Bárbara Jacobs
Dietterlen y la filosofía eficaz
El otro día oí a mi amiga Paulette Dietterlen exponer sus teorías en una especie de mesa redonda transmitida por televisión. Era sobre filosofía, creo que aplicada a la sociedad. Recuerdo con exactitud lo que dijo, y no tanto, en cambio, lo que tuvieron a bien decir los demás, cuatro o cinco filósofos que, con ella, participaban en el mismo programa, algunos de ellos eminencias en su campo, en todo caso, más conocidos que Paulette.
Paulette y yo fuimos compañeras de primaria en un colegio francés de aquí de México que, en sus comienzos, a principios de los cincuenta, era divertido y estimulante. Eramos pocas alumnas y seguíamos un sistema de enseñanza que, para el lugar y la época, era novedoso y adelantado. Por ejemplo, asábamos malvaviscos sobre fogatas cuando, algún viernes, aprovechando cualquier festividad posible, las estudiantes pasábamos la noche en el propio colegio, una casa vieja rodeada de jardines en una zona de la capital que en aquellos tiempos tenía lo que se llama sabor: San Angel, con la ventaja de que sin mayores solicitudes ni problemas de ningún tipo, nuestro campo de acción infantil se extendía para invadir el terreno de unos vecinos, una familia mexicana cuyo apellido y acciones figuraban en los libros de Historia que debíamos estudiar.
Paulette era pítcher en el equipo de besibol que formamos, y que competía con otro que compañeras nuestras formaron para poder competir. Recuerdo todavía intrigada que la futura filósofa hacía sus lanzamientos con los ojos cerrados y, apenas soltaba la bola, cubría sus orejas con las palmas de ambas manos.
"ƑPor qué cerrabas los ojos y te tapabas las orejas después de lanzar?", le he preguntado a lo largo de los años, cuando me la encuentro por ejemplo comiendo en un restaurante con dignatarios universitarios, de la Universidad Nacional, específicamente, donde ella estudió y donde, en la actualidad, dirige el Instituto de Investigaciones Filosóficas.
Y es de lo que quiero hablar, del buen papel que me consta que desempeña en su quehacer, a juzgar por lo desenvuelta que la vi donde digo y, sobre todo, por la idea que expuso, que me pareció brillante, la de alguien que ve y que oye con toda atención lo que sucede en su sociedad, que es la mía, también, por cierto, y con la que se compenetra. Y la idea que tendió sobre la mesa me dio la impresión de proponer justamente lo que se necesita en esas situaciones pico por las que todos pasamos, en un momento o en otro de nuestra vida, y que, como yo suelo pasar por ellas con frecuencia, lleva a pensar: ƑSerá posible que a nadie se le hubiera ocurrido esto antes?, asombros que las grandes ideas, por otra parte, acostumbran provocar.
Algo tan necesario que es claro, o que no requiere de mayores explicaciones, porque se explica en los términos de su propia proposición. Era esto: Que toda institución de un gobierno, y no únicamente las encargadas de atender asuntos de educación, digamos, o de tribunales, por decir cualquier cosas, sino de salud o de esto y de lo otro, contara con un departamento de filosofía en el que filósofos estudiaran los casos que los miembros de la sociedad, siempre desvalidos en situaciones pico, les presentaran, y los ayudaran a encontrar la solución más adecuada a su asunto extremo, es decir, a tomar decisiones que, por más que no fueran a prueba de error, que no hay lo que puede serlo nunca, hubieran sido por lo menos estudiadas.
ƑHay una idea mejor que ésta para, por ejemplo, el que debe decidir si se casa o no; o el que no sabe si divorciarse o no; o la que no está segura si se embaraza o no? Lo que quiero decir es que hay situaciones en las que uno no sabe qué hacer y en las cuales ver una puerta con un letrero en el que se ofrece asistencia filosófica puede ser la salvación.
Si yo me viera en ésas, me encantaría llamar y encontrar, detrás de su escritorio -o de cabeza sobre él- a mi amiga Paulette; la consultaría con fe, siempre y cuando, eso sí, me escuchara con las orejas descubiertas y los ojos bien abiertos. Yo misma cacharía la bola que me lanzara como si no hubiera nada que yo supiera hacer mejor.