush en el contexto de la Seguridad Nacional
se lleva a cabo conforme a todo lo planeado, puede representar la principal
y más grande amenaza a la estabilidad, la democracia y la paz en
el nuevo siglo.
Esto no quiere decir que Estados Unidos deba quedarse
sentado sin hacer nada ante los abusos a los derechos humanos, los ataques
terroristas o la proliferación de armas nucleares. Quiere decir
que el poderío estadunidense debe aplicarse con mucha más
inteligencia y espíritu de cooperación, de manera que se
refuercen los tratados internacionales, como el de No Proliferación
Nuclear, en lugar de socavarlos; se incrementen las facultades de Naciones
Unidas para prevenir y contener los conflictos, y hacer contribuciones
positivas al combate de las amenazas a la humanidad, desde el terrorismo
hasta el sida, el analfabetismo y la desnutrición.
En lugar de tratar de ser el "imperio de la bomba inteligente"
al que se refiere Jay Tolson, Estados Unidos debería estar luchando
por convertirse en un poder global responsable que trabaje para construir
instituciones y relaciones que permitan que el uso de la fuerza militar
sea el último recurso, y no la primera opción, en las omnipresentes
zonas de conflicto del mundo.
Las alternativas que tiene a su alcance la política
estadunidense no son únicamente el imperialismo contra el aislacionismo,
como Ignatieff y sus peculiares compinches de derecha parecen sugerir.
Existe gran rango entre estos dos extremos para una política de
compromiso cooperativo que funcione para prevenir la violencia y construir
alianzas sostenibles.
Pero este planteamiento constructivo requerirá
una comprensión más profunda de los límites del poderío
militar y de las bravatas unilateralistas que hoy se emplean para resolver
los problemas más graves que aquejan al mundo.
De la misma forma en que Mark Twain y otros intelectuales
notables hablaron contra los proyectos imperialistas durante la era de
Teddy Roosevelt, una nueva generación de analistas y voceros necesitan
enfrentarse al "nuevo imperialismo mejorado", que está implícito
en la doctrina de seguridad nacional de la administración Bush.
Si esto sucede, tal vez dentro de unos años nos toparemos con una
portada de revista con el titular: "Imperio estadunidense: ¿en qué
estábamos pensando?"
William D. Hartung es el director del proyecto sobre armas
del Instituto Político Mundial
(www.worldpolicy.org/projects/arms)
Traducción: Gabriela Fonseca