Hoy en día prácticamente no hay
una esquina del territorio nacional sin La Michoacana
Tocumbo colonizó el país con sus paletas,
helados y aguas de sabores
El negocio ha dado fuentes de empleo y un alto nivel
de vida, que distingue a esa población del resto de la zona Hay
expendios en EU y su siguiente objetivo es Centro y Sudamérica
MARIA RIVERA ENVIADA
Tocumbo, Michoacan. Todas los caminos de México
conducen a La Michoacana. En los años 40 del siglo pasado la gente
de Tocumbo descubrió un filón en la guzguería de los
mexicanos. Entendió que no hay niño, adolescente o adulto
que pueda pasar de largo ante una golosina, y se dio a la tarea de colonizar
al país con sus paletas, helados y aguas frescas. Hoy en día
prácticamente no hay esquina del territorio nacional donde no hayan
establecido una paletería.
Con una fórmula sencilla -productos del día,
realizados de manera artesanal, a precios económicos- esta comunidad
ha logrado no sólo proporcionarse fuentes de empleo, sino un alto
nivel de vida que la distingue del resto de la región.
Nada más al cruzar el libramiento que lleva al
pueblo se acumulan los signos de que el negocio de las paletas es redituable.
Un arbolado parque público, con impecables albercas y juegos infantiles,
recibe a los visitantes. Y a lo largo de las calles sólo se ven
amplias casas con antenas parabólicas, interfonos y cuanto aditamento
electrónico exprese bienestar económico. Autos y camionetas
de modelos recientes. Gente bien vestida.
Todas las vías están pavimentadas, iluminadas,
y los edificios públicos, comenzando por la iglesia, obra del arquitecto
Pedro Ramírez Vásquez, parecen recién remozados. La
mitad de la inversión en obra pública ha corrido por cuenta
de la comunidad, advierte el presidente municipal, David Andrade, joven
de 27 años, egresado del Tec de Monterrey, de filiación
perredista y estirpe paletera.
La cifra, un misterio
Sin
embargo, el éxito de Tocumbo es incuantificable. El número
de habitantes y las paleterías que poseen son un misterio que ni
el Instituto Nacional de Geografía, Estadística e Informática
(INEGI) ha podido resolver.
Durante el censo de 1990 trataron de contarlos varias
veces sin conseguirlo. En una ocasión los encuestadores tropezaron
con un obstáculo insalvable: 75 por ciento de las casas estaban
vacías. Así que para apurar el trámite a la cabecera
municipal le dio la cifra de 2 mil 400 habitantes y al municipio de 13
mil. Pero la verdad es que son más. Muchos más.
¿Cuántos? "Según", responden funcionarios
municipales y habitantes sin asomo de sorna. Y tienen razón. Si
se les cuenta entre febrero y diciembre son pocos, porque la mayoría
viven donde tienen sus paleterías. Pero si el cómputo se
hace en las últimas semanas de diciembre y las primeras de enero,
cuando regresan al pueblo a pasar las fiestas navideñas, aprovechando
que baja el consumo de helados por la época de frío, el número
llega a triplicarse.
Y es que este pueblo-franquicia sigue arraigado a sus
orígenes. Podrán establecerse en Tijuana o Chiapas, pero
no perdonan el fin de año en Michoacán. Es cuando regresan
a compartir experiencias, a enterarse de las últimas novedades en
el negocio y, sobre todo, a celebrar las bodas, 15 años o bautizos
que han postergado por meses. Festividades, por cierto, fundamentales para
la vida sentimental de la comunidad, porque es ahí donde comienzan
los romances o se arman los noviazgos, debido a que la mayoría sigue
buscando pareja entre los suyos.
En cuanto al número de paleterías -que generalmente
se bautizan como La Michoacana, La Flor de Michoacán, La Flor de
Tocumbo o alguna de sus derivaciones-, Alejandro Andrade, quien se ha encargado
de crear la imagen corporativa de La Michoacana, estima que a lo largo
y ancho del país hay alrededor de 15 mil. Indica que de entrada
todo adulto pone su paletería, y en cuanto los hijos o hijas llegan
a la adolescencia les enseñan los rudimentos del oficio y les abren
su expendio. (En el caso de las mujeres estos locales hacen las veces de
dote o de resguardo por si el futuro marido resulta un desobligado.) Pero
si el negocio va bien, la familia no para hasta copar de establecimientos
los alrededores.
Para este empresario, egresado de la carrera de mercadotecnia,
de ideas de izquierda, su pueblo cumple una función social: sirve
de inspiración para el resto de las comunidades del país.
"Hemos originado un medio de trabajo en que las personas, aunque tengan
poca preparación académica, pueden tener una economía
de mediana a buena, lo que impide que emigren a EU o se metan al narco,
como la mayoría de la gente de por aquí."
Historia ruda
Como todo, la historia del auge de Tocumbo -que en purépecha
significa lugar donde nacen los pinos- tiene un principio. Hasta los años
40 del siglo pasado la gente tuvo una vida ruda. La mayoría trabajaban
en el campo de "azadoneros, campesinos con arado de bueyes" o en la vecina
hacienda de Santa Clara, donde pagaban a dos pesos la tonelada de caña
pelada a machete. "La cosa estaba tan mala que en el 42 muchos empezamos
a irnos para EU -narra don Alfonso Andrade, de 83 años-. En Irapuato
nos embarcamos para California y Colorado. Ibamos en 14 carros de ferrocarril."
Recuerda que las jornadas cosechando papa o betabel empezaban
a las seis de la mañana y terminaban a las seis de la tarde. En
ocasiones el hielo y la nieve impedían el trabajo. Sin embargo,
el pago, de 18 a 20 dólares al día, hacía que valiera
la pena. Para campesinos que en México ganaban cuando mucho tres
pesos por semana aquello era toda una fortuna. Después empezaron
a irse a California a la cosecha de naranjas, limones y flores, más
que nada porque el clima era más benigno.
Y mientras unos encontraban respuesta a sus apremios en
"el norte", los que se habían quedado en el pueblo hallaron otra
salida. Nadie sabe cómo, pero un buen día a Rafael Malfavón,
al que le decían el Garrapatillo, se le ocurrió poner
la primera paletería del pueblo. Y pese a que lo que producía
"no era paleta buena, pura de agua que ni azúcar le echaban", comenta
don Alfonso, se vendía bien en las rancherías cercanas, adonde
la transportaban sus empleados en pequeños cajoncitos de madera.
Uno de esos muchachos, llamado Ignacio Alcázar,
cansado de su vida de paletero de pueblo decidió emigrar a Morelia
y Guadalajara y más tarde al Distrito Federal en busca de fortuna.
En la capital del país puso su primer negocio, con tan buen resultado
que mandó a llamar a su hermano Luis y a su amigo Agustín
Andrade. ¡Habían encontrado la fuente de la riqueza! La noticia
corrió y al poco tiempo medio Tocumbo alistó sus maletas.
Los
que se iban mandaban a llamar a otros. Los patrones iban dejando a sus
empleados a cargo de los negocios, hasta terminar vendiéndoselos
a plazos y sin intereses, para poner nuevos establecimientos. Todos los
tratos se hacían a la palabra, sin documentos de por medio. También
era común que se financiaran entre sí.
Esta primera generación de paleteros sentía
la obligación de hacer partícipes de su éxito a los
demás. La solidaridad no era casual, hay que tener en cuenta que
en este pueblo prácticamente todos están emparentados. No
hay más apellidos que Andrade, Alcázar, Barreto o Malfavón.
Todos habían crecido juntos y aquello de hoy por ti, mañana
por mí, era un credo.
En los años 60, de la mano del regente Uruchurtu,
los michoacanos recibieron un impulso inesperado. Con las obras de ampliación
del Paseo de la Reforma desalojaron a los ambulantes del primer cuadro
de la ciudad, incluidos los carritos de paletas que transitaban por el
rumbo. Como los de Tocumbo tenían locales establecidos lograron
captar al público que se había quedado sin sus proveedores
habituales, lo que acabó por consolidar sus negocios.
Hasta los años 70 todo fue auge. Algunos empezaron
a incursionar en ciudades como Monterrey, Guadalajara o Puebla, pero la
mayoría tenía al Distrito Federal como centro de operaciones.
Sin embargo, con la crisis de los años 80 tuvieron que abrirse paso
en otros centros urbanos, descubriendo, de paso, que el país era
ancho y ajeno. ¡Y claro, lo llenaron de paleterías! Los que
tenían un expendio tuvieron que poner cuatro para obtener los mismos
márgenes de ganancia y en poco tiempo no dejaron ciudad o pueblo
sin helados.
Para conseguir la mano de obra que requerían primero
recurrieron a las comunidades cercanas, pero para su desasosiego ahora
tienen que echar mano de personal de otros estados.
Con la multiplicación de los negocios llegó
la competencia. Los lazos de solidaridad empezaron a resquebrajarse. Todavía
es común que entre los del pueblo se respeten los territorios, aunque
ya se han presentado casos en que no. Debido a estos roces y a la necesidad
de adaptarse a los tiempos que corren hubo dos intentos de organización
que terminaron fracasando. El individualismo pesa mucho en las nuevas generaciones.
No obstante, para todos quedó claro que tienen que recuperar la
solidaridad de los pioneros, porque en aquellos valores se sustentó
su éxito.
También por esa época surgió la idea
de crear una imagen corporativa de La Michoacana, con logotipo, envases
especiales y todo lo que corresponde. La primera generación de paleteros
desechó la idea, pero la segunda, que ya está a cargo de
buena parte de los negocios, se mostró receptiva y ya es común
ver la muñequita rosa por todos lados.
Parteaguas
En medio de estas transformaciones hace tres años
ocurrió un hecho que puede ser considerado como un parteaguas para
esta gente. El hombre que en la práctica era el banco de los tocumbeños,
don Luis Alcázar Pulido, fue asesinado en su casa de la ciudad de
México junto a su esposa y sus trabajadoras domésticas. Recuerdan
que hacía sus préstamos sin pedir garantías, ejerciendo
una especie de padrinazgo. Conocía a la familia de todos y cuando
alguien llegaba a pedir su ayuda le decía: "Tu papá es tal.
Orale, te presto tanto". Cuando no pagaban a tiempo se les ponía
enfrente de la casa reclamando el adeudo, y enseguida aparecía el
dinero.
El origen de los crímenes no quedó esclarecido,
pero se sospecha que pudo ser un deudor sin fondos. Lo cierto es que a
partir de entonces sus familiares cancelaron los créditos o los
circunscribieron a las familias inmediatas.
Pese a todo los tocumbeños han podido librar bien
la llegada de las transnacionales del helado al país. Para empezar
saben que la paleta es un negocio popular. Mientras las empresas foráneas
expenden en locales bien puestos productos estandarizados, y gastan grandes
cantidades en publicidad y envolturas elegantes, los michoacanos son flexibles,
ahorrativos y muuuy trabajadores. Abren de la mañana a la noche
todos los días del año (cuando se van al pueblo dejan a sus
empleados a cargo), hacen poca producción para que los helados sean
del día, no utilizan productos químicos y se adaptan a los
gustos y a la capacidad adquisitiva de cada región.
Explican que en el norte hay que tener paletas y helados
de mango porque es la fruta que más gusta, mientras en el sur hay
que ofrecer mamey, zapote prieto o plátano. Y que la bola de helado
que venden a los chihuahuenses o neoleoneses a siete pesos hay que dárselas
a cinco a los chiapanecos o oaxaqueños. No gastan nada en publicidad
o envolturas y sus locales son sencillos para no inhibir la entrada de
su público. "Es más fácil para nosotros atacar el
mercado de Bing, Holanda o Dolphins que a ellos el nuestro", sostienen
con la sabiduría que les ha dado tantos años en el oficio.
Mucho calor, de preferencia
¿Cómo
eligen sus locales? Nada de marketing. "Puro colmillo", responden
muy ufanos. Luego ya sueltan algunos datos: de preferencia buscan que en
el pueblo o ciudad haga mucho calor y luego eligen locales cercanos en
los que haya concentración de gente, como escuelas, plazas, mercados
o unidades deportivas.
A finales del siglo pasado, cuando ya no quedaba territorio
sin explorar ni esquina sin Michoacana, empezaron a emigrar a Estados Unidos.
Desembarcaron primero en California, Texas y Florida. Ya hay informes de
expendios en Pittsburgh, Pensilvania y Chicago. Sin rubor ya hablan de
su siguiente objetivo: Centro y Sudamérica.
-¿Y luego?
-¡Pues Europa! Hay que enseñarles a los italianos
cómo se hacen las nieves...
El expansionismo tocumbeño es de temer. Por eso
a nadie puede extrañar que a la entrada del poblado, en lugar de
la clásica estatua a los héroes que nos dieron patria, hayan
erigido un monumento a la paleta, que más que un reconocimiento
al producto que les ha dado fama y fortuna es una declaración de
principios. A la enorme golosina la atraviesa un cono de helado, cuya bola
de nieve, pintada de azul, representa a la Tierra. Este mundo, ¡por
supuesto!, está cubierto de paletas de todos colores y sabores.
No se necesita ser Freud para concluir lo que esta comunidad se trae entre
manos...